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Picasso: reinventar el arte

Por Marcia Collazo.

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Fui a ver la muestra de Picasso en el Museo de Artes Visuales. Le sentí gusto a poco, tal vez porque uno espera que cualquier exposición sobre la obra integral de un gran artista exhiba muchas pero muchas de sus obras. Sabemos, sin embargo, cuán difícil, si no imposible, puede resultar eso, y más en el caso de un hombre que no fue solamente pintor, sino además escultor, ceramista, grabador y dibujante. Su influencia sobre nuestro tiempo sigue siendo poderosa. Sucede que uno medita en todo eso de manera inconsciente y se deja atrapar, casi sin darse cuenta, por el aura que emana del arte, y cuando quiere acordarse, ya terminó de ver lo que había para ver.

Quedan después, por supuesto, las mil reflexiones que todo eso suscita en el espíritu; entre otras cosas, viene a la mente la leyenda negra de Picasso como un ogro devorador de mujeres. A dos de ellas, siempre según la leyenda, las llevó al suicidio, otra quedó loca y la única que lo dejó se salvó por eso mismo. Se ha dicho también, desde el foco del psicoanálisis, que Picasso poseía una energía tan formidable que, de haberse dedicado a alguna disciplina del saber, podría haberlo convertido, por ejemplo, en un científico extraordinario.

El asunto de escindir al ser humano por un lado y al artista por el otro siempre ha resultado arduo y problemático. La vida misma así lo impone, porque el artista está inserto en la vida hasta el cuello, más que algunos otros mortales, por su misma condición de sujeto de expresión artística. Es apasionante enterarse, digamos, de los diferentes duelos que debió atravesar Picasso a lo largo de su vida, duelos que lo marcaron desde corta edad y que en algún sentido estimularon su vocación pictórica y artística. Pero después de que se han conocido los entretelones y la intimidad de un creador cualquiera, en los más variados campos del arte y del saber, uno tiende a realizar juicios de valor. Uno juzga y condena; muy rara vez absuelve.

Es una cuestión absurda la de erigirse en jueces supremos e inapelables, como si fuéramos seres perfectos e intocables, agraciados con la divina atribución de la sentencia, que por otra parte se emite con una facilidad y liviandad espantosas. Yo solo creo necesario el conocimiento de la vida personal de un artista -más allá de la mera curiosidad- a los efectos de poder calibrar de todas las maneras posibles la dimensión profunda de su creación. Lo demás es inútil y aun contraproducente.

En el caso de Picasso, aun antes de conocer su leyenda negra, ya había advertido que su arte es exasperado, fuerte, por momentos desafiante, casi violento en sus desmanes de expresión rotunda; ya de niña, cuando miraba sus pinturas, me asombraban y me horrorizaban un poco esas vaginas dentadas, lenguas afiladas como puñales, ojos enormes y vagamente devoradores. Se nota muy bien que pintaba, a veces, con movimientos implacables, como si en lugar de poner colores y dibujar líneas sobre la tela, la estuviera azotando.

Picasso sabía castigar cuando quería, tanto a los objetos como a las personas; por eso también se ha dicho de él que no sólo era un amante cruel, incapaz de amar a alguien, sino un mal amigo. Y, sin embargo, a pesar de su poder manifiesto, hay en algunas obras de Picasso un intento marcado de mostrar la idea en toda su profundidad sin llegar a mostrarla. Uno advierte que la idea está ahí, en algún lugar del trazo y de la forma, pero no llega a manifestarse en su plenitud. Es lo que tiene, a veces, el período cubista de Picasso. Digo a veces, aunque no siempre, porque si se mira con atención y desde diferentes ángulos, se puede captar el poder del mensaje en algunos detalles que cuesta identificar.

Yo no soy crítica de arte, sino una simple espectadora, pero intento cumplir en la medida de lo posible con aquel consejo de E. Gombrich: “Mirar el arte con ojos limpios”. Si hay o debiera haber algún grado de pureza en la experiencia estética, entonces se hace necesario al espectador (o al ojo que mira) apartar preconceptos y prejuicios a la hora de contemplar el arte. De todos modos, confieso que me ha llevado años interpretar la obra de Picasso, acercarme a ella e incluso reconciliarme con ella.

Prefiero pasar por ignorante antes que pasar por esnob, y me parece que la vida es mucho más simple de lo que a veces creemos; por eso, tal vez, es más fácil comprender el Guernica que alguna obra de su período cubista. Todo lo cual queda dicho, en relación a Picasso, para mostrar mi propia experiencia picassiana, ya que no puedo hablar por nadie más; o, mejor dicho, mi necesidad, bastante agobiante, de buscar y buscar sentidos en sus obras hasta comprender por qué Manuel Borja Villel, director del Museo Reina Sofía, dice que “hay artistas que reinventan el arte, como el primer ser humano que pintó los muros de una caverna. Picasso es uno de ellos. Viviendo intensamente, supo ser intemporal. Fue un revolucionario, sabiendo permanecer como un clásico”.

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