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Mundo Casa Blanca | Donald Trump | El Salvador

Relaciones internacionales

El "dictador más cool del mundo" visitó la Casa Blanca

El presidente salvadoreño Nayib Bukele es visto por Donald Trump como un autoritario de extrema derecha que tiene algo que él no tiene: un verdadero mandato popular. Por Mneesha Gellman (Jacobin).

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El lunes por la mañana, el presidente derechista de El Salvador, Nayib Bukele, visitó a Donald Trump en la Casa Blanca en una muestra simbólica del fortalecimiento del vínculo entre los dos países. Bukele es el primer presidente latinoamericano en recibir tal invitación desde la elección de Trump.

La visita se produce cuando los dos líderes han identificado cómo pueden ser útiles el uno para el otro. Trump necesita a Bukele para eludir las leyes estadounidenses y promulgar una piedra angular de su agenda, la deportación masiva. Bukele necesita a Trump para mantener la enorme e insostenible población carcelaria de El Salvador.

El 16 de marzo de 2025, El Salvador recibió un vuelo de deportación de Estados Unidos con 238 venezolanos y salvadoreños con diversos estados de documentación. Fueron encarcelados en la «megacárcel» de El Salvador, el Centro de Encierro de Terroristas (CECOT), lo que los coloca en un limbo legal. Las condiciones de los presos son bien conocidas y probablemente violen los derechos humanos en virtud del derecho internacional. Estados Unidos paga a El Salvador una cuota de 6 millones de dólares al año para albergar a unas trescientas personas deportadas.

Entre los encarcelados se encuentra un padre de Maryland, Kilmar Abrego García, un salvadoreño sin antecedentes penales que ganó una suspensión de expulsión en un tribunal de inmigración de Estados Unidos hace años. Sin embargo, fue detenido ilegalmente y deportado al CECOT, aparentemente por error. El Tribunal Supremo emitió un dictamen el 10 de abril en el que se indicaba que Estados Unidos debía facilitar, pero no efectuar, el regreso de Abrego García; ordenar su regreso infringiría la soberanía salvadoreña, ya que ahora se encuentra bajo la jurisdicción del Estado centroamericano.

Trump podría admitir el error del gobierno al acusar a Abrego García de ser miembro de la banda MS-13 y exigir su regreso. En cambio, él y su asesor Stephen Miller han insistido en que Abrego García fue «enviado al lugar correcto» como miembro de la MS-13, utilizando una táctica de miedo para enmarcar la deportación de Abrego García como un problema de seguridad. Trump ha respaldado la deportación de inmigrantes independientemente de sus antecedentes penales como parte de su plan de deportación masiva. Y no se ha detenido ahí. En su reunión con Bukele del lunes, declaró que «también tenemos gente de aquí que empuja a la gente en el metro (…) Me gustaría incluirlos en el grupo de personas que deben salir del país».

La deshumanización de Abrego García y otras personas en su situación tiene como objetivo atraer a la base nativista de Trump, mientras que la amenaza de deportar potencialmente a ciudadanos estadounidenses fomenta el silencio y la aquiescencia ante las políticas de extrema derecha de su gobierno.

Retroalimentación política

La alineación de Trump y Bukele no es nueva, pero es emblemática del retroceso democrático que se observa en sus respectivos segundos mandatos. Ambos buscan rehacer sus respectivos gobiernos para servir a su poder personal, y Bukele llega incluso a referirse a sí mismo como el «dictador más cool del mundo».

La derecha estadounidense y salvadoreña se han alimentado de los éxitos de la otra a lo largo de la historia, desde la guerra civil salvadoreña en la década de 1980 (durante la cual Estados Unidos proporcionó un amplio apoyo militar y financiero al gobierno autoritario) hasta el entrelazamiento económico a través de la dolarización de El Salvador en el año 2000. Desde la década de 1990, las cuantiosas remesas de los migrantes y refugiados salvadoreños en Estados Unidos han sido una parte importante de la economía de este país; el dinero enviado a El Salvador por familiares en Estados Unidos representa casi una cuarta parte del PIB salvadoreño. Esta profunda interconexión ha sido visible bajo administraciones anteriores en ambos países, pero el momento actual muestra un autoritarismo simétrico, ya que tanto Trump como Bukele comparten una serie de afinidades políticas.

Antes de que Trump asumiera el cargo para despedir a más de cincuenta mil empleados federales estadounidenses e intentar aplastar sus sindicatos, Bukele despidió a más de veintidós mil trabajadores del gobierno salvadoreño y encarceló al menos a dieciséis líderes sindicales, entre los muchos miles de salvadoreños no acusados de delitos pero que, no obstante, se vieron arrastrados por el estado de excepción de Bukele. La austeridad, junto con los despidos masivos, ha caracterizado a ambos gobiernos de derecha. También su descarado autoritarismo.

