Pepe decía: “Yo no puedo creer, no me sale”. Y, aunque atravesó pérdidas enormes y 14 años de cautiverio, no encontró su refugio en la fe sino en otra cosa, en una forma de estar en el mundo, de luchar aquí. Para creyentes o no creyentes, su camino siempre estuvo de este lado del plano de la existencia.
Era un hombre con valor documental. Enseñaba siempre, en cada gesto, en cada palabra. Hoy estamos despidiendo a quien, quizás, sea la persona más querida del Uruguay. El último de los grandes líderes de la izquierda revolucionaria de los años 60 y 70. De los que soñaron con “tomar el cielo por asalto”.
Lo que vivimos ha sido impactante. Familias enteras se acercaron al Palacio Legislativo para darle el último adiós, se detuvieron frente a Lucía y los compañeros y compañeras más cercanos. Pepe sabía que la gente lo quería, pero solía minimizarlo. Decía que las causas humanas son tan complejas que, a veces, las personas necesitan sintetizarlas en una figura, en una voz, en un liderazgo. Y él asumió esa carga: la del cariño, pero también la de la esperanza, del dolor, de las expectativas de miles de personas.
Pepe va a seguir siendo conjugado en presente por esta sociedad. Su pensamiento, su ética, su humildad radical, su republicanismo llano y popular van a adquirir una dimensión parecida a la del batllismo.
Por eso quienes intentaron mancharlo, fracasaron. Decían que parecía de “teflón”. Pero no era eso: era la coherencia, la autenticidad, la honestidad a toda prueba. Nunca le encontraron un peso mal habido. Era desinteresado de lo material de verdad.
A Pepe intentaron volverlo loco. Lo enterraron en aljibes durante casi 14 años. Lo aislaron de todo. Lo condenaron a la oscuridad, al tedio, a no poder leer. Y en lugar de enloquecer, ahondó en sí mismo. Aprendió a escuchar a las hormigas. A comunicarse con los bichos. Más de 4000 días de encierro, de silencio absoluto, sin libros, sin contacto, apenas con visitas esporádicas de su madre o, cada tanto, con Eleuterio Fernández Huidobro, “El Ñato”, o con Mauricio Rosencof, si coincidían en cercanía.
Y de ese intento de destruirlo emergió alguien transformado. Alguien que había conocido el abismo —el propio— y brotó como un yuyo pertinaz, como una entidad nacida de la tierra, sin odio, con una sabiduría que solo puede otorgar la experiencia extrema. Se convirtió en la voz de un pueblo.
Pienso en otros rehenes. Muchos de ellos, hombres y mujeres que pasaron por ese infierno, salieron siendo personas extraordinarias. Como Henry Engler, que desde esa soledad se convirtió en uno de los científicos más importantes del mundo. O Raúl Sendic, fallecido en 1989, líder histórico del Movimiento de Liberación Nacional, que tanto le enseñó a Pepe. O el Ñato, un ser de una mente prodigiosa. O Rosencof, con quien hablamos hace unas horas y que atraviesa hoy un dolor inmenso.
Pepe salió de allí sin odio, capaz de liderar, de transformarse desde el silencio en la voz colectiva. Parecía magia. Como un destino imposible. Como decía el Ñato: “Ni el más fantástico de los escritores podría haber imaginado una épica como esta”.
Así que, si la vida es la aventura de las moléculas —como decía Pepe—, la épica que escribieron sus moléculas fue una de las más hermosas, profundas y conmovedoras que hayamos presenciado.