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El celular, ese ladrón de almas

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Ya es una costumbre instalada en el paisaje urbano. Vayas por donde vayas y hagas lo que hagas, siempre que te rodees de gente, esa gente va a estar mirando un celular. No un celular cualquiera, claro, sino un smartphone, un teléfono inteligente; tan inteligente que se ha absorbido toda nuestra inteligencia, valga la redundancia. En una historieta de Quino, Mafalda veía fumar al padre y le preguntaba: “¿Qué estás haciendo?”. Él le respondía que estaba fumando un cigarrillo. Y ella remataba: “Ah, es que por un momento me pareció que era el cigarrillo el que te estaba fumando a vos”.

Ahora, los teléfonos son inteligentes, o tal vez debería decir que son astutos, hábiles, acaparadores, magos virtuales capaces de robarnos el alma, los recuerdos, los sueños y las ilusiones con absoluta impunidad. Y no exagero. Cada vez que nos sumergimos en el lago virtual, en la pantalla azul, blanca o multicolor, se despliega ante nosotros un poder infernal al que no podemos resistirnos. Ni se nos ocurre, dicho sea de paso, la sola idea de la resistencia. Será que podemos hacer tantas cosas con ese aparato que ya no nos es posible despegarnos de él. Podemos sacar fotos, mirar la hora, consultar el estado del tiempo, mandar y recibir mensajes, imágenes y correos electrónicos, ejercer el chusmerío ritual en las redes, leer las noticias y todo cuanto se nos ocurra.

La magia, el hipnotismo o el poder infernal de los teléfonos inteligentes se extienden al resto de nuestras vidas. Si miramos una película en el cine o en la televisión, después de verla no es raro que consultemos -obvio, en el celular- la biografía de tal o cual actor que nos llamó la atención. Enseguida nos domina la angurria: queremos ver cómo era de joven, cómo se vestía o cómo se viste, y cuántas parejas tuvo, y cuántos premios ganó, y resulta que una noticia nos lleva a la otra y a la otra y a la otra… y cuando queremos acordarnos, nos hemos pasado una o dos horas con el celular en la mano, y nos duele el dedo índice y estamos a punto de desarrollar una tendinitis virtual, y nos distraemos no solamente de nuestras preocupaciones -vaya y pase-, sino de nuestro trabajo, de las cosas que estaban pendientes y, en definitiva, de la vida misma, que sigue y sigue pasando frente a nuestras mentes absortas, engañadas, alienadas. ¿Engañadas? Sí. Existe la ilusión de que el aparatito susodicho nos lo da todo, como el genio de la lámpara de Aladino. Solamente pasando el dedo por la pantalla logramos que se presente el genio y nos dé cualquier información que podamos desear. Y ahí están el engaño, el error y la estafa.

La información virtual parece ser infinita, pero es bastante pobre, no solamente en sitios o en páginas, sino en profundidad, análisis y extensión. Libros, prácticamente no contiene ninguno. Ni hablemos del e-book, que suele ser tedioso de leer incluso en una pantalla especial, más que nada porque el smartphone, o sea el genio o el hechicero inteligente, ya nos ha acostumbrado de tal manera a la fugacidad, a la velocidad, a la variedad y a la facilidad del cambio, que no soportamos detenernos en ningún texto que nos obligue a fijar nuestra atención durante más de medio minuto.

Pasamos a ser así analfabetos funcionales, olvidados del acto de la escritura a mano e ignorantes de solemnidad. De los grandes pensadores de la ciencia, de la filosofía, de la historia, de la literatura, ni siquiera conoceremos los nombres. Mucho menos los contenidos de sus ideas. Quienes cursen una carrera terciaria accederán a un segmento parcial, especializado y fragmentado de esos conocimientos. El resto no accederá a nada; confundirá conexión virtual con conocimiento y creerá ser feliz.

