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Sociedad Janet | VIH | salud

PRESIDENTA DEPARTAMENTAL DE MONTEVIDEO FFSP

Janet Hirigoyen: la enfermera VIH

En tiempos donde la tolerancia y la paciencia no parecen abundar en los vínculos cotidianos, Janet trata de potenciar su perfil humano y la particular forma de pensar en cómo ayudar a los demás.

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La presidenta de la Departamental de Montevideo de la Federación de Funcionarios de la Salud Pública dedicó su vida a la atención de pacientes del hospital Pereira Rossell, primero en el área asistencial de internación de cuidados moderados y luego en la Policlínica Materno Infantil de VIH-sida. En una tarde de esas en las que el tiempo parece detenerse, repasó su vida, el trabajo al límite, las infancias con vidas rotas -entre abandonos y soledades- y el camino cotidiano que ha transitado entre esperanza y resignación, machismo y cambios culturales. Habló de las navidades dentro del hospital y lejos de la familia; del sindicato y la federación como fortaleza de luchas colectivas.

Le hubiera encantado ser psicóloga, asistente social o cantante. Ella se imaginaba cantando como Mercedes Sosa o Violeta Parra, o actuando en Carnaval que era algo que le fascinaba. Y siempre imaginó que ella algún día iba a poder ayudar a las personas que necesitaban una mano. Eso también quería hacer cuando era niña. Y si bien esos recuerdos están impregnados de cierta nostalgia y un pequeño toque de resignación, lo cierto es que en su vida pudo hacer unas cuantas cosas de las que soñó. Especialmente, ayudar a los demás.

Janet Hirigoyen nació en La Teja, a los pocos años vivió en Paso de la Arena y después su vida se forjó en clave de cooperativa de ayuda mutua en el Cerro de Montevideo. Creció entre asambleas sindicales portuarias, acompañando a su papá Julio César, exdigirente del Suanp -hoy Supra- que llegó a ocupar la presidencia del sindicato. Él murió demasiado joven, y su mamá -obrera textil- se tuvo que hacer cargo sola y como pudo de sus tres hijos. “Como en muchas familias, hubo que arreglárselas y colaborar entre todos. Mis hermanos siempre fueron muy solidarios”. Ernesto (50) es operador carcelario de la Cárcel de Mujeres y Natalia (43) trabaja en la cocina del hospital Vilardebó. Ambos son militantes sindicales.

Janet trabajó 15 años en el área asistencial de internación de cuidados moderados y posteriormente en la Policlínica de Infectología para niñas, niños y madres embarazadas con patología de HIV. Su compañero, Mario, trabaja en la construcción y la familia se completa con Lucía (23), estudiante de Educación Física que actualmente trabaja en un centro Caif, y el más chico de la familia, Ismael, que ingresó a Facultad de Ciencias Sociales.

Janet se considera “una eterna aprendiz”. Acaso porque la enfermería sorprende cada día y porque los vínculos con sus pares y con las familias suelen desarrollarse en aguas nunca calmas ni previsibles. La cotidianidad refiere a urgencias y necesidades. “Me encanta mi trabajo, pero admito que es complicado. A veces se siente la sobrecarga y todo parece pesar un poco más que lo que alguien desde afuera puede imaginar”.

Desde que le diagnosticaron fibromialgia y artritis, Janet comenzó a hacer ejercicio y pileta. “En mi caso, aparentemente surgió como consecuencia del estrés un poco por el trabajo y otro por la militancia sindical. Y eso lo sé porque algunos síntomas se agudizan en épocas de elecciones sindicales. Pero no me quejo de ello, y valoro que mucho de lo que aprendí fue gracias a compañeros que ya no están”. La pandemia también dejó muchas enseñanzas y aprendizajes. “Tuvimos que salir del hospital a dar apoyo a compañeras y compañeros en otros lugares, no nos podíamos quedar acá dentro y fue un período que nos marcó mucho, vivimos cosas que nos marcaron para siempre”. Y si hay algo que caracteriza su ADN sindical y familiar es “escuchar a los demás, eso es algo que aprendí de mi papá, y creo que me ha ayudado a sobrellevar mi trabajo y también el camino sindical. No somos dueños de la verdad, tenemos que aprender a escuchar y tratar de entender a los demás. El sufrimiento de una madre que ve a su hijo en situación límite es intransferible, pero tenemos que comprender que esa mujer o en muchos casos, casi niña madre, está devastada, y necesita tu empatía, que le hables con cuidado, con delicadez, que la escuches y que se sienta contenida”.

