Draghi, crónica de un asesinato anunciado. Ni una figura como la del expresidente del BCE ha conseguido dar estabilidad al país transalpino en medio de la tormenta perfecta marcada por la pandemia, la guerra, la crisis energética y la inflación.
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Hasta 2019 Villa Grande fue la residencia de Franco Zeffirelli. Entre flores de plástico, decenas de fotos con actores de Hollywood y un sinfín de baratijas muy kitsch, el director de películas como Romeo y Julieta y Hermano Sol, hermana Luna pasó los últimos años de su vida. Zeffirelli, que no era propiamente un ahorrador, tenía problemas de dinero y hace veinte años estuvieron a punto de desahuciarle. Intervino así su amigo Silvio Berlusconi, que compró Villa Grande –Zeffirelli fue senador con Forza Italia en los noventa– y dejó vivir gratuitamente al bueno de Franco hasta que la muerte se lo llevó. Luego, el Cavaliere se mudó a esta lujosa villa en el sur de Roma, en la Appia antigua. Tras su época dorada, Villa Grande volvió a ser estos últimos días uno de los escenarios principales de un guion –muy cutre, todo sea dicho– escrito hace tiempo: el del asesinato político de Mario Draghi.
Recapitulemos un momento. Draghi llegó al Gobierno en febrero de 2021, un momento crucial para el diseño y aprobación del plan de recuperación post-pandémico vinculado a los fondos europeos. El expresidente del BCE formó un ejecutivo técnico de unidad nacional, de acuerdo con el presidente de la República, Sergio Mattarella: puso hombres de su confianza en los ministerios clave y repartió las demás carteras entre todos los partidos, según su peso en el Parlamento. La única formación que se quedó en la oposición fue Hermanos de Italia, de Giorgia Meloni. Parecía el colofón final de una legislatura “loca”, como la definieron muchos periodistas por aquel entonces: Draghi llevaría de la mano el país hasta marzo de 2023, haciéndole recuperar credibilidad internacional y sorteando las emergencias sanitaria, económica y social fruto de la pandemia. Italia volvía a ser un partner fiable, en síntesis, tanto para Washington como para Bruselas, que le había otorgado más de 200.000 millones de euros en préstamos y ayudas en el marco del programa Next Generation EU.
De hecho, Roma había sido fuente de preocupación constante en los tres años anteriores. La legislatura italiana había empezado en la primavera de 2018 con un terremoto político que había producido el primer gobierno nacionalpopulista en Europa occidental. Entre insultos a migrantes, feministas y progresistas, Matteo Salvini viajaba a menudo a Moscú y se hacía selfies en la plaza Roja vistiendo una camiseta con la imagen de Putin. El Movimiento 5 Estrellas (M5E) sellaba acuerdos con Pekín e Italia era el primer país de la UE en entrar en la Nueva Ruta de la Seda china. Poco más de un año después, Salvini se dejó llevar por la hybris tras haber sacado el 34% de los votos en las elecciones europeas de 2019: desde el chiringuito del Papeete, en las playas adriáticas, pidió “plenos poderes” y rompió la coalición de gobierno con los grillini, pensando ir a unas elecciones anticipadas donde arrasaría.
Sin embargo, en uno de los imprevistos giros de la política italiana, el M5E llegó a un acuerdo con el Partido Democrático (PD) y se formó un nuevo ejecutivo, tímidamente progresista, presidido por el mismo Giuseppe Conte, un desconocido abogado de Volturara Appula, que Salvini y Luigi Di Maio habían puesto como presidente del Consejo el año anterior. Luego vino la pandemia que lo trastocó todo. Y sobre todo la gestión de los miles de millones de los fondos europeos. El expremier Matteo Renzi conspiró entre bambalinas, hizo caer el ejecutivo y ahí entra en escena Draghi, presentado como el salvador de un país irreformable que, allende los Alpes, nadie consigue entender.
Los nervios de Conte y Salvini
El primer año de Draghi en el palacio Chigi fue relativamente plácido. Los medios de comunicación no paraban de alabar a Super Mario, el país salía relativamente bien de la pandemia, la economía estaba creciendo más de la media de la UE, Italia parecía contar más a nivel internacional. Incluso, los azzurri ganaron la Eurocopa y los Manneskin, Eurovisión. Los partidos, descolocados y desdibujados, siguieron la corriente y tragaron. Conte tenía suficientes problemas con hacerse aceptar como líder del Movimiento y Salvini debía lidiar con el sector más pragmático de la Liga, representado por el número dos, Giancarlo Giorgetti, ministro de Desarrollo Económico con Draghi, y los presidentes liguistas de las regiones del norte.
Las primeras tensiones llegaron en enero, cuando se eligió al nuevo presidente de la República. Draghi, pasándose de frenada, no desdeñó el ofrecimiento que muchos le hicieron de sustituir a Mattarella. Pero si Draghi se iba al Quirinale, ¿quién se quedaría en el palacio Chigi? El espectáculo fue esperpéntico: nadie tenía un plan, Salvini hizo el ridículo, el M5E demostró una vez más su diletantismo, el Parlamento pareció un circo. Al final, se le pidió de rodillas a Mattarella que se quedase siete años más. ¿Todo resuelto? Aparentemente sí, pero aquella semana dejó heridas profundas.
