De un tiempo acá, se escucha con mucha frecuencia hablar de los “superalimentos” y sus bondades, como si se tratara de una especie de piedra filosofal de la nutrición, cuya mera ingesta mejor la salud, previene dolencias y enfermedades, y dispara los niveles de energía de quienes los incorporan a su dieta.
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El concepto, creado quizás por algún sagaz publicista y replicado con entusiasmo por los profetas de los estilos de vida “healthy”, aplica a alimentos enteros y naturales que contienen una alta concentración de vitaminas, minerales, antioxidantes, fitonutrientes y otros compuestos bioactivos.
Contrario a lo que muchos imaginan, no son frutas exóticas que crecen en grutas escondidas entre selvas. Pues no, puedes encontrarlos en cualquier feria o verdulería de barrio.
Algunos ejemplos, por si quieres incluirlos en tu próxima compra, son:
• Bayas (arándanos, frambuesas, moras, goji): ricas en antioxidantes y compuestos antiinflamatorios.
• Verduras de hoja verde (espinaca, col rizada, acelga): aportan vitaminas, minerales y antioxidantes.
• Frutas tropicales (papaya, mango, piña): vitamina C y enzimas digestivas.
• Semillas y frutos secos (chía, cáñamo, nueces): ácidos grasos omega-3 y proteínas.
• Cacao: contiene flavonoides antioxidantes y compuestos antiinflamatorios.
• Especias (cúrcuma, jengibre, canela): ricas en compuestos antiinflamatorios y antioxidantes.
Muchos de estos “superalimentos” son particularmente beneficiosos para el corazón y el cerebro, amén de que mejoran la digestión y el mejor desempeño del organismo como un todo: después de todo, si a esta “máquina” que es el cuerpo humano le ponemos un combustible de calidad, definitivamente funcionará mejor…
Buenos, pero sin exagerar
El problema viene cuando se exageran los beneficios de estos “superalimentos”, que el marketing de comida saludable promueve como algo cuasi-milagroso, generando así falsas expectativas: la clave para una buena alimentación es la variedad en los nutrientes, y el equilibrio en su consumo, junto a proteínas magras, grasas saludables y carbohidratos complejos.
Por otro lado, el consumo de “superfood” no compensa de súbito los efectos negativos de una dieta poco sana y un estilo de vida sedentario, sin ejercicios ni suficiente sueño, y con mucho estrés. Está bien añadirlos al menú cotidiano, pero aparejado a hábitos y costumbres más saludables.
Existe, a su vez, preocupación por el impacto ambiental generado por el “boom” de estos productos, algunos de los cuales en verdad son raros o crecen en lugares distantes, y su importación genera una huella de carbono notable. Además, la sobreexplotación de ciertos “superalimentos” pueden dañar el entorno y las economías de las regiones donde son cultivados.
A su vez, faltan estudios sobre los posibles efectos a largo plazo del consumo excesivo o exclusivo de estos alimentos, pese a sus conocidos beneficios para la salud. Tiempo al tiempo: cuando las papas o patatas llegaron a las Américas, no faltó quien las considerara veneno.
Viejos conocidos
En realidad, muchos de estos “superalimentos” son viejos conocidos de las cocinas, solo que ahora están de moda: las lentejas, por ejemplo, son incluidas en este grupo, así como especies de uso cotidiano, como el ajo y la cebolla, protagonistas en la gastronomía ibérica, sofreídas en el también portentoso aceite de oliva.
La lista incluye otros nombres menos conocidos, como açaí, aronia, baobab, camu-camu, chlorella, espirulina, hierba de trigo, kale, kuzu, lúcuma, maca, mangostán, matcha, mesquite o la formidable moringa. Todos tienen lo suyo, pero nunca debemos olvidar que se trata de alimentos, no de medicina, y mucho menos de la fuente de la juventud, o el elixir de la vida eterna.