La conversación pública en torno al uso de la inteligencia artificial aplicada a la ilustración parece haber alcanzado en los últimos días un punto crítico. En poco tiempo una asociación profesional, una biblioteca pública, una editorial y un medio informativo han promocionado o usado uno de estos programas, lo que ha generado una fuerte controversia. Todo parece indicar que la situación será cada vez peor, con consecuentes críticas de un sector que está intentando explicar el daño que puede hacer a su ya de por sí mermada dignidad profesional. Es, seguramente, el gran tema de un momento en el que, de hecho, la lucha laboral por parte de los profesionales del cómic y la ilustración está en un punto caliente, por lo que merece la pena pensar sobre todo ello, y sobre algunas implicaciones que puede tener la cuestión a medio y largo plazo.
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En primer lugar, es esencial entender cómo funciona una app de IA para centrar el debate. Este tipo de programas son entrenados accediendo a imágenes protegidas por derechos de autoría que resultan violentados, ya que ninguno de sus detentadores ha dado su consentimiento expreso. Una IA no crea nada de cero, sino que observa miles de imágenes preexistentes y las combina en otra, en función de las indicaciones que le ha dado el usuario, denominadas prompt. Las desarrolladoras de estas apps, por tanto, se están beneficiando del vacío legal habitual cuando se produce un avance tecnológico de este calibre. Como suele suceder, los emprendedores aprovechan esa situación para hacer el agosto antes de que se pueda regular el marco legal. De esto es de lo que, principalmente, se quejan los artistas: el actual uso de las IAs se sustenta en el uso no autorizado de su obra, que con la ley actual quizás no se puede considerar plagio, pero que, en realidad, se le parece mucho.
En ese sentido, las IAs de ilustración no son más que la expresión última y más descarnada del capitalismo extractivo. El sistema precariza a ilustradores y dibujantes de cómics, los fuerza a aceptar encargos alimenticios y dibujar al gusto de sus clientes, después impone un escenario de competencia darwinista en el que no queda otra opción que compartir su trabajo en redes sociales, en una desesperada carrera por ganar seguidores y visibilidad con los que lograr nuevos encargos precarios; y, finalmente, gracias a ese trabajo compartido en la red, la IA abre la posibilidad de prescindir de ellos una vez que se les ha chupado convenientemente la sangre.
Gurús de diverso pelaje y flipados de Twitter en general llevan varios meses intentando convencernos de la revolución que supone las IAs en el mundo del dibujo. Si Walter Benjamin supo ver la democratización en el consumo de imágenes que permitieron los medios técnicos de su época, ahora nos encontraríamos ante la democratización de su producción: cualquier persona tendría a su alcance crear arte espectacular, sin necesidad de cultivar asuntos tan molestos como la sensibilidad artística o la formación en la materia, y, por supuesto, sin tener que recurrir a uno de esos pretenciosos artistas que se empeñan en cobrar por su trabajo. Pero basta con ver las imágenes que estos vendedores de crecepelo comparten con el fin de demostrar las virtudes de las IAs para detectar el timo, ya que son, casi siempre, engendros bastante horteras. Resulta muy ingenuo pensar que simplemente introduciendo unos términos en una herramienta gratuita de internet puedan obtenerse resultados profesionales, y ahí reside el mayor engaño: en realidad, para conseguir resultados aceptables siguen siendo precisos conocimientos que no están al alcance de cualquiera. Por eso la mayor parte de imágenes automáticas no tienen ningún interés, más allá de la curiosidad que despertaron como nuevo juguete durante las primeras semanas en que fueron novedosas. Estas aplicaciones han creado una “estética IA”, caracterizada por la acumulación de capas toscamente superpuestas, los constantes glitches, las líneas superfluas que no van a ningún sitio y, por supuesto, el aspecto absolutamente genérico y falto de personalidad. Las IAs quieren crear imágenes convencionales –de hecho, no saben intentar otra cosa–, pero fracasan porque, al menos de momento, no dan más de sí a nivel de usuario. Porque son artificiales, pero, en realidad, no son inteligentes.