De hecho, a partir de febrero la navegación del ejecutivo se hizo cada vez más complicada. Y no solo por la invasión rusa de Ucrania, con todas las consecuencias que comportó, entre crisis energética –Italia importaba el 40% del gas de Rusia– y el aumento desbocado de la inflación. Los partidos empezaron a hacer explícitas sus quejas, los primeros el M5E y la Liga salviniana, ambos en caída libre en los sondeos. Luego vinieron las elecciones municipales parciales de junio, donde los grillini desaparecieron de los radares y la Liga sufrió el sorpasso –también en la mayoría de las regiones del norte, su feudo histórico– de Hermanos de Italia. Se encendieron todas las alarmas.
Conte empezó a levantar la voz. Salvini hizo lo mismo. Antes fueron las armas a Ucrania, luego los balnearios, finalmente la liberalización del servicio de taxi. Cualquier cosa iba bien para levantar una polvareda y marcar perfil. Conte entregó un documento de nueve puntos a Draghi criticando la poca sensibilidad social del ejecutivo, remarcando algunas de sus banderas como la renta de ciudadanía o el salario mínimo. El expresidente del BCE lo tomó en cuenta y dijo que, a grandes rasgos, encajaba con el plan del ejecutivo. No bastó. Y, además, el M5E se plantó en la cuestión de la aprobación de una incineradora en Roma, ciudad inundada –literalmente– por la basura. Draghi tomó nota, pero siguió su camino y puso el voto de confianza al decreto ley, por valor de 26.000 millones de euros de ayudas de diferente tipo. Se votaba el 10 de julio en la Cámara de Diputados y en él se incluyó también la aprobación de la incineradora.
Tras tensos tiras y aflojas, los grillini votaron a favor de la confianza al gobierno, pero abandonaron el aula en el voto sobre el decreto ley. Draghi interpretó la decisión como el fin del “pacto de confianza” que los partidos habían asumido cuando se creó el ejecutivo y dio por concluida su etapa en el palacio Chigi. Ahí intervino Mattarella, que le pidió al expresidente del BCE “parlamentarizar” la crisis. Y así llegamos al voto en el Senado de este miércoles 20 de julio.
¿Todo por una incineradora?
Los resultados son de sobra conocidos. Draghi hizo un discurso claro y muy político: ¿queréis seguir en el gobierno? Tomaos la responsabilidad de decirlo claramente a los italianos, vino a decir en pocas palabras. El M5E no votó, mientras que la Liga y Forza Italia se ausentaron del aula. La moción de confianza fue aprobada, pero la mayoría que sostenía el gobierno había dejado de existir. Super Mario se fue al Quirinale y entregó su dimisión.
¿Draghi cayó, pues, por una incineradora en Roma? Obviamente no. Cayó por la incapacidad política de un partido, el M5E, que es un mejunje populista sin una ideología clara que pierde piezas cada mes. Desde el principio de la legislatura, de hecho, el partido que obtuvo el 32,7% en 2018 no solo sigue cayendo en picado en intención de voto –obtendría ahora alrededor del 10%–, sino que ve menguar su representación parlamentaria: en la Cámara, los grillini han pasado de 222 diputados a solo un centenar tras la última escisión liderada por su anterior líder político y actual ministro de Exteriores, Luigi Di Maio, que fundó un nuevo partido, Juntos por el Futuro. En casa del excómico Beppe Grillo, desde hace tiempo es un sálvese quien pueda.
El objetivo de Conte era sencillamente el de marcar perfil y, como mucho, apoyar externamente al ejecutivo en lo que queda de legislatura para intentar recuperar algo de consenso de cara a las elecciones que se habrían debido celebrar en primavera. Sin embargo, a fuerza de estirar tanto la cuerda, esta se rompió. El abogado de Volturara Appula demostró todas sus limitaciones políticas y el M5E, que ha estado en el gobierno ininterrumpidamente desde 2018 con tres ejecutivos muy distintos, ha puesto de manifiesto que no ha aprendido nada de cómo se hace política. ¿Qué se podía esperar de un partido que nació gritando Vaffanculo? De aquellos polvos, estos lodos.
Y es aquí cuando debemos volver a Villa Grande. Es en la Appia antigua donde se decidió darle el golpe de gracia a Draghi. Acompañado de su flamante nueva novia de 32 años, Berlusconi –que cumplirá 86 en dos meses– se reunió con Salvini. Los dos hablaron con Meloni y apostaron por ir juntos a nuevas elecciones, donde tienen todas las de ganar por goleada. El líder liguista obtuvo lo que quería hace tiempo, aprovechando el diletantismo de Conte. Berlusconi espera ser una vez más el king maker y Meloni recoge los frutos, sin ensuciarse las manos. El guion de la jornada del 20 de julio fue escrito en la villa que fue de Franco Zeffirelli. Los asesinos de Draghi son, en suma, Conte por incompetente y el dúo dinámico Salvini-Berlusconi, que son los que han apretado el gatillo.
