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Mundo

Los testamentos, de Margaret Atwood

Llegó la primera distopía positiva, mientras los autoritarios crujen

Se editó Los testamentos, continuación de El cuento de la criada, que narra la caída de Gilead, la imaginaria dictadura teocrática impuesta en Estados Unidos. Es un hecho cultural y político de primer nivel. En un mundo asolado por autoritarios, y amenazado por una nueva Gran Recesión, este libro es la primera gran distopía positiva desde La naranja mecánica (1971).

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Caras y Caretas Diario

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Por Martín Narbondo

Numerosos países del mundo desarrollado (entre ellos las dos primeras superpotencias) y del mundo subdesarrollado padecen profundos procesos de turbulencias que no persiguen un objetivo de largo plazo.

El siglo XXI parece no tener utopías o proyectos colectivos de un mundo mejor como tuvo, por ejemplo, en el acierto o en el error, la década del 60 del siglo XX. Eso por no hablar del «espíritu de época» reinante al fin de la Segunda Guerra Mundial, que además de representar el triunfo de la civilización sobre la barbarie, inauguró en Occidente la «Era dorada del capitalismo», caracterizado por la búsqueda del Estado de bienestar, la economía mixta, el pleno empleo, el auge de los sindicatos; y en Oriente, por las utopías socialistas desarrolladas en la Unión Soviética y China Popular.

Hoy asistimos a un «caos mundial» sin esperanzas. Un rápido repaso.

Donald Trump (que ha logrado dividir Estados Unidos como nadie) enfrenta en el Congreso un proceso que lleva a su juicio político o impeachment, esta vez con pruebas contundentes (como una conversación con el presidente ucraniano en la que le condiciona un préstamo de US$ 400 millones a investigar a su principal contendiente, Joe Biden, e incluso a culpar a Ucrania de ayudar a Hillary Clinton en 2016) y calificados testigos que han testimoniado contra el primer mandatario; en la segunda superpotencia mundial, Xi Jinping (a 20 años de los sucesos de Tiananmen), enfrenta nuevamente acusaciones de violación masiva de derechos humanos en la minoría musulmana uigur (habría internado un millón de personas en «campos de reeducación») y protestas masivas en Hong Kong que irán extendiéndose por toda China a medida que la creciente clase media reclame más derechos democráticos. Francia sigue agitada por sus «chalecos amarillos», Reino Unido por su brexit, España por sus separatismos; y no es necesario extendernos en las situaciones que viven en América Chile, Colombia, Bolivia, Ecuador, Venezuela, y muchos otros países de una lista que abarca a todo el mundo.

Tienen problemas Trump, Bolsonaro, Piñera, Duque y ya se fue Macri. Acaso esté terminando el tiempo oscuro que nos toca vivir.

Acaso el resultado o indicador más alarmante de estas situaciones sea la desconfianza popular (que lamentablemente es muchas veces acertada) en la capacidad de las clases y partidos políticos y, por transitividad, en la democracia como sistema de gobierno.

Bien conocemos los tristes indicadores de confianza que ostenta nuestro país.

 

Los pronósticos de Henry Kissinger

El lector de Caras y Caretas ha podido seguir todos estos años los cada vez más alarmantes informes de los organismos multilaterales de crédito como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM), la poderosa Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), así como la CAF-Banco de Desarrollo de América Latina.

Todos remiten a las cada vez más dificultosas situaciones de la economía mundial, en tanto que medios como The New York Times, The Wall Street Journal, The Economist y el Financial Times, entre otros, vienen anunciando una inminente nueva gran recesión, igual o mayor a la de los años 2007-2010.

La más reciente advertencia sobre la gravedad de la economía mundial fue formulada el 21 de noviembre, en el Bloomberg New Economy Forum 2019, realizado en Beijing, China Popular, por el máximo geoestratega estadounidense vivo, Henry Kissinger.

