En mis recientes recorridas por algunos departamentos y localidades del país, a propósito de la presentación de Heroica, he tenido continuos motivos de placer y de disfrute, asombros renovados, descubrimientos diminutos o grandes que van desde lo más ínfimo –una planta abriéndose camino y dando flor en la cornisa de un edificio centenario- hasta lo más desmesurado, que está siempre relacionado con la naturaleza, con sus campos ondulantes, sus matas de monte indígena o sus ríos de superficie metálica, de a ratos espumosa, de a ratos dormida.
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La gente, sin embargo, es siempre el mayor de los misterios. Pienso en el enigma de la voluntad, que nace cuando ella quiere y no cuando los otros la obligan, y en el enigma del deseo. Por ejemplo, me pregunto ¿votó la gente en las recientes elecciones motivada en su propia voluntad, en ese motor interno que cuando se decide y se resuelve, no suele tener marcha atrás? ¿O votó por mandato de padre, de abuelo, de caudillo? ¿O lo hizo con cierto fastidio y con cierto hartazgo, deseando concluir de una buena vez la faena, porque total todos los políticos son iguales y justo hoy, justo ahora, me dieron ganas de votar a este y no a ese otro? Pienso mucho en eso y nunca encuentro la respuesta.
Me hundo y me hundo en esas y otras meditaciones. Contemplo caras, expresiones y gestos, rememoro la fuerza de las tradiciones y sigo sin hallar la respuesta. Pero más que nada pienso en el deseo y en el amor, dos territorios concomitantes pero no necesariamente idénticos. No hablo propiamente de sexo o de impulso carnal, sino de algo más relacionado con las apetencias espirituales o incluso con la ambición y sus vericuetos anímicos, lo cual me lleva inexorablemente a considerar uno de los más terribles azotes de nuestro tiempo, que es la violencia doméstica.
Platón se ocupó del tema, a lo largo y a lo ancho, en obras como El banquete, aunque sin pronunciar jamás ese preciso término: violencia doméstica. Lo tuvo en cuenta, sin embargo, en más de un sentido. El deseo amoroso no es una mera apetencia de algo, sino la apetencia de lo bello, empieza diciendo el filósofo griego. Lo bello equivale a lo bueno, pero hasta por ahí. Todo deseo tiene un hilo secreto que puede tender a lo peor. El deseo carente de ley, de racionalidad y de mesura; el deseo desordenado e impulsivo, que también existe, posee un elemento desestabilizador que no pocas veces desemboca en el crimen y en la corrupción de nuestra parte racional. Esto aparece con toda claridad en el diálogo entre Fedro y Lisias, en el que este argumenta que los enamorados no están en su sano juicio y no pueden dominarse, y aprisionan al objeto de su amor y lo aíslan del mundo. Sócrates, a quien Fedro relata esa conversación, responde que el amor es una especie de deseo.
En nosotros hay dos principios conductores: el apetito de placeres –que es innato- y un modo de pensar que aspira a la rectitud, no innato sino adquirido, que por lo tanto debe ser cultivado para que pueda manifestarse. El apetito por lo bello suele imponerse sobre tal rectitud; la desborda, la aniquila, y entonces el enamorado se convierte en súbdito y esclavo de su goce, se transforma en un ser egoísta e impulsivo que, en la peor de las versiones, tiende a sofocar al ser amado; lo aísla, lo cela, lo convierte en el centro de su obsesión. Para explicar cómo es el alma, Sócrates propone el ejemplo de un auriga (conductor de un carro alado) con dos caballos, uno bueno y otro malo. El caballo bueno es de casta noble y obediente, su color es blanco y siempre se guía por el impulso de una elevada indignación. El caballo malo es de color negro y desobediente, sus apetitos son descontrolados, representa la concupiscencia o deseo exacerbado y no hay manera de dominarlo. El auriga, que viene a ser el intelecto, la razón o la parte del alma que tiende a la verdad, se ve en un serio aprieto para dirigir semejante carro.
