Todos los seres de este mundo, cuando escriben, comparten la necesidad imperiosa de hacerse oír, transmitir una idea, revelar un dolor, una desgracia, una larga injusticia. La carta encerrada en la botella de un náufrago, las señales de humo, los apuntes hechos en hojillas de papel de fumar, en un jabón, en los muros de una cárcel; todo eso y mucho más puede ser el soporte de la literatura.
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Ahora, a tales recursos se suman las redes sociales, siempre y cuando el interesado en cuestión tenga acceso a un celular y a una señal. Esta literatura que podríamos llamar extrema, por lo menos en sus condiciones de producción, se diferencia ciertamente de la otra, la que se realiza desde la relativa comodidad de un escritorio, frente a una hoja de papel, una máquina de escribir o una computadora. Pero cuidado, en todos los casos hay un fenómeno en común: la literatura no solamente es una expresión artística, sino también una vía de denuncia, un escape hacia la libertad y un recurso de salvación.
Por estos días acaba de aparecer la novela Sin más amigos que las montañas. Escribiendo desde la prisión de Manus, del escritor y periodista kurdo Behrouz Boochani. Varias son las peculiaridades que rodean este libro. Fue escrito a través de mensajes de WhatsApp, hora a hora y día a día, para evitar que sus carceleros de la isla de Papúa incautaran sus textos. Boochani sabía, además, a dónde y a quién enviarlos. Se los mandó a Omid Tofighian, doctor en Filosofía de la Universidad de Leiden, en Holanda, quien los tradujo del farsi al inglés; posteriormente los reunió en un libro y lo presentó a un prestigioso concurso australiano de literatura. El jurado leyó la obra y, a pesar de que su autor no era residente permanente o ciudadano australiano, hizo una excepción y lo galardonó con el Premio Victoria en la categoría no ficción.
Todo esto se hizo posible gracias a la imaginación creadora del ser humano, que desborda casi cualquier obstáculo y que en ciertas ocasiones hace un uso maravilloso de los recursos que tiene a mano (virtuales en este caso). Por añadidura, Boochani derribó varios muros, y eso que está confinado en la isla de Papúa. Su libro se abrió paso por encima de la reclusión, el silencio, la arbitrariedad y el sometimiento. Boochani le mostró al mundo que, a pesar de las medidas de fuerza tomadas en contra de los migrantes, estos siguen siendo porfiadamente humanos, cosa que los dogmáticos y los carceleros de turno olvidan con demasiada facilidad.
Ejemplos como el de Boochani, con las obvias diferencias de tiempo, de lugar y de medios, podrían multiplicarse. Las tiranías, los gobiernos abusivos, los violadores de derechos humanos y los escritores jamás se han llevado bien. Para la autora rumana Herta Müller, galardonada con el Premio Nobel, la literatura rescató a muchos de la locura durante la sombría época del dictador Ceaucescu (1965-1989). Hablando de recursos, ella expresó que blindaba su mente contra los interrogatorios de la policía repitiendo versos. La escritora iraní Sahar Delijani, que nació en una cárcel de Teherán mientras sus padres estaban presos, narra en su primera novela, A la sombra del árbol violeta, esa infancia entre muros.
Pero las vicisitudes y los padecimientos plasmados en la literatura se remontan por lo menos a 2.500 años atrás. Ahí están, como supremo testimonio, La Ilíada y La Odisea, escritas por uno o por muchos aedos o cantores épicos de Grecia, pero atribuidas a Homero. Le siguen, entre otras, obras como el Romance del prisionero o El lazarillo de Tormes, de autor anónimo, o Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes. Esta última constituye una larga denuncia social escrita en un tono que oscila entre la sátira, la comedia y el drama, y de la que no está exenta la filosofía.
Entre nosotros, por estos lares rioplatenses, contamos con exponentes como José Hernández, quien en su Martín Fierro denuncia la desigualdad, el acoso y la brutalidad hacia los más vulnerables; está también Florencio Sánchez, que pinta de manera magistral las miserias, el sufrimiento, los abusos y las lacras morales de su tiempo, empezando por las famosas patriadas o guerras de divisas (Cartas de un flojo, 1900). En el viejo mundo están el británico George Orwell, con obras como 1984 o Rebelión en la granja, el turco Orhan Pamuk con libros como Nieve, el hindú Salman Rushdie con Los versos satánicos, Lucia Berlin con la mayor parte de sus cuentos, la austríaca Elfriede Jelinek, la estadounidense Toni Morrison, la sudafricana Nadine Gordimer y la bielorrusa Svetlana Alexievich, entre tantos otros ejemplos.
Ahora, a este concierto de voces y por qué no de gritos, viene a sumarse el periodista kurdo Behrouz Boochani. Tantas son las injusticias de este mundo, tan violento su reflejo sobre la vida humana, y tan poderosa la magia de la palabra, para mostrar, desnudar y conjurar, que ningún escritor ha escapado, de una manera o de la otra, a su poderoso llamado de auxilio. Rebelión contra la realidad, reacción al abandono, a la soledad, al dolor, a la discriminación, eso viene a ser el núcleo duro de toda literatura, por mucho que cambien sus estilos, estructuras, miradas, lenguaje y argumentos.
Se podría alegar que todo esto es muy cierto, pero de ahí a que la literatura sirva para solucionar o para mitigar los males sociales, media una distancia tan grande como la que separa a Homero de la actualidad. ¿Será verdad? ¿Es razonable pensar de esa manera? Yo creo que bajo esa piedra se esconde un engañoso cangrejo. En primer lugar, ningún arte de este mundo está hecho para la mera utilidad. Quiero decir que no podemos servirnos del arte para, digamos, destapar una botella, hacer palanca para cambiar la rueda del auto o disparar una bala de cañón o un misil. Esto, y un poco más, es lo que los griegos diferenciaban con los nombres de theoria, techné y praxis. Sin embargo, el arte es un poderoso medio de transformación desde el momento en que promueve la reflexión y nos induce a mirar más allá de lo inmediato.
Por algo, como dije antes, todos los abusadores, tiranos y matones de turno lo odian fervorosamente, y si se rodean eventualmente de arte, lo hacen por motivos espurios relacionados con el dinero, la fama, el prestigio y el ornato. Eso sí, mediante una previa, brutal y cuidadosa selección de aquello que la gente puede ver, oír, pensar, leer y sentir. Ahora, a las autoridades australianas se les ha escapado Behrouz Boochani. No en físico, tal vez, pero sí en alma, en libro, en premio y en reguero de ideas que no pueden ser confinadas, apagadas con agua, arena o gases, fusiladas, degolladas o asesinadas de ninguna manera conocida. Acaba de escapárseles Boochani, y en eso tan sencillo, tan contundente y tan irremediable, reside la importancia de la literatura.