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Columnas de opinión | ciudad | Morquio | Anep

Los guantes de Marcelo y la ciudad fragmentada (2)

La escuela Morquio es un desafío educacional de enorme importancia para la zona. Pero su tarea -con escaso apoyo de otros organismos del Estado, como ASSE o el Mides- es insuficiente.

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A dos cuadras de la escuela 205 Obra Morquio está el Hipódromo de Maroñas. A eso de las 5 de la mañana algunos peones salen a varear los caballos que competirán el domingo. En algún caso, los peones van acompañados de sus hijos. Esos niños pueden ser la tercera o cuarta generación de vareadores. Esos niños, pocas horas después estarán en la escuela Morquio, prontos para desayunar.

Esta escuela -ubicada en la calle Chapicuy, pleno barrio Ituzaingó- está enclavada en un hermoso solar. De un lado el enorme edificio en donde están los salones y del otro, la zona de la cocina y comedor.

En el origen -y aún hoy- este centro educativo recibe a niños y niñas con “dificultades de aprendizaje”. En esta definición caben muchos perfiles: niños violentos, con alguna discapacidad motora o trastornos indefinidos. La ANEP dice en su sitio: “Para discapacitados intelectuales”.

La intención viene de larga data, cuando había otro Montevideo. En 1943 -con el mismo objetivo de hoy- se fundó una comisión organizadora, integrada por técnicos, médicos, psicólogos, foniatra, fisioterapeuta y colaboradores. Surge con carácter privado durante los primeros años, organiza estatutos y dicta cursos de preparación de maestros y luego se le incluye en el sistema estatal educativo. Según ANEP, allí funciona un equipo interdisciplinario (médicos, psicólogos, foniatra, psicoterapeuta, asistente social) que atiende a niños y padres dando atención, orientación y derivación.

En la caracterización de la zona y de los niños que atiende, ANEP no le erra: el servicio “ofrece atención a una población heterogénea con un perfil determinado cuyo rasgo principal es la carencia socioeconómica y afectiva a nivel familiar (calidad de riesgo o distancia)”.

Las manos en la tierra

Hace 4 años, un educador y dos periodistas -con apoyo de alguna empresa y a solicitud de una maestra- encararon una tarea: desarrollar una huerta en esa escuela. La idea original era seductora: se trataba de una huerta que juntara a niños y sus padres o familiares para desarrollar conocimientos en ese tema y, eventualmente, aplicarlos en su propia casa.

En varias jornadas, niños de diferentes edades -organizados por el educador y los periodistas- limpiaron el predio asignado, ayudaron a poner los palos, carpieron, plantaron y le pusieron nombre al invernáculo.

Los pibes tenían distinto comportamiento. Representaban típicamente el perfil de la escuela especial. Se organizó en grupos para las distintas tareas y enseguida se integraron por afinidad. Hubo un grupito de varones que se armó, pero no hizo nada. Miraban, se reían. En un momento, uno de los adultos que estaba organizando la tarea escuchó una voz que salía de ese grupo: “Yo te puedo conseguir marihuana”. El pibe no tenía más de 12 años y sus amigos andaban en esa edad. Enseguida se informó a una maestra. “Es común escuchar eso en nuestra escuela. Llamamos a los padres, viene la madre o la abuela, le contamos lo ocurrido y poco más podemos hacer”, dijo la maestra.

Había un niño que no se integró a ningún grupo, pero era el más guapo y entusiasta con la azada. Recibía las instrucciones y hacía más de lo que se le pedía. Callado, siempre callado.

En otra jornada, uno de los adultos que llevaba adelante la tarea educativa le llevó unos guantes. “Te traje un regalo” y Marcelo lo recibió callado. Al finalizar la actividad, el niño vino a devolver los guantes. “Son para vos”, se le dijo. Marcelo abrazó al educador, fuerte y sostenido. Agarró la túnica y se fue con sus guantes.

El círculo perverso

La escuela Morquio es un desafío educacional de enorme importancia para la zona. Pero su tarea -con escaso apoyo de otros organismos del Estado, como ASSE o el Mides- es insuficiente. No alcanza con que los niños vayan allí, coman, aprendan algo a leer y a escribir o a hacer dibujitos. El Estado no funciona transversalmente, ni ahora ni antes. Los distintos perfiles psicológicos de los niños se hunden en el precipicio de la escasez de estímulos y estrategias. Y en la burocracia.

Una de las subdirectoras -que luego renunció, pidió ser trasladada- advertía que los esfuerzos de maestros y funcionarios de la escuela eran “poca cosa” ante tanto desamparo, soledad y falta de cariño.

Lo contaba con dolor e impotencia. Su cara lo decía todo: las ojeras le tocaban los pómulos.

Las balas pican cerca de la escuela Morquio y las sirenas de los patrulleros son la banda sonora de las noches del barrio Ituzaingó. Desde el consumo y tráfico de drogas hasta prostitución en el mismo barrio. En general, quienes viven en la zona hacen changas de diverso tipo y pueden ser policías o empleadas domésticas. Hoy cuentan que la pandemia hizo destrozos en la zona porque todos los ingresos que recibían por las changas se esfumaron. Nada. Y en la pandemia no hubo escuela Morquio que diera desayuno, almuerzo y merienda. Más nada. Los episodios de violencia intrafamiliar se multiplicaron en ese período. Pobres y violentos, en la orilla de Montevideo; descartados que alimentan crónicas policiales.

En la escuela hay bullicio; es hora del recreo. Un maestro le pone onda. Se llama Luis Suárez y en la puerta del salón donde brinda sus clases, puso un cartel con el número 9, una camiseta celeste dibujada y el nombre “Luis Suárez”.

No en vano a aquella huerta los niños le pusieron “Victoria celeste”.

Pero en esta orilla de Montevideo, esa victoria se parece mucho más al fracaso que otra cosa. Aquella idea de involucrar en la huerta a los familiares fracasó inmediatamente. La huerta no funcionó: las plantas se secaron y los yuyos avanzaron. Y sobre la vida de Marcelo no se sabe nada. Tenía 10 años.

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