Bukele organizó una toma militarizada de la Asamblea Legislativa para aprobar su legislación preferida, expulsó a los jueces y los reemplazó con leales, y declaró un estado de excepción que concentra el poder en el ejecutivo, ahora vigente desde hace más de tres años. Los comentarios de Trump sobre postularse para un tercer mandato reflejan el desafío que Bukele hizo a la constitución salvadoreña al postularse para un segundo. Aunque todavía no se ha etiquetado como tal, el actual ataque de Trump a la educación superior y a los estudiantes internacionales, entre otros ejemplos, demuestra que está creando un estado de excepción de facto, en el que se han suspendido las reglas del juego democrático.

Trump y Bukele son también magnates inmobiliarios que han utilizado su posición como presidentes para enriquecerse personalmente. Desde las criptomonedas de Trump hasta el nombramiento de Elon Musk para dirigir el inventado Departamento de Eficiencia Gubernamental —pese a los flagrantes conflictos de intereses con sus propios negocios—, los primeros meses de la segunda presidencia de Trump se caracterizaron por ricos beneficiándose del público de manera masiva.

Bukele no es ajeno a esta forma de acumulación. Durante su mandato como presidente adquirió numerosas propiedades, incluida, más recientemente, una extensión frente a la playa que linda con una reserva nacional. Esta y otras corruptelas gubernamentales han sido denunciadas por periodistas salvadoreños de El Faro, la principal fuente de noticias independiente de El Salvador, tan acosada y vigilada por el gobierno de Bukele que debió trasladarse a Costa Rica. Mientras tanto, el secretario de prensa de Trump prohibió a los periodistas de AP la entrada a la Casa Blanca por no hacer caso a su cambio de nombre del Golfo de México y se negó a responder a los correos electrónicos de los periodistas que ponen pronombres en sus firmas.

Un autoritario sin mandato

Sin embargo, mientras que para promulgar sus políticas draconianas Bukele recibió el apoyo popular de votantes agotados por décadas de violencia depredadora tanto de actores estatales como de bandas armadas, Trump nunca ha sido elegido con un mandato popular. Hasta ahora, los salvadoreños demostraron estar dispuestos a tolerar las violaciones de los derechos humanos y el encarcelamiento masivo a cambio de una disminución significativa de la violencia callejera, reeligiendo a Bukele con una mayoría cualificada del 85% el año pasado (pasando por arriba, por supuesto, la prohibición de la Constitución salvadoreña de segundos mandatos). Incluso cuando su popularidad muestra signos de bajar de tono, la consolidación del poder de Bukele deja pocas posibilidades de un desafío democrático al gobierno de su partido.

Trump, por el contrario, ganó menos de la mitad de los votos en 2024, y su índice de aprobación cayó en picada poco después de asumir el cargo. Aparte de que esencialmente ha llegado a un punto muerto después de ganar las elecciones en noviembre, Trump ha tenido una opinión pública netamente desfavorable durante toda su carrera política. La razón por la que el público trumpista está tan obsesionado con Bukele es porque ha logrado obtener el apoyo de una mayoría absoluta para promulgar una agenda de extrema derecha, algo que hasta ahora ha eludido a los republicanos del MAGA que, sin embargo, han sabido sacar ventaja de la desarticulación del Partido Demócrata.

Esta era de erosión democrática en ambos países es profundamente preocupante, ya que sin un compromiso con premisas básicas como elecciones libres y justas y derechos constitucionales fundamentales, los países ceden terreno al autoritarismo. Los ataques de Trump a las universidades y a la libertad de expresión (incluso mediante la revocación de visados de estudiantes internacionales) y las constantes amenazas y retrocesos de los aranceles apuntan a una personalización del poder que socava la gobernanza democrática.

Tanto en El Salvador como en Estados Unidos están amenazados los derechos humanos más básicos. La obediencia anticipada, la complacencia y otras formas de silencio aceleran el colapso del orden democrático que mejor garantiza los derechos que están en juego. Las normas e instituciones democráticas son más fáciles de romper que de construir o reconstruir. Estados Unidos no ha experimentado una crisis de seguridad comparable que justifique un estado de excepción como el de El Salvador. Trump está intentando replicarlo de todos modos. Quien ignore esto, lo hace bajo su propia responsabilidad.

Mneesha Gellman es Profesora asociada de Ciencias Políticas en Emerson College (Boston, Massachusetts) y directora de la Emerson Prison Initiative.

Fuente: Jacobin

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