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Columna destacada | Buenos Aires |

La noche de la filosofía

Por Marcia Collazo.

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Me pregunto cuándo tendremos nuestra Noche de la Filosofía. Si eso pasa, en el momento en que suceda algo habrá cambiado a fondo en el Uruguay. No estoy haciendo juicios de valor; no es que una Noche de la Filosofía nos vaya a hacer peores o mejores, pero yo creo que nos transformaría en algún sentido. En Buenos Aires se viene realizando desde hace años. Acaba de finalizar su quinta edición. Se trata de un montón de gente, como dicen algunas noticias, que lee mucho y piensa cosas raras, y se junta durante una noche entera en un centro cultural de Buenos Aires (aunque la idea nació en Francia y se ha extendido a muchos otros países).

Leer demasiado ha sido visto, desde antiguo, como señal de desajuste o de alarma. Ya Cervantes dice de don Quijote que “se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio”. Es evidente que Cervantes conocía muy bien la creencia popular, y más en un tiempo en que los libros eran, además de raros, carísimos. Después algún intérprete o crítico se ha rebelado contra semejante idea, pero que está, está.

Durante la aludida Noche de la Filosofía, el Centro Cultural Kirchner (CCK) se llenó de punta a punta de gente notoriamente extraña que gusta de andar pensando o tal vez divagando en asuntos que no interesan demasiado a nadie y que, en el mejor de los casos, no hacen a los verdaderos problemas de todos los días. Argentina, y en especial Buenos Aires, viene siendo desde hace mucho tiempo una vanguardista en determinadas áreas culturales vinculadas con la filosofía. Para ejemplo ahí tenemos las producciones, conferencias e intervenciones de Darío Sztajnszrajber, quien tiene en mi opinión el enorme mérito de haber acercado el quehacer filosófico a la dimensión popular; ha estado en Montevideo muchas veces, y ha dado charlas en la Sala Zitarrosa. Eso de poner de moda a la filosofía ya lo había hecho Sócrates en Atenas, y de la manera más prosaica que se pueda imaginar. Otros lo intentaron antes y después sin tan notable éxito como el del pensador

Le comenté a mi hijo el otro día durante el almuerzo -siempre usamos los almuerzos en mi casa para hablar de cosas más o menos interesantes, importantes o delirantes, y no sé bien cuándo comenzó esa costumbre-, le comenté, decía, aquella frase de Hobbes: “La vida es solitaria, pobre, sucia, brutal y corta”. Me escuchó muy tranquilo y negó con la cabeza. No, respondió, la vida es mucho peor hoy que en el siglo XVI; claro que él veía el asunto, como buen biólogo que es, desde el equilibrio del medioambiente y la relativa pureza e incontaminación de ese tiempo.

Ahí nomás nos enzarzamos en una discusión en la que saqué a relucir la esperanza de vida actual y otras cuestiones por el estilo, y él me retrucó con cien argumentos, pero no se nos atragantaron las costillas de cerdo con verduras asadas. Por el contrario. Si no hicimos filosofía durante esa comida, anduvimos cerca. No me refiero al concepto rígidamente académico de hacer filosofía como actividad reservada a raros eruditos o a monjes grises, sino a ese terreno especulativo que forma parte de la propia vida, en donde uno se hace, por lo menos alguna vez en el correr de su existencia, dos o tres preguntas tremendas, más profundas que pozo sin fondo, para las cuales parece no haber respuesta.

Las grandes interrogantes son las que evitamos, es cierto, pero son también las que salen a nuestro encuentro cuando menos lo esperamos. Sócrates se divertía con eso, tanto en el Ágora como en los mercadillos, tabernas y templos. Le encantaba sacar de quicio a su interlocutor, y aplicar así su método dialéctico, que venía a ser una combinación de ironía y mayéutica (ayudar a sacar lo que está oculto o encerrado en el ser humano y que supone, al lograrlo, un enriquecimiento interior).

