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La Revolución de 1897

Por Leonardo Borges.

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A lo largo de la historia los blancos han sido especialmente adeptos a los levantamientos armados. No por cuestiones intrínsecas, sino -por el contrario- por la utilización que los colorados hicieron -en mayor o menor medida- de la Constitución de 1830. De todas estas rebeliones, quizás la más olvidada sea la de 1897. Tal vez sea buen momento para repasarla.

Las elecciones de 1896 pasaron sin pena ni gloria. Según Eduardo Acevedo, “los comicios más fraudulentos que había presenciado el país”; eso es mucho fraude. Los hechos precipitaron la revuelta. Al caudillo Aparicio Saravia se le sumaban la Junta de Guerra desde Buenos Aires y finalmente el mismísimo Directorio. Estaba todo preparado, las cartas estaban echadas.

El 5 de marzo de 1897, en el 27º aniversario de la Revolución de las Lanzas, estalla el levantamiento. La rebelión estaría dirigida por Aparicio Saravia, un caudillo; y el general Diego Lamas, militar de carrera. En una extraña comunión entre campo y ciudad,…el Partido Blanco se levantaba en armas. Eran varias columnas. La primera, capitaneada por Aparicio Saravia, invadió por Aceguá, con 380 hombres, 600 armas y, según las fuentes, pocas municiones. Según los cronistas, Saravia anduvo la frontera, buscando impresionar al presidente. “Mi intención fue que los espías que tenía Idiarte Borda sobre la frontera le noticiaran que habían invadido dos gruesas columnas, no siendo más que una”. Al mismo tiempo llegaba Diego Lamas, cruzando el río Uruguay, con tan sólo 22 hombres; los famosos “22 de Lamas”, donde estaba Luis Alberto de Herrera. El 7 de marzo hacía lo propio otra columna, comandada por José Núñez, desembarcando en Colonia. El 15, finalmente invadió la cuarta columna desde Entre Ríos, con 200 hombres, comandada por Luis Mongrell.

El ejército posee no solamente características sociales, sino dominantes, significativas, de las que podemos deducir cierta Historia Social de las Revoluciones (1897-1904), que José Pedro Barrán y Benjamín Nahum pusieron de manifiesto. La modernización -o por lo menos los saldos de la modernización- generó parte de la mano de obra para las revoluciones. “Carne gorda y aire libre” era suficiente arenga para las masas revolucionarias.

Por otro lado, se movilizaba el gobierno con un ejército profesional que hacía gala de las nuevas técnicas: el telégrafo, el ferrocarril, los fusiles y los cañones. Se movilizaron 6 divisiones, al mando de Muniz, Máximo Tajes, Arribio, José Villar, Benavente, y Melitón Muñoz. Se cree que llegan a 20.000 hombres, bien armados y cargados.

Uno de los hermanos de Aparicio, Basilicio, estaba en el frente gubernista. Tremenda ironía, que el hermano del máximo caudillo blanco fuera comandante de las Guardias Nacionales y jefe de la División de Treinta y Tres. Estos hermanos, con sólido amor fraterno pero indestructible conciencia política, se cartearon más de una vez en medio de la Revolución. Estas cartas quedaron en la historia del Uruguay como una muestra de convicciones políticas y nos dan la pauta de los porqués de la sublevación y lo poderosa de esta.

Una de las cartas que quedó en los anales de la Historia fue la que Aparicio envió desde Caraguatá a su hermano.

Caraguatá, 6 de mayo de 1897

Señor Comandante don Basilicio Saravia. Presente.

Mi querido hermano: he recibido tu larga nota, leyéndola dos veces con profundas angustias de corazón. Voy a responderla, procurando expresar en párrafos brevísimos las muchas y muy obvias observaciones que ella sugiere. Es mi conciencia la que hablará por mí: esa conciencia que se formó al calor de las santas oraciones con que nuestra madre nos dormía y se agrandó admirando las humildes pero augustas virtudes del que nos legó tu apellido y el mío. Responda a mi conciencia un eco de la tuya y nuestro debate habrá concluido a pesar del respeto que profesas por tu carrera y de la divisa color encarnado con que adornas tu lanza. Me dices en tu carta que la Revolución, a cuyo frente vengo, arruina al país. Eres injusto, hermano.

