Las noticias sobre violencia cotidiana en Estados Unidos parecen tan imparables como crecientes y la inminencia de la elección presidencial no debería ser un factor contribuyente al aumento de la violencia, pero lo es. Por ejemplo, en Uruguay nunca hay incrementos de violencia en los períodos preelectorales. Ni pasa eso en la mayoría de los países democráticos del mundo. Pero la patología psicosocial y política de Estados Unidos produce resultados diferentes porque esa violencia es inusualmente cruenta, casi endémica y ‘neonatal’, diríamos. Veámoslo a través de una lista de factores que puede explicar el título y disminuir la diaria estupefacción que invade al mundo. Que no debería sorprender tanto si esos factores fueran tenidos en cuenta.
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Uno. La violencia es brutal y originaria
La mayoría de los actuales países conquistaron sus estatus independientes y soberanos a través de la violencia insubordinada hacia los poderes coloniales e imperiales que los superordinaban.
El relativo prestigio social que aún disfrutan sus fuerzas armadas se retrotrae a las luchas bélicas independentistas que, en cierto modo, representan, anacrónicamente, la nacionalidad y el proceso de su conquista; muchos de los héroes nacionales fueron militares y los himnos patrios tienen letras, melodías, ritmos, orquestación e interpretación oficial marciales, algo que debería repensarse para bien de las culturas políticas cívicas, que deben luchar con ese lastre cultural, que tiene seudópodos políticos aún hoy.
Cuando un murguero interpretó el himno nacional en el Estadio Centenario, durante un día patrio, sin uniformes, coros clásicos ni tachín-tachín, a mucha gente le rechinó que no fuera una ejecución marcial, policial o militar la que se les impartiera. Toda nacionalidad reciente está anclada en algún grado de belicismo militar y chovinismo, y esos valores son un lastre que toda democracia republicana debe cargar, y que contamina la institucionalidad civil, como sólida contradicción preñada de consecuencias.
Ya es tiempo de que los países independizados cambien sus himnos militares decimonónicos por letras, melodías, ritmos, orquestaciones y vocales más actuales en estética y valores, y critiquen profundamente la formación militar; tendríamos así una plataforma menor para la legitimidad y atracción de cabildos abiertos y de líderes trasnochados.
En Estados Unidos, las guerras de Independencia y de Secesión fueron particularmente cruentas, con una cifra de muertos per cápita desmesurada, y rastros indelebles en la cultura política estadounidense tan peligrosos como la segunda enmienda constitucional que permite la tenencia y porte de armas, y una tradición de magnicidios precoces.
Estos tres factores (hiperviolencia originaria, segunda enmienda, magnicidios) son bastante exclusivos en la conformación de la nación y Estado norteamericanos; endémicos, neonatales y preñados de consecuencias en varios niveles de la vida social independiente, entre ellos la ubicuidad y naturalidad de la violencia interna como forma normal, usual y hasta tradicional de resolución de conflictos.
Dos. Inmigración absorbida en guetos e imperialismo
Acompañando y sumando a esos factores, un incipiente imperialismo con gran desarrollo militar se retrotrae al siglo XIX, aunque se consolide en la segunda posguerra mundial. La violencia en la conformación endógena de la nacionalidad se adiciona a la violencia exógena incipiente pero históricamente creciente en el sustrato cultural y político de la nación. Las intervenciones militares se multiplican por todo el planeta, tantas veces minimizadas.
Y no nos olvidemos de otras violaciones que, aunque menos materialmente violentas de las soberanías, suman a la vivencia de la violencia y de los permisos para la violación de la independencia y la privacidad del otro. Se trata de una clase de violencia que las tecnologías bélicas y de comunicación llevan a su continua exasperación cuando se convierten en instrumentos de una seguridad nacional que cada vez implica la secundarización del otro en aras de ‘mi’ seguridad, cada vez más abarcativamente e inclusivamente definida y actuada: el espionaje y la ‘inteligencia’ para la seguridad y el dominio hegemónico.
