Esa frase —negada luego por Spagnuolo— condensa el corazón ideológico del mileísmo: el desmantelamiento del Estado como garante de derechos. En su lugar, una meritocracia ciega donde el que no puede, que se joda. La política como guerra cultural, y el otro como enemigo a destruir.
La respuesta no se hizo esperar. Amnistía Internacional, dirigentes del oficialismo y la oposición, comunicadores y usuarios comunes rechazaron el ataque. Incluso María Eugenia Vidal, figura del PRO, partido cercano al gobierno, defendió a Ian con claridad: “Tiene 12 años. No grita, no insulta, no señala. Solo habla con respeto. Hay adultos que podrían aprender mucho de él”.
Pero el daño está hecho. No solo contra Ian y su familia, sino contra una comunidad entera que hoy ve cómo se reducen sus derechos en nombre de un ajuste salvaje. La Agencia que debería protegerlos, en manos de un operador judicial sin formación en discapacidad, ha promovido decretos que retoman términos como “idiota” o “débil mental” para clasificar personas. A esta altura, la pregunta no es si Milei tiene empatía, sino si su gobierno tiene límites.
El Congreso debatirá esta semana una ley de emergencia en discapacidad. Las familias exigen que se garanticen las pensiones, los medicamentos, los traslados. No piden privilegios, sino derechos básicos. Mientras tanto, el presidente, que debería representar a toda la sociedad, actúa como un tuitero rabioso, dispuesto a vilipendiar a un niño para alimentar su narrativa de enemigos imaginarios.
Y es que para Javier Milei, hay buenos y malos, héroes y traidores, casta y antisistema. En ese mundo binario, la ternura, la diversidad y la fragilidad no tienen lugar. Y sin embargo, Ian, con apenas 12 años, demuestra que hay otras formas de hacer política: desde la empatía, la palabra y la verdad.
En tiempos de gritos, escuchar a un niño puede ser el acto más revolucionario.