Hace unos días releí Las teorías salvajes, de Pola Oloixarac, cuyo apellido es el revés de Caraxiolo. En la lejana y cercana Argentina, de la que no nos llegan libros y en la que no cae ningún libro uruguayo, ni de casualidad y mucho menos por algún exceso de imaginación de Macri o de los editores argentinos, Pola (que casualmente anda defendiendo a Macri en las redes) se convirtió hace diez años en un fenómeno de éxito. Y lo hizo también en las mecas literarias del mundo, en los exquisitos cenáculos o altas cumbres a las que sólo acceden los premiados.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
La novela de Pola, entre otros logros, ha sido traducida a nueve idiomas. Mueran de envidia, sufridos escritores uruguayos, entre los que me incluyo. Claro que yo no puedo envidiar durante demasiado tiempo a Pola, dado que ella posee ese extraño elixir -el talento, supongo- que desarma uno a uno mis más bajos instintos apenas comienzo a leerla. Pola me deslumbró, como a casi todos los que se han asomado a su obra, y sigue deslumbrándome.
En los años 60 le dijeron a mi madre -escritora también- que escribía y pensaba como un hombre. El autor del comentario era, como parece obvio, un varón, intelectual para más datos, que no fue capaz, sin embargo, de mirar por debajo del canon, y su intención era hacerle a mi madre el más alto elogio que pudiera recibir una mujer. A Pola le dijeron lo mismo, pero en 2010, y a mí me encanta que Pola y mi madre se hayan enfurecido un poquito y hayan sumado su granito de arena para contribuir a quebrar el absurdo de los estereotipos.
Lo del éxito es harina de otro costal, como reza el dicho, y cuando el éxito no llega, cuando un buen escritor o una buena escritora se quedan rascándose la cabeza, pesarosos, al enterarse de que Ludovica Squirru y casi todas sus competidoras (que las tiene, por cierto) venden miles y miles de libro cada año, algo medio jodido está sucediendo en el mundo. Pero todos los días pasan cosas jodidas en el mundo, y una de las tareas de los escritores es dar cuenta de ellas, de diferentes modos. El motivo de que a algunos de ellos los roce el éxito y a la mayoría no, sigue siendo un enigma. Dejando aparte a Ludovica y a los hábiles vendedores de temas atrayentes, el éxito de los escritores “de verdad”, esos que te agarran y no te sueltan, te martirizan un poco, juegan contigo y demás, no va sólo en la calidad literaria, aunque esta no es un factor desdeñable. ¿En qué más va, entonces? Saberlo sería algo así como tener la clave para ganarse el 5 de Oro.
Hace unos días, un escritor uruguayo, premiado y reconocido, se quejaba en las redes de que le era muy difícil acceder a la difusión de su trabajo. Todos sentimos eso en ocasiones. Estoy terminando una novela, que empecé hace tiempo y que a estas alturas se transformó en un árbol de ramas monstruosas, de tentáculos infinitos y de fantasmas aviesos que me acechan y me asaltan cuando menos lo espero. Para colmo de males, mi gata saltó sobre el escritorio y tiró el termo encima del teclado de mi computadora. En medio de la catástrofe, logré encontrar un pendrive y rescaté las casi 400 páginas de la novela. Después la gata huyó con el pendrive, pero eso es otra historia. No tengo la más mínima idea de qué sucederá con mi novela, si es que sale a la luz en lugar de terminar en el éter o en el aura de los felinos asesinados. Pero la cuestión no es esa, sino el hecho de hacerla. El túnel. El procedimiento. Y, de paso, la investigación, ardua y casi dolorosa.
Todo lo demás pertenece al campo de un debate que me excede largamente como persona. En el debate figuran hipótesis como estas: que en Uruguay no se lee (a propósito, éste iba a ser un artículo sobre la necesidad de leer, que parece estar tan devaluada últimamente), que somos demasiado pocos, que no tenemos plata como para andar comprando libros, que nuestra pequeñez se debe a que no le hicimos caso a Artigas y no fuimos capaces de integrarnos en una poderosa liga federal de pueblos libres y un larguísimo etcétera. Pero al escritor de quien les hablo, el asunto le causó una gran angustia. Tuvo la gentileza, la valentía y la honradez de explicitarlo en las redes, claro. La soledad de la escritura también cuenta. No sólo la que se produce durante el proceso de creación del libro, sino la otra, la que acontece cuando el libro ya ganó la calle. ¿Y ahora? ¿Dónde está? ¿Por qué me rodea (y lo rodea al libro, acaso) este silencio atronador?
Hay una hipótesis final que me gustaría incluir a efectos de cerrar estas divagaciones. Pertenece al filósofo coreano Byung Chul Han y se refiere a lo que, supongo, podría denominarse la banalización de la cultura y de la comunicación: “Sin la presencia del otro, la comunicación degenera en un intercambio de información: las relaciones se reemplazan por las conexiones… hemos perdido todos los sentidos; estamos en una fase debilitada de la comunicación, como nunca”. El mero intercambio de información liviana, fácil y barata no es comunicación, pero cómo tienta, cómo distrae, cómo anestesia. En cambio, el libro duele, sacude, despereza y obliga a mantener en vilo la atención. Para evitarlo, nada más fácil que correr a sumergirnos en la pantalla líquida, total, está ahí nomás, al alcance de la mano, en el bolsillo del caballero o en la cartera de la dama. Quién sabe, quién les dice, de repente esa es una de las mayores causas de la angustia de los buenos y sufridos escritores.