Caras y Caretas ha señalado reiteradamente que, sin perjuicio de las conductas de Kissinger (96 años) como Asesor de Seguridad Nacional de Richard Nixon y Gerald Ford (1969-1973) y Secretario de Estado de EEUU (1973-1975), que lo llevaron a ser enjuiciado por el Tribunal Russell, entre otras organizaciones internacionales, acusado por la Guerra de Vietnam y el Plan Cóndor, estamos ante el pensador geopolítico más importante del siglo XX, obsesionado por la necesidad de la existencia de un orden mundial que haga factible la convivencia global, desde su tesis de graduación en Harvard, hasta el monumental libro On China (2012), acaso el trabajo más completo acerca de la potencia analizada y también sobre EEUU.

Como se sabe, él fue quien articuló el acercamiento de los EEUU de Richard Nixon con la China de Mao Zedong sobre el que, a partir de 1989, iba a establecerse la alianza política y económica sobre la cual reposó en forma creciente la estabilidad mundial entre esos años y 2016; y el mayor defensor de la misma ante el mundo. Es público que no votó a Donald Trump y, en un gesto inequívoco, estuvo presente, en silla de ruedas, en el funeral del senador y militar John McCain, acaso el mayor enemigo que el actual mandatario se ganó dentro de las filas republicanas.

Pues bien, Kissinger, que cultiva un perfil bajo (al punto de que no se publican sus constantes «visitas en consulta», no ya al Club Bilderberg, sino a los G20 y a mandatarios como Xi Jinping, Vladimir Putin y Angela Merkel, entre otros), lanzó un violento llamado sobre las consecuencias que estaría trayendo la «guerra comercial» declarada por Trump a China Popular si el conflicto no es rápidamente resuelto.

Según Infobae, con fuente en Reuters, el Dr. K. afirmó en Beijing, para todo el mundo político y económico, que «si se permite que el conflicto se desarrolle sin restricciones, el resultado [de la «guerra comercial»] podría ser aun peor de lo que fue en Europa la Primera Guerra Mundial [que] estalló debido a una crisis relativamente menor, y hoy las armas son más poderosas».

Ampliando el radio de su exposición de lo comercial a lo político, agregó: «Eso hace que, en mi opinión, sea especialmente importante que un período de tensión relativa [como el presente] sea seguido por un esfuerzo explícito para comprender cuáles son las causas políticas, y un compromiso de ambas partes para tratar de superarlas. Se está lejos de que sea demasiado tarde para eso, porque todavía estamos en los inicios de una guerra fría».

Y ampliando nuevamente su razonamiento, llevándolo a escala mundial, agregó que «todo el mundo sabe que las negociaciones comerciales, que espero tengan éxito, y cuyo éxito apoyo, solo pueden ser un pequeño comienzo para una discusión política que espero tenga lugar», la cual debería dar lugar a un nuevo orden mundial que hoy no existe, y que ha sido el objeto de sus obsesiones.

Con esta reflexión, Kissinger aludió también implícitamente a los conflictos internos de China Popular, amenazada por el deterioro de la situación en Hong Kong, la ralentización de su crecimiento económico e incluso por la gigantesca ambición que denotan sus grandes proyectos mundiales, especialmente ‘la Franja y la Ruta’, conocida como «la nueva Ruta de la Seda».

Kissinger lanzó desde Beijing este desesperado llamado en el curso de una semana en el cual cayeron todas las grandes bolsas y se vio otra vez alejarse «la posibilidad de que se firme este año la ‘fase uno’ de un acuerdo entre las potencias y lleva a los inversores a tomar refugio, con un aumento de la incertidumbre».

Detrás del aumento de la conflictividad entre ambas superpotencias, todos ven la mano de Donald Trump, una de cuyas mayores promesas preelectorales era precisamente declarar la «guerra comercial» a China Popular acusándola de sustraer empleos a Estados Unidos (olvidando que muchas de sus empresas están o estuvieron allí), obedeciendo las sugerencias de Vladimir Putin, que obviamente busca estar en el trípode del poder global.

