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La fábula de los premios Nobel

Por Marcia Collazo.

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El premio Nobel causa mucho revuelo en el mundo. Cuando se acerca la fecha en que se anunciará a los elegidos, el mundo experimenta cierta conmoción y, por qué no, una buena dosis de desilusión, de duda y de franca indignación. El premio más controvertido entre los Nobel seguramente sea el de la Paz, así con mayúscula, otorgado a algunos personajes bastante polémicos. Absurdamente, Mahatma Gandhi jamás lo recibió, a pesar de que es una de las poquísimas figuras mundiales que ha concitado en torno a su figura un asentimiento casi unánime en su lucha por la liberación y por la resistencia pacífica.

Nelson Mandela lo recibió en 1993, pero no se lo dieron a él solo, sino que debió compartirlo con Frederik De Klerk, último presidente del régimen segregacionista del apartheid. A tal punto resultó injusto dicho galardón en el caso del político De Klerk (cuyo único mérito fue liberar a Mandela) que muy poco después se cumplió en él un famoso aforismo: “El pez por la boca muere”. Declaró que el apartheid era moralmente indefendible, y pidió disculpas por haberlo defendido, pero agregó algo más. “Por lo que no pido disculpas es por la idea de crear naciones Estado separadas por razas dentro del territorio de Sudáfrica”. ¿Por qué, habida cuenta de la talla del personaje, sus antecedentes y sus polémicas declaraciones, el comité noruego le otorgó el Nobel conjuntamente con Mandela? He ahí una de las tantas perplejidades, o preguntas sin aparente respuesta, que nos suscita este premio.

Entre los nominados para recibir el premio de la Paz estuvo Hitler, a quien se candidateó bajo el lema “El príncipe de la paz en la tierra”; Benito Mussolini también fue propuesto, en 1935, un mes antes de que Italia invadiera Etiopía. Stalin fue nominado no una, sino dos veces; aunque, claro está, las candidaturas para esa codiciada distinción abundan en todos los tiempos, y llegan a superar las 300 en un solo año. Ese no es el punto, sin embargo. Lo que válidamente podríamos preguntarnos es cuánto hay de teatro, de mito, de idolatría y de credulidad a ciegas en este cacareado premio.

El problema del absurdo, de la incoherencia o de la manifiesta hipocresía que gira en torno a esta distinción mundial no es nuevo ni comenzó con el Nobel. Es, por el contrario, más viejo de lo que imaginamos, y tiene que ver con unos cuantos supuestos irracionales que empujan a la gente al mito y a la adoración. Ya en 1620 el filósofo inglés Francis Bacon publicó una obra llamada a ser un clásico: el Novum Organum, en la que se explaya acerca del conocimiento, la ciencia y la técnica. Bacon menciona allí, como principales obstáculos para alcanzar ese conocimiento, a cuatro ídolos (recordemos que estos son imágenes de culto, que encarnan o personifican a dioses y espíritus), también denominados prejuicios: los ídolos de la tribu (comunes al género humano como tal), los ídolos de la caverna (propios de cada persona, según su educación y sus costumbres), los del foro (o de la plaza pública, nacidos según los usos del lenguaje), y los del teatro, que vienen a ser los favoritos de la humanidad en todo tiempo y lugar, puesto que se vinculan a la falsa filosofía, a la fábula y a la puesta en escena. Me parece que el premio Nobel es, en buena medida, la personificación casi perfecta de esta última categoría. Todo o casi todo él representa un monstruoso ídolo al que, como era de esperar, rendimos tributo y veneración, sin cuestionarnos apenas su origen, su existencia, su permanencia y sus inefables sentencias o fallos.

Comenzando pues por el origen, no se comprende cómo es posible que el más importante premio mundial existente, con el cual supuestamente se pretende “reconocer a personas o instituciones que hayan llevado a cabo investigaciones, descubrimientos o contribuciones notables a la humanidad en el año anterior, en el transcurso de sus actividades en física, química, fisiología o medicina, literatura y paz” dependa únicamente de dos países (Suecia y Noruega) y cuente para su dotación monetaria solo con el legado que dejó un químico e ingeniero sueco que, para más datos, inventó la dinamita y se dedicó a fabricar armas. No se trató de un humanista ni de un mecenas o soñador de los que aportan su modesto granito de arena para construir un mundo mejor. No. Lo que Nobel construyó fueron cañones y otras armas letales, además de perfeccionar la nitroglicerina. Levantó más de 90 fábricas y se convirtió en un ser errante, solitario e inmensamente rico. Pero, como en el cuento de la Navidad de Dickens, cierto día le llegó la hora de la verdad. No se sabe bien de qué manera, alguien lo dio por muerto, o eso afirma la leyenda. Se enteró de ese hecho al leer su propia necrológica, en la que lo tildaban de “ser maléfico” que llevaba a los hombres a su destrucción. No lo podía creer. La gente lo odiaba, por haber creado la dinamita y perfeccionado el armamento con el cual los bandos en pugna podían exterminarse más y mejor. La noticia de su propio deceso lo conmocionó, al punto de que bien pudo haber sido ese el momento en que se lo ocurrió la idea. Lavaría su nombre. Dejaría una imagen bienhechora y grandiosa de sí mismo, legando su incalculable fortuna para premiar anualmente a quienes hubieran realizado en esos doce meses los mayores aportes a la humanidad. Por desgracia, de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, y del sueño a la realidad hay un buen trecho.

La historia de los premios Nobel está plagada de hondos vicios humanos. Uno de ellos es el controvertido premio a la Paz. Otro es el indudable eurocentrismo que impregna la elección de los homenajeados. La abrumadora mayoría de los galardonados han sido europeos, y como magna concesión, norteamericanos. La propia Academia sueca así lo reconoció, a través de las declaraciones de Anders Olsson: “Hemos tenido una visión eurocéntrica de la literatura”. Y por si fuera poco, otro de sus vicios es el no menos indudable machismo. En literatura, de 116 autores premiados, solamente 16 han sido mujeres. Ya he tenido ocasión de manifestar públicamente que no existe excusa posible para semejante resultado, puesto que la manida idea de que posiblemente no haya suficientes escritoras destacadas es simplemente patética. Será por todas esas consideraciones que muchos países vienen proponiendo, de un tiempo a esta parte, la creación de premios alternativos que demuestren mayor universalidad, justicia y equidad en términos humanos y mundiales.

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