Es posible que haya artistas capaces de crear imágenes interesantes usando IA, algo nuevo que sería imposible concebir sin ellas –aunque yo aún no he visto nada parecido–. No sabemos cómo evolucionará en el futuro cercano. Desde luego, si lo consiguen nunca será tan fácil como darle a un botón. Pero, hoy, el uso que se está extendiendo es absolutamente vulgar, una forma barata de alimentar la maquinaria del mercado voraz propio de un turbocapitalismo del consumo, en el que ya da todo igual. Se trata de un método de hacer las cosas peor, con resultados cutres para cualquiera que tenga voluntad de verlo y de dedicarle más de cinco segundos a cada imagen –cosa que no sucede fácilmente–, pero con una gran ventaja: es gratis. No hay más. Está siendo una oportunidad para que editoriales de prácticas dudosas e instituciones agarradas apañen una portada o un cartel por cero euros, o para que amateurs sin capacidad se vengan arriba. Se habla también de las posibilidades que tienen las IAs para ilustradores profesionales, que podrían beneficiarse de la automatización de ciertos procesos tediosos y trabajar más rápido. Es posible que así sea, pero quienes decidan seguir este camino tendrían que valorar sus implicaciones: en primer lugar, se estarán aprovechando del trabajo de sus compañeros apropiado por la máquina; en segundo lugar, no estarán sino devaluando una profesión ya de por sí devaluada. Si ahora es habitual que se menosprecie el esfuerzo de realizar una ilustración –con el abaratamiento de las tarifas que implica–, si se extiende la idea de que “eso ahora lo haces en tres minutos con una IA, hombre”, los profesionales del sector acabarán teniendo que trabajar el doble para cobrar lo mismo. En el mejor de los casos. Y hablamos aquí solamente de cuestiones de tiempo y ganancia económica: dejo para otro momento las implicaciones artísticas que puede tener.
Por otra parte, contemplamos atónitos estos días los argumentos a favor de las IAs que se repiten: han venido para quedarse, no se puede parar, hay que adaptarse. Las voces críticas han sido tachadas de “tecnófobas” o “luditas”: alguno se ha venido arriba y no ha dudado en recordar a los señores que se dedicaban a vender hielo por las casas, que se quedaron sin trabajo cuando se inventó el frigorífico, porque así debía ser. Poca gente señala el interés crematístico que tienen los promotores del invento en que este se expanda. Todo sea por el progreso y la tecnoutopía cíborg en la que las máquinas nos liberarán del trabajo. Sin embargo, la experiencia nos dice que con esa liberación lo que viene es la precariedad y el desempleo, y que son siempre las mismas élites las que se benefician de la automatización de determinadas tareas. Por otro lado, la idea de que cualquier uso de una novedad tecnológica debe ser aceptado sin más causa vergüenza ajena: por supuesto, en los últimos años los dilemas éticos con respecto a los avances en varios campos científicos –por ejemplo, la genética– han estado muy presentes, y hasta el neocon más enloquecido acepta que es necesario un mínimo marco legal que regule estas cuestiones. Por tanto, las asociaciones de autores de cómic e ilustradores tienen aquí una batalla que librar para concienciar a la sociedad y, sobre todo, a las instituciones de la necesidad de poner límites al uso de IA que funcionen utilizando sin permiso el trabajo ajeno. Hasta que no se pongan, los debates sobre las cualidades artísticas de estas imágenes automáticas serán secundarios. Primero arreglemos esto: después hablemos de todo lo demás.
Pero el capitalismo, como la vida en Jurassic Park, se abre camino. Es bastante probable que la alegalidad en la que ahora operan las IAs se solvente con algún tipo de legislación ad hoc. No me resulta descabellado pensar que se imponga un simple canon que tendrán que pagar sus desarrolladoras, algo que no solucionaría nada, en realidad. O puede que aparezcan nuevos sistemas que funcionen con bases de datos propias. Aceptemos que las IAs seguirán con nosotros. ¿Cómo puede afectar al sector editorial? Pasadas las primeras muestras de indignación, es de suponer que la mera saturación de casos hará que nos acostumbremos a su presencia. Pero mientras las imágenes tradicionales y las generadas por las IAs no sean indistinguibles, esa diferencia implicará distintas maneras de percibirlas. Y creo que parte del público se acostumbrará a leer las imágenes automáticas como algo más barato y de inferior calidad, lo cual puede tener consecuencias a largo plazo en el modo en el que se estratifica la producción artística. Llevamos desde la posmodernidad defendiendo la disolución de la frontera entre alta y baja cultura, pero la generalización de las IAs puede volver a establecer una distancia –o quizás poner de manifiesto que esa distancia seguía existiendo, nos guste o no–. Las imágenes creadas con estos programas son estrictamente kitsch, amalgamas de elementos ya vistos, sin originalidad ni intención más allá de agradar el ojo de quien busca siempre lo mismo. Del mismo modo, cierto segmento de la producción cultural, que heredó las mecánicas del pulp, busca la producción masiva y en cadena, sin aspiraciones artísticas: es ahí donde el uso de IAs puede extenderse más rápidamente. Por ejemplo, mediante programas de generación de texto para evitar escribir novelas que ya son, de todas formas, una colección de tópicos y tropos escritos con plantilla. O para abusar sin reparos de la traducción automática. Para determinadas editoriales, esto no es más que otra oportunidad para ahorrar dinero y aumentar sus beneficios, y no tiene nada que ver con la experimentación artística.