De nuevo aquí, la letra del himno nacional, tan cotidianamente interpretado en tantas coyunturas, contribuye negativamente, dibujando a los estadounidenses como elegidos (no extrañe su alianza con Israel, oligopolio de divinamente elegidos) y líderes del mundo ‘libre’.
Violencia interna endémica originaria mezclada con misión mesiánica y de sheriff externa de elegidos es un sustrato explosivo en Estados Unidos.
Los siglos XIX y más que nada el XX, aunque siga hasta hoy, registran un hecho de máxima importancia en la configuración de la cultura política y social estadounidense: la masiva y variada inmigración proveniente inicialmente de Europa, pero luego con empujes de América Latina y, más tarde aún, de Asia.
La virginidad y amplitud de un enorme territorio se sumaba a un auge económico incipiente y acogedor, alejado, hasta ese entonces e incluso hasta mediados del siglo XX, del ambiente bélico de Europa y de los continentes donde se estaba procesando el independentismo poscolonial, todos hechos expulsores para muchos.
Pero esa abundante inmigración se procesaba por la fijación de los inmigrantes en guetos autónomos, en parte nostálgicos de sus orígenes, para los más añosos, en parte urgidos por la asimilación a una realidad socioeconómica y político cultural, para las nuevas generaciones.
Quizás nosotros, los uruguayos, acostumbrados a una incorporación de la inmigración de modelo tan diferente, no nos percatamos de la importancia de la diferencia. La incorporación a través de guetos, en parte profesional y laboralmente especializados, produce una sociabilidad muy distinta de la incorporación vía la mantención de las culturas originarias, sí, pero no en guetos, sino envuelta en una nacionalidad política y cultural sobredeterminante, representada y liderada por una democracia política y una educación inclusivas, y promisorias de ventura económica.
Pero en medio de una ideología republicana y de ‘sueño americano’ como anzuelo, los guetos son fuente de desigualdades ilegítimas y también fuente de posibles violencias en la búsqueda de igualdades utópicas ideales y de sueños de diversa probabilidad de realización, aunque vociferados como accesibles a todos y acercados a todos por las estructuras e instituciones gobernantes. La desigualdad entre los guetos se potencia por su sentida especificidad insuficientemente reconocida; su logro del sueño americano es insuficiente también, y es pregonada como un derecho reclamable.
Hay un doble resentimiento, tan culturalmente impuesto como socioeconómicamente abortado, con el trasfondo de una sociedad endémicamente violenta y con tenencia y porte de armas constitucionalmente protegida, aunque por motivos ya notablemente obsoletos.
Hay una ‘lucha por el reconocimiento’ (en el sentido de Axel Honneth) de las subculturas guetizadas; el reconocimiento de la especificidad cultural se pretende simultáneamente con la de ‘igualdad de derechos’ y la lucha por el ‘american dream’; esa triple lucha es un cóctel explosivo, utópica, en medio de esa presencia secular y tradicional de una violencia constitucionalmente protegida y culturalmente anclada en una autoestima de pueblo elegido.
La nueva derecha cívico religiosa y Trump
Ese panorama en Estados Unidos se radicaliza con la emergencia de derechas neoconservadoras y neonacionalistas, antiglobalistas, de raíz religiosa desde mediados de los 70, quizás desde la emergencia de Reagan como ícono galvanizador de esas fuerzas, anticomunistas y anti-hippies. Esa nueva derecha, conformada por católicos, judíos y protestantes ‘antimodernistas’ es particularmente violenta (mucho más que la violencia sesentista de las izquierdas) y se agrupa en movimientos cívico religiosos racistas, chovinistas y antiinmigrantes, hasta tildando a los liberales de socialistas y subestimando los derechos humanos como liberal-socialistas. La violencia callejera y armada tradicional norteamericana se recarga de razones provenientes de la difícil aspiración a la tríada reconocimiento subcultural-igualdad de acceso-frustración del sueño americano.