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Editorial día | Lacalle | Penadés

Buenos amigos, pésimos gobernantes

El día que apagaron la luz

Cuando Lacalle habla en favor de su compinche con declaraciones confusas y parciales, habilita indirectamente a que los chupamedias del poder operen con impunidad

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"Hace 30 años que lo conozco, sería un mal amigo si no le creo", dijo Lacalle cuando se le preguntó sobre las acusaciones que recaen sobre Penadés.

Meses antes había hecho lo mismo con Astesiano, al que llamó "funcionario intachable", y repitió el esquema hace poco con el presidente de la Comisión Técnica de Salto Grande, Carlos Albisu, al que definió como un hombre de su "confianza".

Lacalle apela a códigos de barrio para defender a sus amigos con lealtades que no caben a un presidente de la República y, después, cuando las papas queman, se desvincula de ellos como si nunca hubiese dicho nada.

"Confiar tiene estas cosas, soy una persona que confía en la gente", repite luego de consumado el error, como si eso lo absolviera de haber dado públicamente su respaldo a los pecados de sus buenos amigos. No hay peor vivo que el que la juega de boludo, ni mejor abogado que el que se hace pasar por tonto.

El problema es que no estamos hablando del jefe de la barra brava saliendo en defensa de los hinchas de su equipo, caídos en desgracia, sino del presidente de todos los uruguayos. Su opinión no es una palabra más, es la voz de la institucionalidad, influye en la sociedad, en el gobierno y tiene el peso de quedar en la historia.

Un club de amigos

Cuando las cosas salen mal y sus amigos quedan expuestos ante la Justicia, Lacalle se siente traicionado y grita su tristeza ante los periodistas, como si él fuera la víctima y no los más de tres millones de uruguayos que sufren las consecuencias de sus errores.

Nunca se lo escucha pedir disculpas, todo lo contrario, redobla la apuesta justificando su equivocación en la supuesta lealtad traicionada y en los códigos del barrio. “Ustedes a mí me conocen” les dice a periodistas que no saben qué responder ante el inquisidor.

"No soy un hipócrita", dice y patea la pelota para otra cancha buscando la aprobación de la barra. Se olvida que no es el presidente de un club de amigos, sino el encargado de llevar adelante la acción del gobierno.

Corrupción al cubo

Lo más grave de los supuestos errores del presidente es que detrás de cada uno de ellos hay siempre graves sospechas de corrupción.

El "error" de su amigo Astesiano significó el descrédito de que en la propia Torre Ejecutiva se negociaban pasaportes falsos a cambio de dinero, o se hicieran espúreas investigaciones paralelas a las de la Justicia y la Policía.

Los "seguimientos" que el jefe de la custodia presidencial hacía al presidente del Pit-Cnt, para citar un caso, o a los senadores Mario Bergara y Charles Carrera, involucran a jerarcas de una línea de mando que tiene al propio presidente de la República como su máximo referente.

Lo mismo pasó con la investigación paralela del director del Comcar, Carlos Taroco, que operaba como un investigador externo de la causa Penadés para pasar información que contribuyera a la defensa al senador amigo del presidente.

Cuando Lacalle habla en favor de su compinche con declaraciones confusas y parciales, habilita indirectamente a que los chupamedias del poder operen con impunidad y pongan en duda todas las garantías de los ciudadanos comunes y corrientes que no tienen la suerte de pertenecer al club de amigos de la Torre Ejecutiva.

Hacerse cargo

Lacalle no puede ignorar la responsabilidad que le cabe. No puede salir siempre con las mismas declaraciones esquivas y armadas para confundir a la gente, victimizándose por la supuesta traición de los miembros de su club.

O gobierna para sus amigos o lo hace para todos los uruguayos. De lo contrario quedará siempre la sospecha de que más que amistad hay complicidad y que la velada amenaza que envió Penadés hace unos días encierra algún mensaje oculto para el presidente y para todo el gobierno: "Si revisamos para atrás, todos tenemos cosas (ocultas)", dijo el senador acusado de abuso de menores para que sus palabras lleguen a todo el Ejecutivo.

Los hechos acusan para arriba

Hace ya seis meses que alcanza la esfera pública la conducta delictiva del exsenador Gustavo Penadés, altísimo dirigente del Partido Nacional, líder de una de sus fracciones históricas más importantes de ese Partido y su principal referente parlamentario.

La figura delictiva de lo que se le acusó originalmente -relacionada con la prostitución de menores y la conducta sexual del legislador-, hizo que la ciudadanía y sus propios colegas de todos los partidos fueran cautos y prudentes en su tratamiento mediático y su utilización política.

Las acusaciones, de por sí escandalosas, la negación reiterada del involucrado y el respaldo tácito, y a veces explícito, de sus compañeros de partido y de algunos jerarcas políticos como el ministro del Interior, Luis Alberto Heber y el presidente de la República, Luis Lacalle Pou, no pudieron impedir que los hechos denunciados fueran motivo de un alta exposición mediática durante este medio año.

También los medios han sido prudentes hasta el exceso ante los hechos atribuidos a Penadés. Hechos condenables, claramente indecorosos, aparentemente patéticos y probablemente ciertos.

El reciente fallo judicial que formaliza la investigación, imputándole a Penadés una docena de delitos sexuales contra menores con agravantes y reiteración real, y otros tantos por otras causas como obstrucción de la justicia, cierra una etapa de lo que podríamos llamar “la peripecia judicial”, deja abiertas algunas puertas más difíciles de traspasar y abre una instancia política y naturalmente opinable y especulativa que no debería evitarse.

Es obvio que en el Partido Nacional, ni la inmensa mayoría de sus dirigentes, ni siquiera sus principales referentes políticos y gubernamentales sabían, ni siquiera imaginaban, las conductas que Penadés ocultaba, aunque contaba con evidentes complicidades. Sin embargo, la investigación judicial evidencia la participación de una estructura en la que participaban policías y al menos algún jerarca policial que se prestaron a conformar una figura para implementar la defensa de Penadés.

También hay que creer que la institución policial y sus jerarquías máximas están por fuera de esa “trama” , pero el ministro del Interior no tiene cómo eludir su responsabilidad política, máxime que lejos de mantenerse al margen de los hechos denunciados, no ha perdido oportunidad de expresar que confiaba en su “amigo”, dejando claro que guardaba cierta solidaridad con un compañero en desgracia en el que él creía.

El presidente se equivocó feo y envalentonó al ministro del Interior, que es una máquina de equivocarse. No hay ministro que no se asombre de la torpeza de Heber, que se ha transformado en un mentiroso serial y que además es el peor evaluado por la opinión pública por su gestión al frente del Ministerio del Interior. Mientras tanto, Heber realiza una gira electoral con Laura Raffo y recoge los jirones de la lista 71, otrora el bastión poderoso del herrerismo, y ahora con su principal caudillo entre rejas.

A Heber no le queda otra que irse a su banca en el Senado para llevar el cajón de su vieja agrupación nacionalista. Si sigue en la cartera del Interior va a ser la bandera de la derrota. El golpe es duro de aguantar, pero el gobierno tiene que asimilarlo sin tocar la lona. Por ahora, la oposición saca poco rédito, el mayor rédito lo obtiene Álvaro Delgado y su candidatura en donde algunos herreristas ven el origen de la “jugada”.

Mientras Heber esté ahí haciendo el papel de bolsa de arena, la oposición tiene a quién pegarle sin que la candidatura de Delgado reciba golpes y con Laura Raffo caminando sobre los muñones.

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