Certezas e incógnitas
Italia se encamina, pues, a nuevas elecciones, que se celebrarán el 25 de septiembre. Mientras tanto, en Washington y Bruselas el estupor se mezcla con la rabia por ver cómo ni una figura como la de Draghi ha conseguido dar estabilidad al país transalpino, en medio de la tormenta perfecta marcada por la pandemia, la guerra, la crisis energética y la inflación. En el Kremlin, en cambio, han acabado las reservas de vodka tras la fiesta que se han pegado. ¿Y en Italia? Hay de todo, pero destaca el cansancio hacia una clase política que es percibida como irresponsable. En los últimos días, han sido muchos los llamamientos de la sociedad civil para que el gobierno siguiese adelante: le pidieron a Draghi quedarse explícitamente, con manifiestos y recogidas de firmas, el partido del PIB (la patronal), el partido del sentido común (los alcaldes) y el partido de la solidaridad (el tercer sector).
En definitiva, las certezas son pocas. Se votará con una ley electoral pésima –el Rosatellum– que prevé el 61% de los diputados elegidos con el sistema proporcional y el 37% con el sistema mayoritario en colegios uninominales. Además, por primera vez será un Parlamento “reducido” tras el recorte de diputados (de 630 a 400) y senadores (de 315 a 200) aprobado hace un par de años. Mucho dependerá de cómo se presenten los partidos. Si en la derecha –por favor, no lo llamen centro-derecha porque de centro no tiene nada– no hay dudas de que Salvini, Meloni y Berlusconi se presentan una vez más juntos, en el centro-izquierda todo está por ver. El frente largo progresista, defendido por el PD y que incluía al M5E, ha quedado posiblemente herido de muerte tras la decisión de Conte. El secretario democrático, Enrico Letta, lo ha expresado claramente: lo que ha pasado implica “un cambio total de paradigma”. ¿Y qué harán los Renzi, los Calenda, los Di Maio y todo ese heterogéneo popurrí más o menos liberal que incluye a los que han roto con Berlusconi, como los ministros Gelmini y Brunetta, dirigentes históricos de Forza Italia? ¿Irán juntos? ¿Y alguien los votará? La descomposición-recomposición de las fuerzas políticas no ha parado desde 2018 y la conclusión abrupta de la legislatura lo acelerará.
Las primeras proyecciones, a partir de las encuestas de las últimas semanas, otorgan una amplia mayoría absoluta en casi todos los posibles escenarios a la coalición de derecha. Sería, atención, un gobierno ultra con la muleta pseudo-liberal del berlusconismo. Lo único que quedaría por entender es quién se llevaría el gato al agua: Meloni se frota las manos con una intención de voto del 22-23%, mientras que Salvini espera presentarse junto a Forza Italia para quedar primero dentro de la coalición. La regla no escrita es que el partido más votado nombra al presidente del Consejo. Veremos. De todas formas, una cosa u otra no cambiaría el resultado: en Roma habría un gobierno que miraría al modelo húngaro de Viktor Orbán.
Las incógnitas, sin embargo, son muchas más. ¿Qué pasará con el plan de recuperación que debe ser implementado con un calendario estricto? Hay que aprobar una serie de reformas si se quiere recibir el próximo paquete de ayudas. ¿Qué pasará con la prima de riesgo del país con la deuda pública más elevada de la UE? Ayer superó los 240 puntos y la subida de tipos de interés del BCE no ayudará. ¿Qué pasará con la aprobación de los presupuestos? En el mejor de los casos, el gobierno se formaría a finales de octubre: no será fácil prepararlos y conseguir el visto bueno de Bruselas. ¿Y qué pasará con la colocación internacional de la tercera fuerza económica de la UE si se forma un gobierno Meloni-Salvini? ¿El compromiso euroatlántico, pilar del gobierno Draghi, se mantendrá? Rusia intentará influir en las elecciones italianas y después en la línea del nuevo gobierno. No olvidemos que los canales de comunicación son fluidos con Berlusconi, histórico amigo de Putin, y Salvini, cuyo partido, la Liga, firmó un acuerdo de cooperación con Rusia Unida. No estamos hablando de temas baladíes.
Obviamente, el futuro no está escrito, como decía Joe Strummer. La izquierda –o, al menos, lo que queda de ella– y el mundo progresista pueden movilizarse y evitar que los amigos de Orbán, Trump y Abascal lleguen al poder en Roma. No va a ser fácil, desde luego, pero hay que intentarlo. Y sobre todo hay que encender todas las velas a todas las vírgenes que conozcamos. Y rezar. En el país que alberga el Vaticano a veces funciona.
Por Steven Forti (vía Ctxt)