Días pasados, me referí al “descubrimiento de América”, que no es tal en los hechos y que tampoco debería ser tal en la conciencia de nadie. Alguien pretendió cuestionarme diciendo que, por ser yo descendiente de españoles, no tengo derecho a “hablar mal” de la conquista de América. Con absurdos de este calibre podría construirse la más enorme Torre de Babel del disparate, una que llegaría a Júpiter. Imaginemos a Bolívar, a Sucre y a sus miles y miles de hombres cruzando los Andes para combatir a los españoles. De repente, baja San Pedro y les dice: “Hey, muchachos, se les ha olvidado un pequeño detalle. Ustedes, casi todos ustedes son hijos de españoles, así que… van a tener que darse media vuelta y dejarse de majaderías”. Antes, San Pedro les habría dicho lo mismo (“miren que ustedes son hijos de ingleses”) a Benjamin Franklin y a los norteamericanos que se estaban preparando para fundar Estados Unidos, pero ellos lo habrían corrido a pedradas.
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Hablando en serio, en este asunto de la conquista, de las revoluciones y de las liberaciones, de las falsas lealtades y de las manipulaciones ideológicas, está metido el problema de la identidad, asunto no menor, puesto que si algo caracteriza a América Latina, es su diversidad étnica y cultural. El propio Bolívar dice en su discurso ante el Congreso de Angostura, en 1819, que somos un caso extraordinario y complicado, y agrega: “Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte indígena se ha aniquilado, el europeo se ha mezclado con el americano y con el africano, y este con el indio y el europeo”.
Los dos o tres comentarios agresivos que recibí por mi artículo sobre América no me preocupan porque estén dirigidos en mi contra; me inquietan más bien porque demuestran una reacción recurrente entre los americanos: la negación sistemática de ciertos rasgos culturales y étnicos que nos caracterizan. Los latinoamericanos tenemos un estilo propio a la hora de construir nuestra identidad, y ese estilo es la negación. ¿La negación de qué? De nuestra diversidad, de nuestro mestizaje, de nuestro alejamiento del estereotipo occidental. No llevamos el sello de fábrica de Europa, por la simple razón de que no somos europeos.
Nuestra identidad pasa, más bien, por una serie de entrecruzamientos de sangres y de mentalidades. Somos, como dice el antropólogo argentino-mexicano Néstor García Canclini, “la sedimentación, yuxtaposición y entrecruzamiento de tradiciones indígenas, del hispanismo colonial católico y de las acciones políticas, educativas y comunicacionales posteriores”. Nuestra identidad es móvil, compleja, casi desesperante en su heterogeneidad. No quiere quedarse quieta. No se somete a las ideas tranquilizadoras de lo homogéneo, lo compacto, lo igual a sí mismo. Nuestra identidad exige rupturas, discontinuidades y conflictos varios. Se resiste a toda lógica y se sigue transformando y complejizando. Si eso ocurre en Uruguay, país parejo y manso si los hay, ¿qué ocurrirá en territorios mucho más grandes y abarcativos como Argentina, Chile, Brasil o México, en los que, además, existen vastas culturas indígenas vivas?
En 1813, en su decreto de “Guerra a muerte” contra España, Simón Bolívar dijo: “Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables”. Parece evidente que esta frase durísima, así como los sucesos que le siguieron, obedecen no a un lazo de descendencia sanguínea a favor o en contra, sino a un violento conflicto de identidades.
Bolívar y los suyos se querían libres; más aún, se consideraban libres de antemano frente al dominio español.
Lo mismo ocurrió entre nosotros con José Artigas, que también habló de “los malos europeos y peores americanos”. Pero la historia siguió rodando y con ella fueron transformándose los patrones de la identidad latinoamericana, que no nació en puridad con esos sucesos bélicos, sino que se fue gestando desde mucho antes, y continúa en esa incesante gestación.
Creo saludable leer e informarse seriamente sobre estos asuntos antes de abrir la boca. Si la opinología suele ser funesta y triste en cualquier campo, lo es mucho más en cuestiones como esta, que hacen no solamente a nuestra historia pasada, sino a nuestro presente y nuestro futuro, en alma, carne y sangre. Como dice Fanz Fanon en Los condenados de la tierra (otra obra que recomiendo leer), el problema de la identidad no pasa tanto por las diversidades y las alteridades, sino por esa imagen deformada de nosotros mismos que hemos construido, como sujetos denigrados, subordinados, sometidos eternamente a alguna cosa que es mejor que “nuestra cosa”.
Todo lo europeo y todo lo norteamericano, en bloque, parece mejor que lo latinoamericano para muchísima gente, y es contra esa idea que debemos luchar. No me refiero a productos materiales de la ciencia y de la tecnología, sino a la visión persistente de que lo nuestro es más feo, más sucio, más torpe y más bruto. Y de paso, ya que estamos, es “menos” tener la piel oscura y poseer alguna gota de sangre indígena. En Venezuela se llama “catires” a los mestizos que se tiñen el pelo de rubio y que presumen de poseer algún rasgo europeo, así sea de lejos y de noche. Esa desesperación por mirar hacia afuera, esa adoración por lo extranjero, ese culto perpetuo al arquetipo occidental, es el problema. La identidad se va construyendo así, ladrillo a ladrillo de negaciones, y eso es simplemente devastador para cualquier individuo y para cualquier pueblo.
Fanon sostiene que la mejor arma de los colonizadores ha sido siempre inculcar la imagen de sí mismos a los colonizados. La contracara de este fenómeno es el autodesprecio, la aniquilación de la tan proclamada y cacareada autoestima. Por eso, José Enrique Rodó (otro gran olvidado al que deberíamos retornar) reclama en su Ariel (1900) la conformación de un pensamiento original y propio y condena toda imitación. En referencia a la admiración de los latinoamericanos por la cultura estadounidense, fenómeno al que llama “nordomanía”, dice: “Es así como la visión de una América deslatinizada por propia voluntad, sin la extorsión de la conquista, y regenerada luego a imagen y semejanza del arquetipo del norte, flota ya sobre los sueños de muchos sinceros interesados en nuestro porvenir”. José Martí es mucho más enérgico: “¡Esos nacidos en América que se avergüenzan, porque lleva delantal indio, de la madre que los parió y reniegan, ¡bribones! de la madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades!”.
No se trata aquí de enojos, ni de reclamos ni de oposiciones. Mi modesta pretensión es echar una mirada rápida (ya que rapidez quieren los tiempos) sobre la compleja trama de la identidad y sus orígenes profundos, que en América Latina continúan siendo, en buena medida, oscuros y perversos. De nosotros depende empezar a construir otra imagen que, como dice Zitarrosa, pueda crecer desde el pie. No para echarnos a llorar ni para revolcarnos en nuestra desgracia, como alguno puede creer, sino para empezar a levantar de una buena vez la cabeza. De lo contrario, seremos eternamente dependientes, siervos y segundones, no solamente en lo material, sino además en lo mental. Habría que tomar aire y repetir junto con Artigas: “Nada podemos esperar sino de nosotros mismos”.