La respuesta desde Nigeria
El asesor presidencial Daniel Bwala declaró que el país “da la bienvenida a toda cooperación internacional que respete su soberanía e integridad territorial”. Bwala negó que haya una política de persecución religiosa y recordó que el Gobierno nigeriano combate al terrorismo sin distinciones. “Nigeria no discrimina a ninguna tribu o religión en la lucha contra la inseguridad”, dijo.
El propio presidente Tinubu rechazó los señalamientos de intolerancia y defendió la libertad de culto: “Nigeria se opone a la persecución religiosa y no la alienta. Somos un país con garantías constitucionales para proteger a todos los ciudadanos”. Tinubu, musulmán del sur casado con una pastora cristiana, encarna la complejidad cultural y religiosa de Nigeria, donde el poder político suele repartirse equitativamente entre ambas comunidades. Su gabinete está integrado por ministros musulmanes y cristianos en proporciones similares, reflejo de un equilibrio cuidadosamente construido tras décadas de tensiones étnicas.
Lo que realmente ocurre en el país más poblado de África
Nigeria, con más de 220 millones de habitantes, enfrenta desde hace más de una década la violencia de grupos extremistas como Boko Haram y la filial local del Estado Islámico, el ISWAP (Estado Islámico de África Occidental). Estas organizaciones surgieron en el norte musulmán y han atacado indiscriminadamente tanto a cristianos como a musulmanes, generando una de las crisis humanitarias más graves de África.
Según el grupo de monitoreo ACLED (Armed Conflict Location & Event Data Project), la violencia insurgente ha provocado decenas de miles de muertos y más de dos millones de desplazados internos. Sin embargo, los especialistas aclaran que reducir el conflicto a una guerra religiosa es una simplificación peligrosa.
Ladd Serwat, analista senior de ACLED, explicó a la agencia Reuters que “estos grupos a menudo presentan sus campañas como anticristianas, pero en la práctica su violencia es indiscriminada y devasta comunidades enteras”. El conflicto tiene raíces más profundas: la desigualdad, la pobreza estructural, la competencia por los recursos naturales y la falta de control estatal en vastas zonas rurales del norte del país.
Antumi Toasijé, historiador especializado en África, explicó a France 24 que “los ataques no responden estrictamente a razones religiosas, sino a la disputa entre dos sistemas económicos: los pastores nómadas musulmanes del norte y los agricultores cristianos del sur”. Esa tensión, que se remonta a siglos de convivencia forzada, se ha agravado por la desertificación y el cambio climático, que empujan a los ganaderos hacia tierras fértiles del centro, donde chocan con comunidades agrícolas.
Toasijé precisó que la violencia se produce al margen del fenómeno del terrorismo islamista, que está centrado en el noreste del país, con “una mayoría de víctimas que son en realidad musulmanes”, y atribuyó el auge de los ataques contra cristianos a un “exceso de prudencia” por parte del Estado al no intervenir en el conflicto, por temor a una escalada.
ACLED ha determinado que de 1.923 ataques documentados contra civiles en Nigeria este año, solo 50 han estado dirigidos a cristianos, y no tiene datos que respalden la afirmación de la que se hacen eco grupos de la derecha estadounidense, de que 100.000 cristianos han sido asesinados desde 2009.
Intereses geopolíticos detrás del discurso
La retórica de Trump también tiene intereses estratégicos. Nigeria es el principal productor de petróleo de África y un actor fundamental en la seguridad regional del Golfo de Guinea. En los últimos años, el país ha estrechado lazos con China y Rusia, lo que incomoda a Washington. Analistas interpretan las amenazas de Trump como parte de una estrategia para recuperar influencia estadounidense en una zona donde las potencias emergentes ganan terreno.
El discurso de “proteger a los cristianos” sirve además para reforzar la narrativa política interna de Trump entre los votantes evangélicos, un sector que constituye una base imprescindible de su electorado. Al dramatizar el conflicto nigeriano, el exmandatario proyecta una imagen de defensor de la fe cristiana frente al islamismo, un recurso que ya usó en otros momentos.
Reducir la crisis nigeriana a una guerra de religión ignora décadas de desigualdad, corrupción y fracturas étnicas. Mientras las potencias extranjeras debaten sobre posibles intervenciones, la población nigeriana sigue atrapada entre la violencia de los grupos armados, la represión estatal y la precariedad económica.
El peligro de la narrativa de Trump radica en simplificar una tragedia interna para justificar acciones externas. Nigeria no niega la existencia de ataques contra comunidades cristianas, pero advierte que son parte de una espiral más amplia de violencia que afecta a todos los sectores. En un país de 36 estados federales, con más de 250 grupos étnicos y una distribución casi equitativa entre cristianos y musulmanes, las líneas divisorias no son tan claras como las que dibuja la retórica política estadounidense.
Trump promete “defender a los cristianos”, pero los expertos advierten que su enfoque ignora la realidad de un conflicto complejo y multifactorial. Nigeria, mientras tanto, insiste en una consigna clara: necesita cooperación internacional, no intervención.