Uruguay ha dado, en varias ocasiones, hijos e hijas extraños. No me refiero sólo al acto de parirlos, o sea de hacerlos nacer en nuestra tierra, sino también a ese vínculo fermental que puede establecerse entre el país y la gente, o entre el país y el mundo. Algo de esto pasó con Isidore Lucien Ducasse, el conde de Leautréamont, nacido en Montevideo un 4 de abril de 1846 y muerto en París apenas 24 años después. Algo más pasó también con la actriz española Margarita Xirgu, llegada a nuestro territorio en 1939, casi por puro azar del destino.
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El conde de Leautréamont tuvo pocas oportunidades de sentirse auténticamente uruguayo, puesto que, siendo hijo de un diplomático francés, se fue del país a los 13 años. Pero lo más profundo del país se quedó en él, se le metió en la sangre y le ganó los últimos recovecos del alma, o al menos eso consideré siempre, desde que me atreví, con no poco horror y miedo, a introducirme en su narrativa despiadada y fantástica. El escaso tiempo que vivió entre nosotros debe haber sido muy malo para él. Nacido en plena Guerra Grande (1839-1851), perdió a su madre antes de cumplir los dos años de edad, y el salvajismo desenfrenado de la época, signado por el crimen, la sangre y la venganza, tuvo que haberlo marcado demasiado con su horror y su furia, al punto de que -como opinan también muchos de sus críticos- hizo de él un ser atormentado, inclinado a un universo artístico poblado por demonios, fantasmas y monstruos devoradores.
Las páginas de Los cantos de Maldoror están ciertamente habitadas por pesadillas y dolores, violencia desatada, odio, amargura, venganza y maldiciones varias, todo ello adornado con un desborde de imaginación que convierte a Isidore en el primer surrealista, muchas décadas antes de que este movimiento apareciera en Europa. Lo que no imaginan sus lectores del Viejo Mundo, y tampoco los del Nuevo, demasiado impregnados de la actualidad de su propio tiempo, es que fue aquel Uruguay tronante y sanguinario el que formó a Ducasse en las primeras aproximaciones al horror y a la muerte.
De Margarita Xirgu no puede decirse lo mismo, y sin embargo ella también fue moldeada en buena medida por Uruguay. Hace poco la Xirgu volvió a la vida, gracias a la publicación de su epistolario por parte de la editorial española Renacimiento. Seiscientas páginas de documentos, fotografías y correspondencia de una mujer más que singular, que marcó camino dentro de un mundo signado por la cultura patriarcal y por el despiadado avance de los totalitarismos. Y por si fuera poco, construyó todo un estilo artístico, una manera de ver el mundo y de configurar su época.
¿Cómo llegó Margarita a Uruguay? De casualidad, o casi. Integró las filas de los refugiados o transterrados españoles que llegaron en tropel a América Latina en 1939, huyendo de los horrores del franquismo. Así recaló en nuestro país, al principio como para tomar resuello, y después, cuando aquellos horrores demostraron que habían llegado para quedarse, también ella se quedó, pero bien lejos de ellos. Así salvó la vida, y así nos vimos agraciados por el vendaval de su talento.
Obtuvo la ciudadanía uruguaya, vivió y trabajó en Montevideo, y en Montevideo murió, un 25 de abril de 1969. Mucho antes de eso empezó a actuar en Barcelona, a la temprana edad de 14 años. A los 22 formó su propia compañía teatral, y en 1914 triunfó en Madrid con deslumbrantes actuaciones basadas en las obras de no menos deslumbrantes autores: Valle-Inclán, George Bernard Shaw, Gabriele D’Annunzio, Alejandro Casona. Pero su broche de oro fue Federico García Lorca, de quien nadie había oído hablar todavía. Lo conoció en 1926 en un bar madrileño. Ningún director teatral habría apostado nada por él, pero ella sí lo hizo, aunque esto le costara no pocos fracasos, contrariamente a lo que pueda suponerse.
Los tiempos eran malos, mucho peores que los de Isidore Ducasse en Montevideo. Aunque la Xirgu ardía en el escenario como un fuego de otro mundo, en la realidad de todos los días era blanco de la misoginia, del desprecio público por su condición de lesbiana y del recelo ante sus ideas políticas. Cuando estalla el franquismo, se encontraba de gira en América Latina, y este hecho circunstancial la salvó. No ocurrió lo mismo con Federico, capturado en Granada y fusilado a lo perro en agosto.
Si el conde de Leautréamont no retornó jamás a Uruguay, ella en cambio no pudo abandonar nuestra tierra para regresar a la patria. Nunca los vientos le fueron favorables en ese sentido, pero en cambio supo ser generosa con el país oriental. Si tuvieron que pasar muchos años para que España se acordara oficialmente de ella, en Uruguay dejó una siembra que hasta hoy perdura.
Dijo de ella Estela Medina, en entrevista del año 2015: “El legado de Margarita Xirgu es la disciplina, el amor al trabajo y la dedicación constante”. Si en el caso de Ducasse, la maldición le llegó entre nosotros, para la actriz catalana fue exactamente al revés. Desde el año 1949 dirigió la Escuela Municipal de Arte Dramático y lo hizo durante ocho rigurosos años. Quienes se formaron con ella dejaron, a su vez, entrega, talento y testimonio. “La llegada de Margarita a la EMAD (que funcionaba desde 1947) marcaría un antes y un después en el teatro uruguayo por la excelencia, la innovación y la profesionalidad que fueron las características de todos los egresados de dicha formación”, recuerda Medina. “Trabajé con ella y bajo su dirección, como protagonista, en todas las obras que ella montó. Tanto en las del Siglo de Oro Español, que naturalmente prefiero, como obras de autores extranjeros”. Como maestra, era el rigor personificado. “¿Ustedes piensan que acá vienen a divertirse? Pues no, el teatro es sacrificio y rigor, hay que estudiar mucho; y siempre mucho más. Hay que buscar y estudiar, cada día más y más”.
Estos dos ejemplos, los de Ducasse y Xirgu, que bien podrían multiplicarse, demuestran de qué manera y por qué insospechados caminos pueden un país y unas circunstancias históricas destrozar un carácter, un futuro, una inocencia, aunque sea para regalarle al mundo la narrativa atroz de un Isidore Ducasse. Y cómo pueden también, otro país y otras circunstancias históricas, asesinar al arte y al pensamiento -caso de Federico- o enviarlo a fecundar otros escenarios y existencias -caso de Margarita-.
Hoy, cuando el grueso de la correspondencia de Margarita Xirgu es publicada por una editorial española, se me ocurre pensar en eso y en otras dos cuestiones. La primera es que todavía no pude acceder a la lectura de ese libro, por lo que poco puedo agregar en esta instancia. La segunda es una sospecha: creo que el volumen no hizo la debida justicia al paso de Margarita por lares uruguayos, a su residencia en esta tierra, a su entrega de 20 años a la formación teatral uruguaya, y a su propia muerte, acontecida también entre nosotros. La Generalitat de Cataluña recién reclamó sus restos mortales en 1988. Por lo menos los devolvió a su pueblo natal. Las otras paradojas del destino permanecen por ahí, de ojos abiertos en la oscuridad.