La alegoría del carro alado, a pesar de que puede parecer lejana, forzada y hasta ingenua, es acertada en su simplicidad. Representa la batalla que continuamente debe librar el alma humana, entre el deseo bueno y el deseo malo, entre la rectitud y el desorden; entre el bien y el mal, en definitiva. Cuando uno se acuerda de estas altas ideas de la filosofía, expresadas de una manera tan didáctica y amena –me parece que nunca más volvió a darse semejante llaneza pedagógica en ese ámbito–, experimenta cierto consuelo y se dice que, de acuerdo a la facilidad de la explicación, no todo está perdido. Pero después viene el olvido o, lo cual es mucho más común hoy en día, la franca ignorancia.
Antes nos enseñaban en el liceo las alegorías de Platón y nos hablaban de Aristóteles, y nos incitaban a reflexionar en nuestra propia condición humana. No sé si éramos mejores o peores, pero al menos podíamos ejercitarnos en la realización de dos o tres flexiones éticas y cuatro o cinco abdominales filosóficos. Nos mostraban cosas que actualmente no solo parecen olvidadas, sino que de volver a ponerse sobre la mesa del debate público serían motivo de nueva burla y nuevo escarnio.
No deja de asombrarme la frivolidad casi absoluta de la mayor parte de los programas radiales y televisivos. Tienen una insólita capacidad de perder el tiempo en la vacuidad más profunda. Dedican horas y horas a hablar de temas tales como las preferencias gastronómicas; si a mí me gustan las milanesas, y si al de allá le agradan más los churrascos, o las albóndigas o la comida vegana. Así se les va el día entero. O si a mí me gusta ponerme las chancletas con arena en los pies y al otro, por el contrario, le parece mejor lavarse en el mar antes.
Horas y horas perdidas, dedicadas a francas y redondas estupideces, cuando podrían estar brindándole a la sacrificada y paciente audiencia algún tema de verdadero interés, que la hiciera pensar, que le proporcionara elementos de análisis y por qué no de contención ética y afectiva. Ni hablemos de programas como los de chimentos, que abundan en Argentina, y de sus copias baratas y patéticas que se reproducen por aquí.
Yo voy por los diferentes departamentos, me pierdo por las calles de las distintas ciudades, me lleno de esa inigualable paz que emana del ambiente, y me detengo en el análisis de los tipos humanos, pero no me confundo tanto como antes. Antes era más ingenua y me creía el cuentito de la adorable mansedumbre de los pueblos, de los encantos de sus tradiciones y de sus costumbres. Ahora no. Ahora he aprendido a advertir que, así como en la mansa naturaleza anda la muerte escondida, y así como la inocente mulita o el inocente zorrillo terminan arrollados y destripados a la orilla de las rutas por culpa de los automóviles, así también la violencia más desatada anida entre esas casas bajas, de muros cubiertos de verdín y de hiedra, o en esas otras casas, las del campo, entrevistas detrás de alguna mata de árboles, o en lo alto de una colina.
Cuando pienso en todo esto, y en los novios que se pasean de la mano por las plazas, a la sombra de una Santa Rita o de las glicinas en flor, y en los tremendos hechos de violencia doméstica que luego, por desgracia, aparecen, me acuerdo de las enseñanzas de Platón y de Aristóteles, formidables e insuperables en su simple sabiduría. Y me parece más culpable que nunca la actitud de los medios de comunicación, que a sabiendas de lo que ocurre –cada doce días es asesinada una mujer en el Uruguay por femicidio– siguen perdidos, como si nada, en la frivolidad de sus conversaciones banales, inútiles de toda inutilidad, vacías y carentes de sentido hasta el tuétano.
No les pedimos que nos den clases de filosofía, sino que usen un poco la imaginación para introducir, de manera atractiva y sugerente, esos grandes temas del pensamiento universal en sus discursos. ¿Será mucho pedir?