¿Cuáles podrán ser las consecuencias de semejante actitud mental, sostenida durante los mejores y más provechosos años de nuestra vida si multiplicamos el fenómeno a escala mundial? No tengo idea, pero algo me dice que esas consecuencias no serán buenas. El fenómeno de una humanidad alienada, empobrecida en sus potencialidades intelectuales y en sus capacidades de aprendizaje, sometida a un ejercicio de variedad frívola y liviana que le impide concentrarse y pensar en sus problemas personales y en los problemas generales, parece preocupante.

Lo peor de todo es la incomunicación con el prójimo. Antes, cuando yo viajaba en ómnibus, me entretenía leyendo o por lo menos estudiando la fisonomía de los demás. Entre lectura y lectura me daba por observar a la gente y por pensar, es decir, por producir ideas y representaciones del mundo, por hacerme preguntas, por imaginar alternativas frente a los desafíos cotidianos, por evocar el pasado -tanto el personal como el colectivo- y por proyectar el futuro. Lo digo en primera persona, pero me parece que vale para cualquiera. Pues bien. Hoy día, el astuto celular multifacético ha conseguido tragarse, borrar o destruir la mayor parte de esas ideas, preguntas y proyectos. Es que la gente tiene la cabeza ocupada en la pantalla iluminada y en las imágenes cambiantes y, por tanto, la mente ya no discurre como antes. ¿Exagero? Seguramente no. Y si esto se produce y se reitera en cientos y en miles de personas, ¿qué sucede con las mentalidades colectivas, con la capacidad para enfrentar los problemas de la vida diaria, con los proyectos destinados a modificar la realidad?

Otra consecuencia de los celulares inteligentes, a la que me referí más arriba, es que la gente no lee. Sospecho que la humanidad, por regla general, jamás leyó demasiado. Hasta después de la Primera Guerra Mundial, las tasas de analfabetismo en el mundo occidental eran enormes; luego, con la ampliación del Estado de bienestar y con la declaración de derechos humanos de 1948, empezó a fortalecerse la educación formal, y en algunos países, especialmente de Europa, el analfabetismo descendió hasta casi desaparecer. Lo mismo ocurrió en Uruguay. Sin embargo, la gente nunca leyó demasiado, fuera de ciertos círculos y grupos sociales. Se leía el diario y también algunas revistas culturales; se escuchaba la radio y, más adelante, también se veía televisión.

A medida que la educación secundaria se fue extendiendo, en algunos hogares empezaron a aparecer pequeñas bibliotecas de unas pocas decenas de ejemplares. Repito: en algunos hogares, no en la inmensa mayoría, en la que sólo existían la guía telefónica -otra especie extinguida- y el Almanaque del Banco de Seguros, o la revista Leoplán o la Biblia. De los años 30 a los 60 hubo en nuestro país un florecimiento cultural muy especial, y la clase media se esmeró por ilustrarse. Se compraban libros, ya fuera nuevos o usados, se cuidaban con esmero y se legaban de padres a hijos.

La idea de formar la biblioteca propia era a la vez un objetivo y un sueño, sobre todo entre los docentes y los universitarios de cualquier profesión liberal. Recuerdo perfectamente algunas bibliotecas privadas imponentes que llegué a ver con mis propios ojos. La del profesor Luis Bausero, por ejemplo, en la que cada libro estaba guardado dentro de una bolsita de nailon. La de Juan Flo, extraordinaria, magnífica a mis ojos adolescentes, que iba del techo al piso y ocupaba varias paredes de su casa de Malvín. La de Daniel Vidart, comparable en algunos sectores temáticos a la Biblioteca Nacional, y con su mismo olor a papel venerable, que no sólo iba del techo al piso, sino que estaba organizada en sectores o estanterías paralelas, y ocupaba varias habitaciones.

Parece que en un país como España, hoy por hoy, 40% de la gente no lee nunca un libro, en ninguna circunstancia. Desconozco lo que pasa en Uruguay. Ni siquiera sé si esa pregunta estará incluida en algún censo o encuesta, pero la realidad debe ser bastante decepcionante. Si ha leído hasta aquí (como se dice hoy en día en internet), sólo me resta decirle, o más bien prometerle, que este artículo continuará. Mientras tanto, qué lindo sería darle un respiro virtual a nuestra mente y retornar a la lectura de un buen libro.

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