El país hace mucho que está en ruinas; (…)

Es por eso, hermano, que estoy en donde estoy, y aquí estaré al morir. En el bando de los administradores de buena fe; en el partido de las probidades presidenciales; junto a aquellos que suben y bajan pobres del poder, donde nuestro padre que no sabía manchar sus canas hubiera estado a la hora en la hora de las grandes y las supremas crisis de la conciencia pública. (…)

¿Tú crees servir a la patria en el puesto que ocupas? (…) Pues no la sirves, sirves tan sólo a un círculo; la patria es el poder que se hace respetar por el prestigio de sus honradeces y por la religión de las instituciones no mancilladas; la patria es el conjunto de todos los partidos en el amplio y pleno uso de sus derechos, la patria es la dignidad arriba y el regocijo abajo; la patria no es el grupo de mercaderes y de histriones políticos que han hecho de las prerrogativas del ciudadano, nubes que el viento lleva y que se sientan hoy donde se sentaban próceres y adalides en los tiempos heroicos de nuestra historia. (…)

Deseo manifestarte lo mucho que me duele y lo harto que me pesa verte luchar en pro de una camarilla sin ley ni patria, contra las más legítimas aspiraciones y contra los más generosos anhelos del alma de esta tierra de desventuras. Tú me dices que eres soldado de un gobierno constituido, olvidando que lo estuvo mal. Yo te preferiría soldado de la nación, del derecho, de la libertad, de la honradez administrativa; lo que no obsta para que bien te quiera quien no olvidará nunca los vínculos sagrados que a ti me unen.

Es tuyo siempre, Aparicio”.

Con la Revolución armada, se da el primer encuentro. Las fuerzas de Diego Lamas, junto con las de Núñez, se enfrentan a las tropas gubernistas de José Villar. El resultado, una victoria aplastante de los rebeldes. El 17 de marzo, en una batalla de cerca de 8 horas, los blancos vencieron en Tres Árboles. Vale la pena reproducir el parte del derrotado, “A.S.E. el Señor Presidente de la República. He sufrido un desastre completo. Busqué sorprender y fui sorprendido. He buscado la muerte en el peligro, que me ahorrara el pesar de comunicar a V.E. el desastre. En tanto mi abatimiento moral que encomiendo a mi jefe de E.M. el parte detallado. Saluda a V.E. Villar”. Más de 200 muertos aquel día. La sangre volvía a teñir los campos orientales.

La siguiente batalla, en Arbolito el 19 de marzo, fue victoria gubernista a las órdenes de Justino Muniz. En esa batalla se perdió algo más; Chiquito Saravia murió en batalla. Se cree que Chiquito echó la carga demasiado apresurado y con pocos hombres a la vieja usanza; pero este era otro Uruguay. Se cuenta que lo mataron de un hachazo que le dividió la cabeza, un tiro y un lanzazo.

Siguieron los combates. Los ejércitos se juntaron y se estableció una especie de guerra relámpago. Nunca combates frente a frente -contra un ejército técnicamente superior- sino una especie de anarquización de la campaña. La Batalla de Cerro Colorado, Cerros Blancos, Guaviyú, Cuñapirú, Hervidero, y finalmente la Batalla de Aceguá, el 8 de julio.

Las negociaciones de paz fueron justamente aquel mes intentos de pacificación; la situación no daba para más. El 30 de junio, una comisión viajó para acercar posiciones. El 16 de julio de 1897 se pactó en Aceguá una tregua de 20 días. Las bases eran aceptadas por el Partido Nacional, pero no por el gobierno. La escasa cintura del presidente precipitó la ruptura. Borda no estaba dispuesto a darles más jefaturas a los blancos.

Los combates siguieron, el país se cansaba de la guerra. El 21 de agosto fue en Tarariras; el 23 el combate de Sierras de Sosa. Muchos hombres clamaban por la paz, que por ese entonces aparecía como una utopía. Francisco Bauzá, cercano al presidente, manifestó por escrito sus deseos de paz. El 24 de agosto, un mitin que reunió 20.000 personas exigía la paz; lo organizaban dos grupos acostumbrados a exigir: la Asociación Rural del Uruguay y la Cámara de Comercio.

La situación estaba trancada, y la destrancó un hecho capital, tan sangriento, como liberador. El asesinato del presidente Juan Idiarte Borda puso fin a la Revolución, o por lo menos quitaba del medio a un hombre incapaz de negociar. Tras la muerte de Borda, el presidente del Senado, Juan Lindolfo Cuestas, toma el poder y lo primero que hace es pautar la paz. La paz significaba en aquel contexto una victoria para los blancos -que conseguirían las jefaturas políticas- pero no sería más que el preludio de su derrota final.

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