Cabe también esperar una reacción de otros agentes culturales, que querrán distanciarse de este nuevo kitsch y reforzar su capital simbólico subrayando la ausencia de IAs en sus publicaciones. Seguramente, encontrarán a un tipo de público que, aunque minoritario –siempre lo ha sido–, sabrá valorar la importancia de los profesionales de la traducción, el diseño o la ilustración. Cuesta imaginarse una traducción automática para Michel Houellebecq o Margaret Atwood, igual que cuesta imaginarse a determinados sellos literarios de prestigio empleando una app de imágenes para sus cubiertas. Lo mismo sucederá en el periodismo: ciertos medios basarán su estrategia de venta en la calidad de sus columnistas y colaboradores, mientras que otros, por ejemplo, las webs propagandísticas de ultraderecha o los agregadores de noticias que solo buscan mover tráfico a toda costa con titulares clickbait se van a pasar a la IA con los mismos reparos morales con los que hacen todo lo demás: ninguno.
Los artistas que trabajan habitualmente por encargo, adaptándose a lo que quiere su cliente y renunciando a su voz más personal, todos esos trabajadores en general precarios que son, hasta cierto punto, invisibles para la crítica o incluso para el público, serán los que más sufran. Aquellos que buscan la individualización de su estilo corren el peligro de que empresas sin escrúpulos usen IAs para copiarlo, pero, al menos, será más escandaloso, y seguirán pudiendo ofrecer en el mercado un factor diferencial, aunque, sin duda, padecerán también la rebaja en las tarifas. En los cómics el proceso tal vez se demore, porque los resultados actuales que se obtienen cuando se intenta realizar uno son especialmente desastrosos –a estas apps todavía les cuesta incluso que un personaje se parezca de una viñeta a otra–, pero todo llegará: y, en determinados estratos de la producción, es bastante probable que se acaben usando con frecuencia.
Cuesta pensar, en nuestro tiempo, en formas de desacelerar ciertos procesos y evitar que el turbocapitalismo frene su marcha imparable. La tendencia parece ser la contraria, de hecho: acelerar, arrasar con todo, depositar nuestra confianza en empresas sin ética, vendemotos como Elon Musk o políticos grotescos y peligrosos como Trump. Todo por el progreso, sin reflexión, sin que quepa la resistencia. Si la tecnofobia es una posición rechazable, la tecnofilia sin límites no puede serlo menos: urge un debate acerca de qué queremos de las IAs, dónde puede enriquecer la experiencia humana y dónde puede empobrecerla. Y sobre la falsa neutralidad de unos algoritmos diseñados para orientar nuestro gusto y nuestro consumo, que nos dan lo que nos gusta o creemos que nos gusta y tienen por objetivo que la rueda del hámster no pare nunca.
En el caso concreto del sector cultural, lo que está en juego es, ni más ni menos, que la expresión artística humana. Una imagen producida de forma automática por una IA no tiene ningún interés para mí porque lo que busco en el arte es precisamente lo contrario al automatismo: quiero originalidad, conflicto, ruptura y crítica. Todo aquello que solo es posible a través de la capacidad de agencia del ser humano. Estoy totalmente convencido de los muchos avances que las IAs pueden conseguir en algunos campos científicos, pero tengo muchas reservas acerca de su impacto en el cultural. Si renunciamos a expresarnos artísticamente, si compramos la idea de que ya no hace falta ni siquiera que escribamos –es decir, que pensemos– porque un programa puede hacerlo por nosotros, estaremos haciendo un uso de la tecnología que será cualquier cosa menos emancipador.
Por Gerardo Vilches (vía Ctxt)