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Mundo Caravana de la Muerte | Pinochet | Chile

Carlos en la memoria

Pinochet y la Caravana de la Muerte

En Chile, como en el resto del mundo, la forma en que una nación entiende su pasado más traumático está determinando constantemente su identidad más profunda

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Caras y Caretas Diario

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Por Ariel Dorfman

Cada amanecer, durante mi caminata cotidiana hacia los faldeos de los Andes, paso por el Aeródromo Tobalaba, un recinto que atiende a una amplia variedad de aviones privados. Para la mayoría de los vecinos de La Reina, el barrio de Santiago donde mi esposa y yo tenemos una casa, este es un espacio abierto, atractivo y benigno, en una ciudad congestionada, una garantía de que ningún rascacielos ha de borrar el horizonte. Para mí, en un año que marca el 50º aniversario del golpe contra el gobierno democráticamente elegido de Salvador Allende, ese aeropuerto despierta sentimientos menos afables.

Fue desde allí, pocas semanas después de la asonada militar del 11 de setiembre de 1973, que despegó un enorme helicóptero Puma, atiborrado de oficiales del ejército chileno en una misión que les encomendó el general Augusto Pinochet: asegurarse de que los partidarios de Allende que ya habían sido condenados a penas leves por tribunales militares locales en el sur y el norte del país fueran ejecutados sumariamente. Entre los 97 presos políticos ultimados por lo que se llegó a llamar la Caravana de la Muerte, se encontraba un amigo mío, un joven comunista llamado Carlos Berger.

Carlos y yo habíamos sido colegas en la editorial del Estado, Quimantú, encargada de publicar revistas populares y millones de libros a precios muy bajos. Lo recuerdo guapo y serio y a veces travieso, pero sobre todo recuerdo su intenso compromiso con la revolución pacífica que Allende había inaugurado al ganar la presidencia en 1970. La última vez que nos vimos, Carlos me comunicó, con una emoción desbordante, que su esposa, Carmen Hertz, había dado a luz a un hijo, Germán, que crecería, agregó, en un país sin explotación, sin injusticia. El propio Carlos dejaba Santiago para dirigir una estación de radio en Calama, conocida como la capital minera de Chile. No podía saber que este traslado al norte del país, significaría, a los 30 años de edad, su sentencia de muerte.

Carlos Berger con su hijo Germán

Pese a no haber ofrecido resistencia violenta al golpe, se le condenó a 70 días de reclusión, una sentencia que había sido conmutada por una multa. Estaba, entonces, a punto de ser liberado cuando llegó la Caravana de la Muerte en aquel helicóptero Puma, con un resultado letal: el 19 de octubre, a Carlos y a otros 25 presos políticos se los subió, encapuchados, a un camión que se perdió en los páramos del desierto de Atacama, donde les evisceraron las tripas con corvos antes de que los fusilaran a quemarropa. Los cadáveres mutilados fueron enterrados bajo las arenas anónimas de ese paraje, el más árido del mundo.

Años más tarde, esta tragedia cobraría nuevas víctimas. Los padres de Carlos, Julio y Dora, terminaron suicidándose. En cuanto a los restos de Carlos, su viuda Carmen tuvo que esperar hasta 2014 para que se celebrara un simulacro de funeral, cuando científicos forenses identificaron algunos pequeños fragmentos humanos encontrados en una duna como pertenecientes al esposo desaparecido.

El año pasado, Carmen, una conocida activista de derechos humanos y ahora miembro del Congreso, copatrocinó una ley que financia la construcción frente a la entrada del aeródromo de un memorial que recuerda a los derechos humanos vulnerados en ese lugar. Porque no sólo fue el sitio desde donde partió la Caravana de la Muerte. Otros helicópteros Puma fueron usados posteriormente para deshacerse de presos políticos que habían muerto en la tortura, echándolos al mar. Los militares les ataron vías de ferrocarril a los muertos, para que se hundieran en el océano Pacífico y no pudieran sus cuerpos destrozados acusar a los asesinos. Una manera cruel y eficaz de que permanecieran eternamente “desaparecidos”. Y por eso el monumento, austero e imponente, va a exhibir frente al aeródromo una hilera de ramales alzados, clamando hacia el cielo contra los vuelos de muerte. Se espera que la ley, ya aprobada en la cámara baja (88 a favor, 49 en contra, 15 abstenciones; notemos estos números), sea ratificada pronto por el Senado.

Una manera más de recordar lo que sucedió y nunca más debe suceder.

No todos, sin embargo, están contentos con el memorial. Un grupo de habitantes de La Reina ha iniciado una campaña para impedir que se levante el monumento. Están llenos de miedo, dicen, de que el sitio se transforme en punto de conflictos y disturbios. Las redes sociales advierten que fomentará la violencia, que turbas vendrán a pintar grafitis en las paredes, a construir barricadas, a saquear tiendas. Aunque no hay un solo caso de que semejante violencia se haya producido frente a los múltiples memoriales de derechos humanos diseminados a lo largo del país, eso no ha disuadido a quienes sugieren que sería mejor trasladar el monumento a otra parte de la ciudad. ¿Ojos que no ven, corazón que no siente?

