El 11 de septiembre es una fecha en la que la historia parece haberse empecinado en acumular infamias. La última, hace 22 años, fue el ataque terrorista a las Torres Gemelas. Pero hay otro hecho, del que este lunes se conmemora el 50° aniversario, que es especialmente significativo para los latinoamericanos. Se trata del golpe de Estado contra Salvador Allende, presidente de Chile hasta 1973, quien fue asesinado en el Palacio de La Moneda. Ambos actos fueron perpetrados bajo el mando del jefe del ejército chileno, el general Augusto Pinochet, quien asumió de inmediato la presidencia del país y se mantuvo en el poder de forma oficial hasta 1990 (y más allá).
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Así como le resultó esquiva a la Justicia, la figura de Pinochet también es incómoda para el cine chileno, del mismo modo en que los dictadores vernáculos lo son para el cine argentino. Esa dificultad para abordar personajes que, lejos de ser objeto de un rechazo firme y unánime por parte de toda la estructura social, todavía tienen quien los reivindique a ambos lados de la cordillera, hace que el estreno de El Conde, nuevo trabajo del cineasta chileno Pablo Larraín, resulte un objeto inesperado. Incluso incómodo, en tanto pone a los espectadores a transitar por un camino nuevo y desconocido: el de retratar a los responsables de tragedias colectivas de semejante magnitud ya no desde géneros “serios”, como el drama o el documental, sino a través de otros más bien “profanos”, como la comedia negra y el terror.
De eso se trata El Conde, que imagina a Pinochet como un vampiro de 250 años que simula su propia muerte para que lo dejen tranquilo. Ese es el particular punto de partida que la película propone para abordar la historia, utilizando recursos como el absurdo o el gore (representación gráfica y descarnada de la violencia física). Por esas vías también se propone dejar constancia de distintos hechos que permiten que los efectos de aquella dictadura sigan presentes (o “vivos”, para decirlo en términos vampíricos) en la actualidad.
En ese sentido se puede convenir que el arquetipo del vampiro aplicado a la figura de un dictador como Pinochet, responsable de un régimen que literalmente le drenó la sangre a su país, no solo en materia política y social, sino también económica, resulta apropiada, pero también obvia. Tanto, que como alegoría acaba siendo más bien prosaica antes que poética. Es imposible saber si esa fue la intención de Larraín, aunque la propuesta estética de El Conde, filmada en impecable blanco y negro y con una fotografía extraordinaria, da cuenta de una búsqueda poética con varios aciertos. Sin embargo, el hecho de que la metáfora en sí misma acabe siendo un poco (o muy) gruesa, termina funcionando muy bien con el modo satírico, el humor negro y el áspero tono burlón con el que el director retrata a sus personajes.
No es la primera vez que Larraín se aproxima con su cine a la dictadura de su país. Lo hizo, por ejemplo, en Tony Manero (2008) o en NO (2012), donde la intención “seria” no siempre jugaba a favor de relatos que acababan siendo un poco reduccionistas. En cambio, en El Conde el juego burdo de convertir al dictador, a su mujer y a sus hijos en una exhibición atroz de fenómenos permite que el humor negro alcance buenos momentos. Por ese camino la película también puede resultar un poco “tribunera”, abusando del recurso de abordar a sus personajes de forma agresiva, casi como si se tratara de una lapidación pública. Es cierto que acá Larraín vuelve a intentar retratar a Pinochet como la encarnación pura del mal. Pero también, quizás por primera vez en su filmografía, realiza la operación de ampliar el círculo de responsabilidades más allá del dictador, que a fin de cuentas no fue otra cosa que la mano ejecutora al servicio de poderes que, hasta ahora, siguen ocultos tras su espalda.
Por Juan Pablo Cinelli (vía Página 12)