La familia sigue el recorrido con pausa. En la feria de emprendimientos, descubren artesanías en cuero, textiles y objetos de cerámica. Valeria se detiene a hablar con una mujer que trabaja en fieltro natural. Se entusiasma con un bolso y lo compra, casi como un símbolo de apoyo a quienes transforman su arte en sustento.
En la zona de Cocina Uruguay, la curiosidad se transforma en participación, prueban una receta saludable y entran en el sorteo de una canasta de alimentos. “Es comida rica, pero también otra manera de aprender”, comenta Andrés, que observa atento a un cocinero que explica cómo reducir el consumo de sal sin perder sabor.
Ya cerca del mediodía, buscan refugio en una de las áreas de descanso. Comen unas empanadas compradas en uno de los fogones, mientras en el fondo suenan guitarras. La tradición se hace cuerpo y canción.
Por la tarde, visitan la gigantografía instalada por el Centro de Fotografía de Montevideo. La imagen en blanco y negro del predio en 1917 los detiene. Andrés le explica a Mateo cómo era el lugar cuando los caballos reinaban y las carpas eran más bien tolderías. Esa foto, quieta y muda, parece responder con un susurro, la memoria no se archiva, se comparte.
A las 16:40, se acercan al escenario Amalia de la Vega. El cuerpo de baile Timbó abre la tarde con “En tiempos de revolución”. Las danzas folklóricas se suceden una tras otra: “Confluencia”, “Cartas de Artigas”, “Identidad”. Valeria se emociona, le recuerda a su infancia en el interior. “Es lindo ver que esto sigue, y que ahora mi hijo también lo vive”, dice mientras abraza a Mateo, que mira fascinado los giros de las bailarinas.
Antes de que caiga la noche, pasan por el Punto Violeta, donde les entregan información sobre prevención de la violencia de género. También visitan el Punto Plateado, activo hasta las 16:00, donde conversan con una trabajadora social que les habla sobre el buen trato en la vejez.
Pero el broche de oro llega en el escenario Zitarrosa. A las 19:15, Maia Castro canta con esa voz que acaricia y sacude. La familia se sienta en el pasto. La música flota sobre ellos, mientras las luces ya están encendidas.
Cuando finalmente se retiran, casi a las diez de la noche, el cansancio les pesa en los pies, pero no en el ánimo. “Vivimos la Criolla de otra manera —dice Valeria—, como una fiesta donde todos tienen algo para hacer, para aprender, para disfrutar”.
Cien años después, la Criolla sigue siendo punto de encuentro. Un lugar donde lo tradicional y lo nuevo se entrelazan. Y donde una familia —como tantas otras— encuentra motivos para volver, año tras año.