Pero el diálogo no quedó en gestos retóricos. Los mensajes también muestran un frente común contra el juez Alexandre de Moraes, convertido desde hace años en la némesis de Bolsonaro. Links, artículos y críticas al magistrado circularon entre el exmandatario y De Luca, con la promesa de contacto directo “cuando quisiera”. Incluso hubo una llamada de más de ocho minutos el pasado 15 de julio, evidencia suficiente para que la Policía Federal señalara un intento coordinado de presión sobre el poder judicial brasileño.
Informe de la Policía Federal
En su informe, la PF no escatima en contundencia: “Bolsonaro actuó, durante un período relevante, de forma subordinada a las reivindicaciones de un grupo extranjero, con el fin de implementar acciones de coerción contra miembros del Supremo Tribunal Federal”, sostiene el documento.
La jornada no terminó ahí. Ese mismo día, la Policía Federal formalizó una nueva acusación contra Jair Bolsonaro y su hijo, el diputado Eduardo Bolsonaro (PL-SP), por presunta coacción en el proceso que investiga el intento de golpe y la abolición del Estado de derecho. La hipótesis es clara: padre e hijo buscaron respaldo en Washington para promover represalias contra las autoridades brasileñas y entorpecer los juicios que hoy pesan sobre el expresidente.
Con esta nueva embestida judicial, Bolsonaro queda cada vez más cercado. Ya no solo enfrenta la etiqueta de líder de una organización criminal que intentó romper la democracia brasileña en 2022; ahora carga con la sospecha de haber actuado como un engranaje subordinado en una trama internacional.
El telón de fondo es tan inquietante como revelador: un expresidente brasileño que, lejos de defender la soberanía nacional, buscaba aliados en el extranjero para socavar a sus propios jueces. La historia, que mezcla conspiración, poder y dependencia, sigue escribiéndose en el Supremo Tribunal Federal.