El impeachment sigue su curso, pero el juicio político se resuelve en el Senado, que tiene mayoría republicana, y la economía (que disfruta de la herencia de Obama y su equipo de brillantes economistas del MIT, más lo que resta del impulso de la macrorreforma fiscal de Trump, y de las medidas keynesianas tomadas por la Reserva Federal que dirige Jerome Powell) sigue con muy buenas señales, lo cual hoy torna poco predecible la caída del presidente estadounidense, aunque «this time is different» y los republicanos saben que, aunque conquistaran cuatro años más en 2020, se quedarán sin partido y, por muchas razones, sin poder mirar los retratos de los traicionados Padres Fundadores.

 

Motivos para el optimismo

Entre tanto pesimismo, cabe destacar que las distintas formas artísticas experimentan un considerable florecimiento. Por solo citar un ejemplo, filmes como Vicepresidente (de Adam McKay), Ad Astra (de James Gray), Guasón (de Todd Phillips), Érase una vez en Hollywood (de Quentin Tarantino), El irlandés (de Martin Scorsese), Mula (de Clint Eastwood) y Los dos papas, de Fernando Meirelles, muestran la indominable vitalidad de la creación humana.

¿Qué tiene esto que ver con la pésima situación del mundo?

Mucho, porque los artistas siempre saben ver mucho más lejos y más profundo que los políticos, los periodistas y los economistas.

El ejemplo que siempre se brinda es Fritz Lang (1890), quien con sus filmes Metrópolis (1927) y M, el vampiro de Düsseldorf (1931) anticipó el nazismo y sus horrores antes que nadie siquiera los intuyera.

En 1971, La naranja mecánica (Stanley Kubrick), acaso continuada por Blade Runner (Ridley Scott, 1982), inauguraron una serie de distopías (visiones del futuro) negras, en las que no cabían los proyectos colectivos ni la esperanza, que no ha cesado hasta ahora, cuando las únicas fantasías positivas han sido las que remiten a superhéroes, es decir, a idealizaciones inexistentes del bien.

En 1985, la brillante escritora canadiense Margaret Atwood (1939) publicó con gran éxito una distopía llamada El cuento de la criada, en la que se narraba una historia absolutamente impensable: un grupo de militares fundamentalistas religiosos asesinaba al presidente de Estados Unidos y derrocaba al Congreso inaugurando una dictadura teocrática que denominaban República de Gilead (nombre de amplias resonancias bíblicas), a la que hundían en la ignorancia, la esclavitud, la extrema desigualdad, la guerra y, sobre todo, el sometimiento extremo de las mujeres, unido al exterminio de todo lo que fuera distinto al régimen, colgando los cadáveres en los que fueron los muros de la Universidad de Harvard.

La novela fue llevada a la pantalla varias veces, pero la más exitosa fue la versión televisiva de 2017, que tuvo dos secuelas y cosechó numerosísimos premios y resonancia mundial. No hubo distopía más negra en estos años.

Pues bien, Margaret Atwood (que es una proficua escritora, una gran activista política y no tiene un pelo de ingenuidad) acaba de publicar Los testamentos (Narrativa Salamandra, 2019, 501 páginas), una apasionante novela en la que se brindan los testimonios de tres mujeres que, con sus luchas y sus sacrificios (y no hay ningún spoiler) sentarán las bases de la caída del régimen dictatorial.

El libro, de fascinante lectura que se recomienda, ya acumula valiosos premios literarios y será llevado a la pantalla a la brevedad.

Estamos en presencia de la primera gran distopía positiva en casi 40 años y, a través de una gran artista, puede estar anunciando que la condición humana (la de Malraux y de Faulkner, la de los héroes que construyeron nuestra civilización) vuelve a prevalecer.

Nuestros mayores llamaron siempre a no pecar jamás contra la esperanza.

La publicación de este libro es una muy buena noticia en tiempos oscuros, que acaso se disipen antes de lo que pensamos.

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