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El fractal de Julia

Por Marcia Collazo.

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Casi siempre en las dunas. Casi siempre en verano. Es en esos instantes cuando me siento regresar a todas mis edades; veo pasar el tiempo como pasa el viento sobre los médanos, multiplico la memoria en infinitos trozos de agua, de sol, de oscuridades, de momentos metidos uno dentro de otro. Todas estas cosas y algunas más me acontecieron nuevamente al leer la novela El fractal de Julia, de Pedro Giudice, una obra que me dejó en la boca un sabor similar al que producen los libros de Manuel Puig, Julio Cortázar o Marcel Proust.

Todos ellos, Giudice incluido, navegan en búsqueda del tiempo perdido y -cada uno a su manera- lo hacen desde una rotunda libertad. En el mundo de Giudice, onírico y violento, dulce y trágico, manso y rebelde, las cosas acontecen como en espejos repetidos hasta el infinito. Un fractal, según acabo de enterarme, es una imagen que se ve igual a distintas escalas.

El fractal de Julia, llamado así en honor al matemático Gastón Julia, es una compleja familia de conjuntos que se pueden generalizar a cualquier dimensión. Si los fractales fueran recuerdos, serían muy parecidos al movimiento envolvente, infinito y mágico de un caleidoscopio, en el que se repitieran, sin embargo, ciertos patrones, y así sucede en esta novela.

Decir que su tema gira en torno a la dictadura militar de 1973, la persecución, los presos políticos, el Partido Comunista, los ideales, las rebeldías y la injusticia, es decir sólo una parte. Están también los símbolos del mar y el médano, enormes y omnipresentes, que circunvalan la narración con una fuerza de atracción magnética.

Esa fuerza, muy bien trabajada por el autor, está vinculada al poder de la memoria y se sitúa siempre más allá del dolor y de la pérdida, que por cierto abundan también en estas páginas. Pero el resultado -o el sabor- es apacible, ancho y vasto. Es cierto que el paisaje roza por momentos la región de las pesadillas.

Es al principio “un mar de catástrofe” con restos de “naufragios y batallas”, donde “por todos lados hay señales de muerte y sufrimiento”, pero cuando el protagonista muta en un niño de diez años de edad, “los naufragios se borronean al desconocerlos”. La apelación al infinito está dada, entre otras referencias, por el caracol “que un día encontraré -muerto y sin carnes- en una playa parecida a esta, cruzando el arroyo Valizas”. El caracol, que forma parte del espectro de significaciones de la playa, la arena, el agua y el cielo, es, en cierto modo, el perfil de todos y cada uno de los restantes personajes, que en su ir y venir de tiempos y de espacios solapados unos en otros sobrevuelan el relato.

Me parece que este es uno de los más importantes mensajes de la novela: mostrar la vida tumultuosa en su complejidad; el argumento no se resuelve en un hilo de cronología sucesiva, sino en espirales -y en fractales- de memoria, existencias, momentos, voces y reflexiones. Esté donde esté y haga lo que haga, el protagonista múltiple del relato apela a la imaginación, que le asegura el escape hacia la libertad. Así sucederá muchas veces. Por ejemplo, mientras el niño descansa en la quinta del abuelo, se imagina que está en la arena. “Desde los límites de lo que puedo llegar a percibir, siento la caricia del viento que se enreda en mi cuerpo y barre el cuello y las orejas: produce un bisbiseo que aletarga”.

Las minucias de la infancia surgen poderosas en un despliegue de imágenes. La pelota, el juego en la calle, los mandados, la muerte del perro y después, al otro día, la del abuelo, al que no quiso ver en su ataúd. El viejo del relato (¿el abuelo, también, o acaso él mismo dentro de unos años?) le dirá al niño: “Y hasta hoy vale que no lo vieras muerto. Todavía creo que fue una buena decisión. Siempre recordé al abuelo con la sonrisa y la estampa de aquella foto de sus bodas de oro”. En otro capítulo está en la celda y se acuerda del Nutria, “que se suicidó solo, desnudo, cubierto por el mameluco propiedad del penal”. Le da vueltas en la cabeza la idea de la muerte -“Cada cual raja para donde puede”- y es entonces cuando, de nuevo, la imaginación, la memoria y el recuerdo acuden. “Quiero seguir solo y, sin embargo, no. Es mentira. Necesito a los míos. Llego al médano en un santiamén”.

A medida que se suceden los capítulos van apareciendo nuevos personajes: Pablo, Inés, María, el Valicero, el Siete Once, entre los principales.

Hablé antes de las reflexiones. Estas últimas son de la más variada índole y prestan a la narración un sustrato original y dinámico. La novela transita ya desde las primeras páginas por el mundo de la literatura, con referencias al capitán Garfio y a Peter Pan, y continuará en la senda de la filosofía, la política, el cine, la poesía y la historieta. Intercala a Eros y Tánatos, a la Legión de Super Héroes, a Sancho Panza montado en Platero, a Marx, Engels, a Hegel, a Borges y a Homero, a Jorge Amado y Bertolt Brecht… la enumeración sería muy larga y no tiene sentido por sí misma, sino en el compás y en la urdimbre de la trama.

Las dunas, el mar, la noche sin fronteras, el agua y el horizonte, expresan, como ya he dicho, la idea de la libertad que, como espina dorsal del relato, trae consigo la salvación del o de los protagonistas. Una salvación mediada por el recuerdo empecinado, con cierta dosis de locura y otro tanto de un maravilloso sentido común, y por el acto mismo de la escritura. La ficción de la trama y la realidad del escritor que llena hojas, y que así se salva también a sí mismo, forman parte de este enorme fractal. Detrás, en medio y al final, está siempre la eternidad: “No soy el último, aunque tampoco hay un primero -dice el viejo, humildemente. Y no me sorprende, porque eso ya lo he empezado a pensar”.

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