Ni siquiera valdría la pena mencionar tales protestas en un solitario barrio chileno si no fuera representativo de algo más grave. Este intento de soliviantar a los ciudadanos contra un memorial para las víctimas de los derechos humanos es una escaramuza más en una batalla nacional más grande y prolongada por la memoria que se ha ido intensificando a medida que se acerca el 50º aniversario del golpe. La pregunta que los chilenos tendrán, inevitablemente, que responder a lo largo de este año es cómo queremos recordar ese día de setiembre de 1973 cuando el Palacio Presidencial fue bombardeado y Salvador Allende murió junto con la democracia que defendía.

Hay dos respuestas principales a esa pregunta.

El gobierno del presidente Gabriel Boric, un carismático exlíder estudiantil de 37 años y ardiente admirador de Allende, está organizando una serie de actividades y conmemoraciones que culminarán el 11 de setiembre. El énfasis estará en la memoria y los derechos humanos como una forma de garantizar un futuro donde una dictadura sea inconcebible, especialmente para las nuevas generaciones que no vivieron la interminable pesadilla de terror que sufrieron sus mayores. Lo fundamental, por lo tanto, es educar a jóvenes cada vez más escépticos de que la democracia pueda responder a sus frustraciones y ansias.

Hay mucho en juego

Como tantos países del mundo, Chile se encuentra en crisis. El crimen desenfrenado, las oleadas de inmigrantes, la inseguridad económica, la sequía y los incendios forestales, la polarización política, el odio casi ambiental, son terreno fértil para el surgimiento del populismo autoritario, nutrido por una nostalgia de los días en que un hombre fuerte gobernaba Chile y había orden en las calles. Para vacunar contra nuevas formas de tiranía, no basta con recordar las atrocidades del pasado, las vías del ferrocarril que nos agobian, sino que es igualmente necesario alentar de nuevo la creencia popular de que un Chile diferente y mejor es posible, el tipo de sueño que alimentó la revolución pacífica y democrática de Allende. También es una forma de que Boric, cuyo gobierno todavía no se recupera de la rotunda derrota de una Constitución progresista el año pasado, cambie la narrativa y retome la iniciativa, recordando a la gente cuántos políticos y empresarios excesivamente ricos que se llaman democráticos se beneficiaron de los diecisiete años de dictadura de Pinochet, cuántos fueron y siguen siendo sus cómplices.

Acordarse de esa raíz –diríase, ese pecado original– pinochetista no le conviene a la derecha que se opone con saña al izquierdista Boric. Sus líderes prefieren que el 50º aniversario sea una ocasión para dejar atrás el pasado; una actitud negacionista cuya persistencia y obcecación lo prueba ese 42% de los representantes del Congreso que optaron por no aprobar el memorial del aeródromo. Si hay que recordar el pasado, dicen, lo que se debe tener presente es el trauma suyo, los errores y el desorden de los años de Allende, cómo el deseo de una sociedad socialista llevó a divisiones insuperables que obligaron a las Fuerzas Armadas a actuar. Los "excesos" (¿el asesinato de Carlos Berger?) deben ser deplorados, pero Chile necesita aprender una vez más la lección básica del golpe: si persistimos en exigir demasiados cambios, el resultado será desastroso. Y virulento. Boric debe tener cuidado de no tratar de impulsar reformas desmedidamente radicales.

Estas dos visiones se enfrentarán a lo largo de este año, como lo han hecho durante las últimas cinco décadas.

En Chile, como en el resto del mundo, la forma en que una nación entiende su pasado más traumático está determinando constantemente su identidad más profunda, el tipo de futuro que imagina para sus hijos.

No puedo predecir cómo mi país saldrá de esta búsqueda de una unidad difícil de alcanzar, un consenso sobre quiénes somos realmente.

Espero que, en ese proceso, no estén ausentes los muertos.

Ojalá los chilenos puedan escuchar la voz de Carlos Berger que exige, desde la oscura noche que habita, que lo recordemos y, con ese recuerdo gentil y feroz, vayamos creando entre todos un mundo donde ningún niño como Germán crezca sin un padre, ningún padre como Julio y ninguna madre como Dora mueran de dolor y desesperación, ninguna viuda como Carmen tenga que recordarlo a través de un monumento. Sería el mejor reconocimiento y legado de Carlos y de tantos otros hermanos y hermanas cuyas vidas fueron cercenadas después del golpe: que su memoria sea un acicate para unirnos y no para separarnos, que seamos capaces, como nación, de derrotar el miedo, el odio y la ceguera que nos impiden hacer justicia a los vivos y a los muertos.

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