El territorio más disputado del planeta arde otra vez bajo la guerra. Se trata de una guerra en el desierto entre actores cuya desproporción demográfica, territorial, económica y militar es abismal. Es un combate desigual, David contra Goliath. Cisjordania, Israel y Gaza tienen una superficie de poco más o menos 28.000 kilómetros cuadrados y en ese territorio viven 15.000.000 de personas .
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El fundamentalismo religioso y el nacionalismo, que tienen un trasfondo milenario, se enfrentan desde hace más de siete décadas de acusaciones cruzadas y ya dejó decenas miles de víctimas de palestinos e israelíes, todo en medio de una tensión sin límites a la que no es ajena la geopolítica, las grandes corporaciones, el complejo militar industrial y el odio racial.
Una falsa solución
Los orígenes del conflicto se remontan a fines del siglo XIX, cuando el movimiento sionista inició la lucha de los judíos por un Estado propio, pero entró en una fase más crítica el 29 de noviembre de 1947 cuando la Asamblea General de la ONU adoptó la resolución 181, la que proclama la creación de dos Estados, uno judío y otro árabe, en el territorio de Palestina y que dejó a Jerusalén bajo un régimen internacional.
La solución no dejó satisfecha a ninguna de las partes y los conflictos no tardaron en aparecer en medio de respaldos y rechazos de una comunidad internacional que juega su propio partido y solo arrima agua para sus propios molinos.
En 1987, durante la primera intifada (rebelión popular de los jóvenes palestinos contra el Ejército israelí), nació el movimiento islamita Hamás, considerado un grupo terrorista por Israel, Estados Unidos y las potencias occidentales, que asumió más protagonismo en el conflicto y se enfrentó a la autoridad palestina asumiendo un gobierno de facto en Gaza desde 2006 con el objetivo de crear un estado islámico independiente, lo que aumentó la tensión con Israel y recrudeció el conflicto.
Como respuesta, Israel estableció un bloqueo contra la franja con el argumento de impedir la entrada de armas, y desde entonces hubo cuatro guerras (2008, 2012, 2014 y 2021) a la que se suma la desatada a principios de este mes de consecuencias impredecibles.
El ataque del movimiento político militar palestino Hamás del 7 de octubre, y la violenta respuesta de Israel, desató una nueva escalada de violencia que volvió a poner sobre el tapete las peores sombras de la humanidad, cobrándose la vida de niños y familias inocentes que huyen de la zona sin suministros vitales y sin acceso posible a ninguna ayuda humanitaria, la que ha sido bloqueada por las fuerzas militares israelíes aunque la comunidad internacional reclama enérgicamente su cese ante el riesgo de vida de cientos de miles de personas, entre ellos mujeres, niños y ancianos.
No esperemos encontrar la verdad en los medios hegemónicos controlados desde las agencias internacionales de noticias y los servicios de inteligencia de las grandes potencias. Asumamos que la información que recibimos es manipulada y responde exclusivamente a sus intereses. Para informarnos y eventualmente adoptar una posición, apenas disponemos de nuestra inteligencia, pinceladas de verdad, escasas fuentes creíbles, pocas fuentes más o menos objetivas y el sentido común.
El relato de las guerras que estas agencias trasmiten al mundo y que es multiplicado por las redes (anti)sociales es la quintaesencia de la mentira.
No hay noticia en el relato global de una guerra que no se pudiera catalogar como una fakenews.
Las acciones violentas contra civiles, la toma de rehenes, la violencia armada contra ancianos, mujeres y niños, el ataque a poblaciones desarmadas y los atentados contra objetivos civiles no puede no ser calificados como actos terroristas e inhumanos y violatorios de toda la legislación internacional.
También la ocupación de territorios, el desplazamiento forzado de civiles de sus hogares, la apropiación de las fuentes de agua en el desierto por presuntos colonos religiosos ultraortodoxos y fundamentalistas, son violatorios de los derechos humanos y condenables, propios de una conducta ilegítima pútrida e imperial.
