En ese sentido, el modelo de samurái se vuelve arquetípico de una forma de vivir en el que la postura individual, a menudo divorciada de la acción colectiva, es esencial. De ahí ese pivotear casi permanente en torno a un anarquismo que, llegado el caso, transmuta en cualquier otra concepción o pensamiento a mano.
Los samuráis se definían como guerreros, pero no siempre se les consideraba así. Por sus cambiantes posturas, algunos eran vistos como mercenarios, sobre todo cuando pasaban a defender poderosos intereses. Dependía de que dijeran una cosa o la otra para que el viejo atributo de guerreros se les adhiriera como una coraza o les resbalara como algo que ya no convenía sacar a relucir.
Según se consigna en diversos estudios históricos, el declive del samurái comenzó a finales del período Tokugawa, que a partir del 1603 unificó al Japón. Esa dinastía generó un período de paz y estabilidad interna durante más de 250 años, entre otras cosas por garantizar la sucesión hereditaria, aunque lo hizo, no por cambiar, sino manteniendo las jerarquías sociales intactas.
Los samuráis se habían desvinculado cada vez más de los productores rurales, de quienes dependían para obtener ingresos. Algunos pasaban de defender a los pequeños productores y trabajadores del campo para poner sus servicios en favor de tales o cuales intereses de los señores terratenientes. Con la apertura de Japón a las potencias occidentales, los cambios económicos llevaron a los samuráis a perder sus privilegios tradicionales ante lo cual oscilaban entre sus viejas ideas y acomodarse a los nuevos tiempos.
Aquellos que se consideraban a sí mismos como samuráis, a veces por su sola autovaloración, tomaban la decisión de morir en mano propia por una cuestión de honor. Llegaban a semejante resolución ante diversas situaciones. Ante la derrota en un enfrentamiento, llegado el caso, preferían morir antes que ser asesinados por sus enemigos. También podían llegar a ese suicidio producto de una acción propia que, consideraban, no estaba a la altura del código de honor que debía regir su vida. Sintiéndose en falta, ya sea por sus hechos o por sus dichos, terminaban sintiendo una vergüenza tal que no podían ocultar.
En otras ocasiones no eran capaces de advertir sus errores o los escondían mediante diversas estratagemas. Usualmente con relatos que tergiversaban la historia mintiendo, omitiendo o reduciendo el protagonismo de otros y otras para aumentar el propio. También solían contar con un grupo que siempre aplaudía sus dichos y gestos sin importar su veracidad. Solo tomaban conciencia de sus faltas cuando eran refutados por alguien o por miles.
Este tipo de samuráis eran dogmáticos, aunque sus posturas parecieran no tener ningún dogma. Ante la decadencia de los reales méritos en su larga trayectoria, apelaban a una suerte de librepensamiento que a veces aportaba algún refrán justo a tiempo, que arrojaba algo de luz, incluso algún destello fulgurante que resplandecía como antaño.
Sin embargo, como suele suceder, sus peores reflejos eran repetidos desde los poderes de turno como frases de uso fácil en titulares y pantallas, porque casi siempre eran balbuceadas en contra de quienes mantenían alguna lucha. Se sabe, al fin de cuentas, que los iluminados de siempre suelen ser seres oscuros que necesitan la luz de personas anónimas para aumentar un destello propio.
Hay que recordar que aquellos samuráis no concebían tener ideología porque necesitaban la flexibilidad de quien cambia de señor feudal que lo gobierna y manda. Esa necesidad urgente de acomodar el cuerpo es revestida por una retórica florida acorde al nuevo credo. Una suerte de pragmatismo como arma fácil de empuñar que hoy apunta a un lado y mañana a otro, que un día dispara contra los poderosos y al otro contra quienes marchan contra ellos.
Aun en el caso de quienes intentaron incorporarse, de apuro y apurados, a la larga y eterna lucha por el cambio real y concreto, antes que por cualquier utopía en abstracto, el guerrero samurái siempre fue un modelo revestido de actos heroicos y espectaculares que reducían una doctrina a un método. Así, toda pose de apariencia radical quedaba acotada al gesto de arrojo militar divorciado de la acción popular.
Muy lejos de aquel Japón milenario, existe también una variante perversa de ritual que, en vez de morir con honor, invierte posiciones o palabras que terminan en un deshonor tal que se convierten en el verdadero harakiri.
Ojalá no suceda.