Pensando y escribiendo sobre la Noche de la Filosofía bonaerense, me acordé de ciertas ideas de otro argentino, el tucumano Juan Bautista Alberdi, cuya vigencia sigue siendo muy grande. Alberdi, que es además el autor de la Constitución argentina de 1853, se refugió en Montevideo en el año 1838, huyendo de la tiranía de Juan Manuel de Rosas. En el mes de diciembre de ese año sostiene una polémica con Salvador Ruano, profesor de la Casa de Estudios de Montevideo; Ruano consideraba que la tarea de la filosofía era servir como una investigación analítica de las ideas, mientras que Alberdi sostenía la necesidad de una auténtica filosofía latinoamericana, hundida en el barro de las contingencias históricas, que asumiera y procurara solucionar los más urgentes problemas que acuciaban a los americanos.

Sea como sea, y sin la obligación de adoptar uno u otro enfoque filosófico, o de caer en peligrosos estereotipos -riesgo que ciertamente existe- parece que la praxis o el ejercicio del pensar se ha puesto nuevamente de moda. Durante esta última edición de la Noche de la Filosofía, mientras los uruguayos nos preparábamos -o no- para la votación en las internas, más de cincuenta personas se daban cita para exponer en el CCK, fenómeno que concitó la atención de más de 33.000 espectadores, y eso a pesar del frío, la lluvia y la humedad consiguiente.

Algunas ideas que se manejaron allí fueron la mujer, el cuerpo femenino y la violencia cotidiana, tema tratado por Elsa Dorlin; el vínculo entre verdad y política y la pluralidad humana, expuesto por la francesa Myriam Revault; ciencia y pseudociencias; las creencias y la intolerancia y el problema de la memoria. También se habló de la realidad de un país mestizo, con una ponencia a cargo de Tomás Abraham, quien se refirió a Michel Foucault y a nuestro ya conocido Juan Bautista Alberdi. El pensador argentino de origen rumano consideró la formación aluvional de la Argentina actual como experimento poblacional o biopolítico que se extiende a todas las dimensiones de la cultura humana.

María Luisa Femenías se explayó sobre el canon filosófico y la manera en que excluyó a las mujeres, al punto de que no les estaba permitido -los cánones hacen justamente eso, prohíben, mandan, ordenan y estatuyen- escribir bajo nombre propio o firmar sus producciones. Otro tema importante de los allí tratados fue el de literatura y género, a cargo del escritor argentino Gonzalo Garcés, quien analizó el binarismo tradicional de los roles de género en la literatura, pero también sus transgresiones, presentes por ejemplo en la obra de Shakespeare.

Lo mejor del evento fue el Ágora del Diálogo, espacio así llamado en una clara alusión a los filósofos griegos. Allí se sentaban en ronda expositores y público para charlar e intercambiar reflexiones. Lo más lindo de la Noche de la Filosofía, en mi opinión, es que en ella no participaron solamente escritores y filósofos “patentados”, sino además matemáticos, psicoanalistas, biólogos y físicos. De todo como en botica o los míticos jardines colgantes de Babilonia, bajados a la realidad del siglo XXI y presentados como los vergeles del pensamiento en estado puro, o sea, ese del cual brotan más preguntas que respuestas y más dudas que certezas. Y eso es bueno y es saludable, porque contribuye a sacudir las viejas consignas, que se van cargando a medida que pasa el tiempo con absurdos y brutales prejuicios y estereotipos, como dije un poco más arriba.

Nada mejor que pensar para aventar prejuicios y para desterrar irracionalidades disfrazadas de sensatez y de verdad. Entre otras cosas, para eso sirve la filosofía. En un próximo artículo hablaré de la parábola del témpano, para ejemplificar cuán ligada está a todas las disciplinas y conocimientos humanos, incluso y cómo no, a la política. Por ahora me quedo con una conclusión amable. Parece que para toda esa gente, más de 33.000 personas, la filosofía sigue siendo un asunto por el que vale la pena desafiar al frío y a la lluvia.

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