Confieso que el tema me perturba. Netflix rompió su contrato con el actor Kevin Spacey. Varias actuaciones de Plácido Domingo fueron canceladas. Tal vez deberíamos quemar o borrar todas las películas de Harvey Weinstein, y todas las pinturas de Picasso. Ellos y otros muchos hombres han sido artistas y monstruos a la vez, o por lo menos eso dicen voces como la de Claire Dederer, escritora de estilo llano y profundo, que en muchos sentidos me recuerda a Lucía Berlin. De Claire Dederer no conozco otra cosa que uno de sus artículos, aparecido en The Paris Review en 2018, titulado “¿Qué hacer con el arte de hombres monstruosos?”, que me causó honda impresión. La polémica sobre el artista y sus pecados humanos es muy vieja, aunque viene cobrando notoriedad recién en nuestros días.
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En uno de mis cumpleaños, celebrado en casa de mi madre, cuando la mayor parte de los invitados se había retirado, surgió el tema y pronto cayó a la rueda el nombre de Pablo Neruda. Una amiga declaró que sus poemas no debían ser leídos puesto que era un violador. Lo dijo él mismo en el libro Confieso que he vivido, y la escena es patética por donde se la mire. Mi madre sostuvo con mucha calma que es necesario separar al ser humano de su obra, pero no hubo acuerdo posible.
El año pasado, en medio del destape que supusieron las denuncias de movimientos como Me Too, me encontré con el artículo de Claire Dederer. No me pareció trivial o furibundo, elemental o grotesco. Por el contrario, creo que la autora ha sabido presentar, con seriedad intelectual y con indudable calidad literaria, el panorama de una polémica ante la cual no existen el blanco y el negro, sino toda una gama de complejidades en las que está implícita la vida misma.
La autora expresa que los hombres de los que va a hablar “hicieron algo horrible y crearon algo maravilloso”, y ahí se encuentra el problema. Es posible repudiar y condenar a una persona mala, a alguien que ha hecho daño, que ha violado, que ha traicionado, que ha matado incluso. Pero cuando ese alguien ha producido una cosa que me conmueve, me impresiona, me adivina y me estremece, la cosa cambia. Ante esa constatación se instala en mí no solamente la ambivalencia espiritual; también el sufrimiento, la angustia, la desesperación. Y por qué no la rabia, y acaso el odio, tan contiguo al amor.
Menciona en su artículo a Pablo Picasso, Woody Allen, Roman Polansky y muchos otros. Por estos días se sumaría a la lista el tenor Plácido Domingo. El propio Octavio Paz habría ejercido violencia -hay cartas muy explícitas- contra su esposa Elena Garro, notable escritora mexicana. Claro que uno podría dejar de lado las acusaciones. Tender un velo sobre ellas. Quedarse con lo bueno y desechar lo malo. Agradecer todo el arte que nos dejaron. Pero el problema sigue existiendo, y cuando uno menos lo espera, viene a la memoria y empaña la felicidad.
De nada sirve adoptar al respecto una actitud de ofensa, de falsa indulgencia, de superioridad, de ira o de escándalo. Hay que ser más humilde, más valiente y más profundo. Queda claro que un monstruo es capaz de crear una obra de arte. En su dimensión existencial, la gente comete una amplia variedad de actos truculentos, cargados de violencia y de abuso hacia los demás, y esto es horrible precisamente porque, a pesar de los pesares, su arte continúa siendo sublime o maravilloso.
Una frase de Dederer me impactó. Cuando habla de la relación sexual de Allen con Soon-Yi, hija de su pareja Mia Farrow, dice que esa noticia la afectó “como una traición personal”. Yo he sentido lo mismo respecto a ciertas conductas que he llegado a conocer por estos lares. Pero debo decir que la polémica me parece estúpida. ¿Quién dijo que el arte es una invención de los ángeles o el símbolo de lo perfecto e impoluto? Nada más absurdo. El arte suele ser la expresión de las regiones oscuras de nosotros mismos, de cada ser humano de ayer, de hoy y de mañana.
El arte tampoco equivale a belleza, dicho sea de paso. La belleza no es más que uno de sus atributos, perfeccionado y realzado por los griegos, que a su vez lo tomaron en buena medida de los egipcios, por aquello de la armonía y de la proporción áurea. Y por otra parte, ¿quién se atrevería a definir la belleza? Ésta puede ser entendida como alegría y tristeza, fe y razón, melancolía y euforia, castigo y redención, justicia y provocación, paz y perversión, y hasta como publicidad y consumo.
Lo importante es que el arte, en cualquiera de sus manifestaciones, puede ser creado por monstruos. Pero cuidado; los monstruos no pasan en vano y todavía son capaces de arruinarnos la fiesta. Desde que supe que Richard Wagner era el compositor preferido de los nazis, no he podido volver a escucharlo. Soy consciente de que una cosa es el arte y otra es la biografía de cada quien, pero una vez que esa biografía está en el mundo, ¿puede ser borrada, eclipsada, censurada?
El arte y la persona, ¿deben estar necesariamente separadas? ¿Qué ley universal lo manda? ¿Es preciso olvidar o dejar de lado las acciones desgraciadas de ciertos artistas, a la hora de considerar su arte? No hablo de censura, sino de algo mucho más personal e intangible; hablo de una sombra, de una sospecha, de una cuestión de piel. ¿Debo extirparme la región cerebral de la razón práctica, del juicio moral kantiano, ese que también forma parte consustancial del ser humano, antes de entrar a un museo? O tal vez deba reconocer otra idea.
A veces, obnubilados por la pretensión de racionalidad, tendemos a olvidar el magma animal del que venimos. Ese eslabón perdido, ese mono trágico, terriblemente hábil y astuto del cual descendemos, sigue latiendo en nuestra sangre. El arte, cualquier arte, todas las posibles artes vienen de él y existen en función de él, de su origen, de su lucha por la supervivencia y de su inquietud fundante. Eso es algo que también olvidamos. O sea que entre el mono y el mal, entre el mono y el bien, entre el mono y la maravilla, no hay más que un paso, un suspiro, un latido. Ese largo latido que nos interpelará siempre.