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Las cosas de la vida

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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¿Cuánto vale una vida en la feria? Depende. Por una fotografía de familia con buen marco (no de plata) se pueden pedir 300 pesos. Por un costurero antiguo de mimbre o de madera se sube hasta 1.500. Por un juego de loza con algunas piezas faltantes se pueden pedir entre 600 y 2.500 pesos, dependiendo de su marca, calidad y otras variables.

Durante muchos años fui una asidua visitante de la feria de Tristán Narvaja, hasta que espacié mis visitas porque me di cuenta de que, por debajo del colorido, de la diversidad y de las multitudes, se arrastraba cierta honda tristeza que cada vez me era más difícil manejar. Me di cuenta de que en esos lugares, lo mismo que en los remates, se liquidan -se re-matan, como bien lo dice el término- las últimas boqueadas de una vida. Las colecciones, en particular, me causan una sensación bastante deprimente. Lechuzas, sombreros mexicanos, máscaras, estampillas, tazas o jarras de cerveza, figuritas y tapitas de bebidas. Cosas que, fallecido su dueño, pierden todo sentido y terminan disgregadas en pocas piezas sueltas, las de mayor valor. El resto va a las alcantarillas.

Una mañana, en París, me puse a buscar el famoso Mercado de las Pulgas. No sé qué habré hecho mal, pero después de tomar un tren descendí en algún suburbio en donde se desplegaba un horror muy similar al que podrían ofrecer los restos de un campo de concentración. Montañas de ropa, montañas de zapatos, montañas de frazadas viejas obstruían el paso. Literalmente no se podía avanzar. Había que serpentear entre la gente, los objetos tirados en el piso y esas montañas que despedían un olor acre, producto de miles de sudores humanos diferentes. Escapé de allí apenas pude.

Por fortuna, y también por pura casualidad, vine a emerger del metro en medio de una feria vecinal tumultuosa, donde se vendía foie gras casero de liebre y de pato. Allí había también muchas boqueadas de vidas -platos decorativos de loza, máquinas de escribir, lámparas con pantallas de tul celeste, vajilla de porcelana- pero en comparación con el alud sombrío de esa otra feria, de la cual nunca pude averiguar el nombre, se trataba de un paisaje amable y conciliador. Compré foie gras cortado a cuchillo, una cafetera italiana baratísima, encaje de crochet que alguna abuela francesa tejió hace cincuenta años, y hasta un relojito de pared decorado con hojas de metal.

En Montevideo, muy rara vez doy una vuelta por algunos remates. Veo llegar y partir los camiones de fletes, atiborrados de muebles y de objetos varios. ¿Qué traen al remate? El contenido casi completo de la casa de algún muerto; a veces, el contenido de una empresa que ha cerrado, un colegio, una embajada, una oficina. Como sea, se trata siempre de vidas y de proyectos truncados. Es obvio que debe ser así. Las familias no saben qué hacer con todo eso. Lo venden a precio vil, o lo regalan, o lo tiran a la calle. Es triste, pero también es natural.

Mi padre, en sus últimos años, solía rebelarse contra semejante destino. Me llamaba todas las semanas, a veces día por medio, y sosteníamos esas conversaciones que hoy, por perdidas, me suenan a milagro. En una de esas ocasiones me dijo que su sueño era mantener su casa tal cual estaba, con cada uno de sus libros y objetos en su sitio preciso, sin tocar nada. Y que los herederos visitaran su casa, la cuidaran, disfrutaran de ella, y así lo recordaran. Yo no supe qué responderle. Habría sido maravilloso ese plan de haber podido realizarse. Pero se trataba de un sueño, nada más. Él mismo, apenas tres años después de esa conversación, decidió vender su chacra de Melo y mudarse a Minas, donde podría estar mucho más cerca de su familia. La decisión fue sensata.

Una parienta lejana, en cambio -a quien llamaré Marisa- al enviudar retaceó a los hijos de su marido todos los bienes del difunto. No quiso entregarles nada, ni una lapicera, ni una bufanda, ni un abrecartas. Literalmente, nada. Esta señora obró como esos cuervos que se llevan objetos refulgentes a su nido, sólo para dejarlos allí, en medio del silencio del monte, incluso cuando ellos mismos han estirado la pata. Allá continúa mi parienta, sola como el número uno, en una casa enorme, muda y atiborrada, que cierra bajo siete llaves cuando sale.

En el otro extremo estaba uno de mis tíos políticos, maravillosa persona quien al sentir que su salud empeoraba empezó a desprenderse de todo o de casi todo. Un día me invitó a su casa, me señaló sus libros y me dijo que eligiera. Me llevé uno o dos, nada más, porque una rara opresión se había apoderado de mi alma. Yo misma hace tiempo que he decidido no acumular ni acaparar cosas materiales. Cuando ordené recientemente mi biblioteca, doné al Instituto de Profesores Artigas siete bolsas de libros, bastante voluminosas, y una de mis mayores alegrías fue contemplar a los estudiantes mientras los miraban y revisaban. Algunos venían, con los brazos cargados de volúmenes, a mostrarme lo que habían apartado. Yo me reía y elogiaba cada elección. Otros libros quedaron para la venta a beneficio del viaje de estudios.

Pero vuelvo a los remates y a las ferias. Si se observa con atención pueden verse los fragmentos de las vidas, dispersos sobre telas en el suelo. Los lotes ocupan rectángulos más o menos grandes, o más o menos chicos, según la cantidad de pertenencias del muerto. Los feriantes, a su vez, han comprado en los remates. Las vidas ya se han fraccionado, por tanto, en sucesivos rastros de espacio y de tiempo.

Nadie escapa a este fenómeno, pero es mucho peor en el caso de los ricos, o por lo menos de gente como mi parienta Marisa, que acaparan porque sí, por la mezquina intención de no ceder ni uno solo de los espejos de colores que suelen encandilar a los cuervos. Algún día, cuando la pobre rinda el alma, sus herederos mandarán casi todo a remate; algún revendedor comprará el lote entero, sólo para elegir dos o tres objetos de los que se venden con facilidad. El resto quedará tirado en las volquetas, bajo el sol o la lluvia, hasta que pase el camión de la basura y lo triture todo, libros que ya nadie abrirá, cuadros y fotos, quizá algún tesoro escondido o ignorado.

Pero cuidado: no todo es desolación, pena y pérdida. Queda siempre la posibilidad de un rescate a tiempo. Creo firmemente en dos principios relacionados a este tema. El primero es el desprendimiento en favor de los demás, acaso de quienes necesitan más que uno, o de quienes no han leído tal o cual libro. Dar una mesa a un club barrial, una enciclopedia a una biblioteca pública, un mantel de hilo o un juego de loza que ya no se usará, pero que podría hacer la ilusión de una joven pareja. El segundo es la aceptación, que no debe confundirse con la resignación. Como dice el gran Antonio Machado: “Y cuando llegue el día del último viaje/ y esté al partir la nave que nunca ha de tornar/ me encontraréis a bordo ligero de equipaje/ casi desnudo, como los hijos de la mar”.

Habría todavía por ahí un tercer principio, el que celebra la alegría. Qué lindo es, a pesar de los pesares, deambular por una feria de antigüedades como la de Tristán Narvaja, o por ese mercado de las pulgas que no supe hallar, comiendo un chorizo al pan, una torta frita o una baguette, riendo de gozo bajo el sol, sacándole partido a la existencia hasta su último destello, y llevarse finalmente a casa alguno de esos tesoros que nos hechizaron, para perpetuar su encanto al calor de nuestro hogar. Sol y nubes, risas y lágrimas. Qué se va a hacer, así es la vida.

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