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Política golpe de Estado | oligarquía |

Escribe Hugo Acevedo

Blancos y colorados colaboraron con la dictadura

El golpe de Estado fue una operación de la oligarquía, el neofascismo vernáculo y los militares, bajo el paraguas del imperialismo norteamericano.

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El golpe de Estado que arrasó hace medio siglo las instituciones e instaló una criminal dictadura liberticida, que conculcó derechos, reprimió, encarceló, asesinó, desapareció opositores, robó y saqueó las arcas del Estado, fue una operación estratégica de la oligarquía, el neofascismo vernáculo más retrógrado y los militares, que operó bajo el paraguas del imperialismo norteamericano, en el marco de la hoy descongelada Guerra Fría.

Obviamente, el pretexto de la derecha de que la instauración del régimen autoritario se originó por la acción de la guerrilla es una burda falacia, porque, un año antes, en 1972, el MLN estaba desmantelado y sus miembros encarcelados, muertos o exiliados.

Otro mito a desterrar es que el golpe se registró recién el 27 de junio de 1973. En efecto, el gobierno del colorado Jorge Pacheco Areco encabezó, desde 1968, un régimen autoritario y una dictadura encubierta, que reprimió, encarceló a militantes sociales, asesinó estudiantes, ilegalizó fuerzas políticas y cerró o censuró medios de prensa.

Ningún país gobernado con medidas prontas de seguridad, suspensión de garantías individuales, Estado de Guerra Interno y conculcación de libertades es una democracia, por más que la derecha insista que lo era. En cambio, era sí una autocracia con una caricatura de parlamento, contra la cual combatieron la izquierda política, el Movimiento de Liberación Nacional, los sindicatos y las organizaciones sociales.

El segundo golpe de Estado se concretó en noviembre de 1971, cuando el Partido Colorado ganó las elecciones nacionales, mediante un escandaloso fraude que fue incluso denunciado internacionalmente.

El tercer golpe de Estado se produjo en julio de 1972, cuando con los votos de blancos y colorados, fue sancionada la Ley de Seguridad del Estado y el Orden Público, que le entregó literalmente al poder a los militares y los habilitó a detener civiles y privarlos de su libertad, permitiendo que los procesara la justicia castrense, lo cual es abiertamente inconstitucional.

En tanto, el cuarto golpe de Estado se verificó en febrero de 1973, cuando el Ejército y la Fuerza Aérea desconocieron la autoridad del por entonces retrógrado mandatario Juan María Bordaberry, tomando el control de zonas estratégicas y del aparato radiofónico y difundiendo los controvertidos comunicados 4 y 7. Algunos sectores de izquierda y del movimiento sindical, que pecaron de ingenuos, compartieron algunas medidas contenidas en los documentos, pero no advirtieron el fuerte tinte anticomunista del pronunciamiento, lo cual generó burdas acusaciones de complicidad por parte de la derecha.

Sin embargo, el ulterior gobierno autoritario corroboró que los que colaboraron con la satrapía cívico-militar, desde diversos cargos de confianza, en ministerios, empresas públicas, gobiernos departamentales y hasta un presidente, el nacionalista Aparicio Méndez, fueron blancos y colorados.

El quinto golpe de Estado fue el que zanjó el enfrentamiento entre el poder político y el militar, cuando Bordaberry acordó condiciones humillantes y genuflexas con los mandos, en el marco del Pacto de Boiso Lanza, como la creación del Consejo de Seguridad Nacional (COSENA), un organismo mixto encabezado por el presidente de la Republica, ministros de Estado y los comandantes en jefe de las tres armas: Ejército, Armada Nacional y Fuerza Aérea.

Cuatro meses después, el 27 de junio, la disolución del parlamento por parte del obtuso Bordaberry y la toma por asalto del Palacio Legislativo por tropas del Ejército comandadas por el General Gregorio Álvarez, fue el sexto golpe de Estado, que devino en la proscripción de los partidos políticos y la ilegalización de la central sindical Convención Nacional de los Trabajadores, que convocó la heroica huelga general que resistió el quiebre institucional. La ofensiva fascista incluyó la detención de líderes políticos, como el presidente del Frente Amplio Líber Seregni, dirigentes sindicales y militantes.

Los presos políticos, muchos de ellos sometidos a condiciones infrahumanas, llegaron a sumar más de 5000, la mayor proporción por habitante del continente y los asesinados y desaparecidos sumaron casi 200.

El séptimo golpe de Estado, que se concretó a la salida de la dictadura luego de elecciones tuteladas con presos políticos y ciudadanos proscriptos, se procesó durante la primera presidencia de Julio María Sanguinetti, cuando el Comandante en Jefe de Ejército, general Hugo Medina, guardó en un cofre las citaciones judiciales cursadas a los uniformados acusados de violaciones a los derechos humanos.

En tanto, el octavo y definitivo golpe de Estado recién se desarrolló en diciembre de 1986, cuando el Partido Colorado y el Partido Nacional a excepción de la bancada del Movimiento Nacional de Rocha que encabezaba el senador Carlos Julio Pereyra, sancionaron la Ley de Caducidad que perdonó los crímenes de los militares represores y ató de pies y manos a la Justicia, al determinar la clausura de las causas penales.

Esa es la verdadera historia y no la que narra el ex presidente Julio María Sanguinetti en su libro “La agonía de la democracia”, quien pactó con Medina la prisión de Wilson Ferreira Aldunate y la proscripción de Líber Seregni, para ser electo en los rengos comicios de 1984.

Tampoco se ajusta a la verdad la versión del líder del ultraderechista Partido Cabildo Abierto, general Guido Manini Ríos, quien atribuye toda la responsabilidad de la crisis al accionar del movimiento guerrillero y no a los motineros que asaltaron el poder. Obviamente, el mismo perteneció, durante siete años, a un ejército golpista, por lo cual también es cómplice, por acción u omisión, de algunas atrocidades perpetradas en esos tiempos.

Hace cincuenta años, todo el continente estaba asolado por dictaduras gorilas manipuladas por el imperialismo yanki, en el marco de la Guerra Fría. Nuestro país no fue la excepción ya que, según documentos desclasificados del Departamento de Estado norteamericano, la guerrilla uruguaya ya no representaba un peligro porque estaba aniquilada y el riesgo era que el flamante Frente Amplio lograra ganar las elecciones previstas para 1976 e inaugurara un gobierno nacional, popular y anti-oligárquico que introdujera radicales reformas estructurales.

Eso era precisamente lo que temía la clase dominante, que veía amenazados sus privilegios y avaló la sublevación cívico militar. Ello le permitió enriquecerse, con sindicatos inexistentes- porque fueron declarados ilegales - y una rebaja salarial estimada en un 50%.

Como proclamó el economista Carlos Luppi, en la presentación de mi libro “La dictadura del mercado” en junio de 2019, el del 27 de junio de 1973 fue “un golpe capitalista”.

En efecto, los militares, brazo armado de la rosca patricia y responsables del terrorismo de Estado, permitieron que el empresariado expoliara a la clase trabajadora y a los jubilados e incluso perdonaron deudas millonarias, cuando en 1982, el Estado compró las carteras incobrables a los bancos, para evitar que el sistema financiero colapsara.

Esa es la verdad histórica innegable e incontrastable, avalada por testimonios y documentos de la época, aunque la derecha cómplice siga prostituyendo la verdad con su relato mentiroso, sustentado en la inmoral tergiversación de lo sucedido y hoy se intente apropiar de la causa de los derechos humanos, pese a que muchos miembros de sus partidos fueron funcionales a la dictadura. La historia los condenará.

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