En ese sentido los actos de la organización político militar Hamás hace algunos días en Israel son absolutamente condenables y carecen de justificación moral alguna.
Si alguno tiene alguna duda, son actos terroristas injustificados y deplorables.
Tampoco tienen justificación alguna las acciones de represalia del Estado de Israel contra la población de Gaza, con el agravante de que no se trata de un grupo político sino de un Estado, que por magnitud de la fuerza militar usada, de su responsabilidad en el concierto de naciones, de la desproporcionalidad de la respuesta y del número y la vulnerabilidad de las víctimas, se coloca muy por fuera de la los acuerdos internacionales e incluso al margen de las reglas de la guerra.
La conducción de Netanyahu y de la ultraderecha supremacista israelí agrega mayor motivo a la condena y alienta al rechazo al genocidio que hoy se está cometiendo en Gaza y aún más riesgo a las víctimas inocentes judías que permanecen como rehenes de Hamás, y cuya liberación debe ser fuertemente reclamada por la todas las naciones y todos los pueblos para canalizar la disputa por sendas más humanas y para que cese la matanza de palestinos en Gaza que parece convertirse en exterminio de un pueblo indefenso y en un holocausto.
Lo que ocurre en Medio Oriente es una tragedia y lo que es peor, no tiene límites morales. Cualquier barbaridad parece estar justificada en nombre de Dios, de la Justicia o de la venganza.
La comunidad internacional ha entendido que israelíes y palestinos tienen derecho a tener su propio Estado pero por motivos diversos, difíciles de comprender y mucho más difíciles de explicar, ni unos ni otros han aceptado poner fin al conflicto, conflicto que deja desprotegida y en situación de vulnerabilidad extrema a la población inocente que se convierte en la principal víctima de una disputa territorial nacional o religioso, según las lentes con que se lo mire.
Unicef registró más de 300 mil niños desplazados por la escalada del conflicto y advierte la amenaza de una inminente invasión podría tener consecuencias devastadoras para la población inocente.
Mientras tanto, el ejército israelí las y las milicias palestinas se acusan mutuamente, y los ataques a las poblaciones civiles dejan cientos de muertos, donde las familias y los niños son las víctimas más vulnerables.
La crítica a la conducta del Estado de Israel frente al pueblo palestino nada tiene que ver con el antisemitismo. La guerra del pueblo judío contra el antisemitismo es una guerra completamente justa y compartible, así como la memoria del holocausto judío y los crímenes del nazismo, la lucha contra la discriminación y el racismo en todas sus variantes.
Otra historia, es la guerra que llevan adelante contra el pueblo palestino y que parece encubrir una dominación colonial por ampliar sus fronteras contra las resoluciones internacionales de las Naciones Unidas e impedir el asentamiento de un Estado Palestino.
Algunos líderes palestinos apoyan una separación formal del territorio en dos Estados, pero Israel continúa construyendo nuevos asentamientos en territorios ocupados, por lo que un final para la disputa no parece estar a la vista.
No es justo negar a los palestinos el derecho a su autodeterminación aceptado por la comunidad internacional y pretender imponer por la fuerza un estado de dominación que nunca será aceptado y que solamente asegura un conflicto eterno.
Este punto de vista no es absoluto ni dogmático, pero es compartido por un vasto concierto universal e incluso en buena parte del pueblo de Israel a vivir en paz, sin desbordes autoritarios de la ultraderecha y sin odios entre pueblos hermanos que tienen un mismo origen y que se beneficiarían de un futuro , próspero, pacífico y común.
Esto no es darle la razón a Hamás ni a la Yihad Islámica y sus delirios antisemitas, sino al convencimiento de que si Israel busca imponerse únicamente por la fuerza, la guerra no acabará nunca y solo traerá violencia y terror.
Queda claro que Israel puede vencer a Hamás y destruir su resistencia, pero siempre aparecerá un grupo nuevo dispuesto a enfrentarlos y la historia no se acabará nunca mientras el concepto sea mirar al adversario como un enemigo al que hay que aniquilar.