Zona de riesgo

En muy poco tiempo, Janet tuvo que ocupar espacios de responsabilidad tanto laboral como sindical. Y se fue abriendo paso como pudo, tomando lecciones “no escritas”, de muchas cosas que vio en aquellas asambleas a las que concurría de la mano de su papá. “El puerto era muy machista, a veces las diferencias se arreglaban a las piñas pero ahí aprendí a no tener miedo. Y a enfrentar discusiones sin callarme nada. Nunca fui sumisa. Claro que no veía al machismo como ahora, desde hace unos años. Entonces yo no tenía conciencia del machismo puro y duro y nunca tuve miedo. Sin embargo, hoy a mis hijos siempre les digo que me avisen cuando lleguen a la casa porque la sociedad cambió”.

El trabajo -tanto en el área de internación de cuidados intermedios, como en infectología VIH-sida- supone condiciones estrictas de cuidados para el personal de enfermería. “Desde mi primer día de trabajo, tuve una compañera -Marta- que me ayudó y orientó, fue una especie de tutora, que me enseñó los procedimientos y protocolos. Eso fue fundamental para mí, para comenzar con confianza, para poder superar los miedos o dudas que una tiene cuando llega a un lugar así, aunque en mi caso, los miedos casi no existieron. A mí me sirvió mucho poder entender la gestión y la forma de organizar el trabajo”.

En tiempos donde la tolerancia y la paciencia no parecen abundar en los vínculos cotidianos, Janet trató de potenciar su perfil humano y la particular forma de pensar en cómo ayudar a los demás. “Todo lo que hacemos sirve para algo, tenemos que pensar que además de atenuar en algo el dolor de los pacientes, nuestros actos, nuestras palabras pueden darle una mayor esperanza a las personas cuando reciben noticias duras”.

Hablando sin muchas vueltas y sin palabras edulcoradas, admite que, a veces, “se te parte el alma” frente a situaciones dolorosas, de gente a la que “ninguna de nosotras puede revertir”. Mientras su mirada se escurre buscando respuestas y posiblemente hurgando nombres y situaciones entre recuerdos perdidos, respira profundo y explica que “el Pereira Rossell es un hospital de referencia de los pobres y muchas veces el sistema y la burocracia no los trata como se debe, con el cuidado que se merecen como ciudadanos, como personas con derechos y en realidad los trata como pobres”, sentencia.

Rotos

En los pasillos y salas del Centro Hospitalario Pereira Rossell se entrecruzan miles de historias. Prácticamente en el mismo espacio, a tan solo milímetros de distancia, conviven la esperanza con el desgarro más espantoso de todos. Son suspiros que dicen sin palabras, el ínfimo límite que divide lágrimas de felicidad y angustia.

Para Janet, los vínculos que ha ido creando a lo largo de su vida dentro de ese hospital han sido casi una razón de vida. Madres jovencitas, niñas y niños frágiles y resilientes, de historias de lazos de familia que sobreviven al consumo y a las adicciones como pueden. “Algunas gurisas ya las conocemos porque vienen de un proceso anterior con el que hemos ido generando un vínculo pero también están las que llegan por primera vez. Algunas tienen varios hijos y en ocasiones se desvinculan y otras se mantienen en contacto. Siempre, en todos los casos, es muy complejo explicarle a una madre que su hijo tiene HIV”.

Para estos casos, existe un equipo multidisciplinario integrado por asistentes sociales, sicólogas, pediatras, infectólogas, ginecólogas y auxiliares de servicio y enfermería. “Hay quienes lo asumen, otras madres que lo rechazan y no pueden admitir que su hijo tenga HIV, surgen los miedos, la bronca, todo un proceso de incertidumbre que requiere el apoyo total para comenzar un camino. Muchas veces esa madre no quiere que se le informe a la pareja, por ejemplo y eso también es un proceso muy complicado. En cierta medida, algo bueno es que la gran mayoría hace los tratamientos. Y que se realiza un seguimiento para saber quiénes no concurren a los controles, se les llama, si son del interior se pagan los pasajes y se les brinda lo necesario para que se atiendan”.

Por momentos, Janet habla de su trabajo con cierta tristeza o resignación, con voz que se aproxima lentamente a referirse a lo inevitable en materia de contagios y fallecimientos. “Ellos llegan con sus madres y rara vez con sus padres. Algunas madres están privadas de libertad y se las atiende como a cualquier persona. Les explicamos que hay que sacarles sangre a sus hijos para realizar estudios y lo primero que se les nota es la culpa. Ellas se sienten culpables, les duele ver cuando pinchamos a sus hijos, a veces se enojan, nos gritan, piensan que vos disfrutás al pinchar con una aguja a su hijito y eso no es así. Hay días que son complejos, los niños lloran, sus madres lloran, se resisten, se sienten culpables, todo se vuelve algo doloroso. A mí, personalmente, en 27 años de trabajo, nunca me quisieron agredir. Pero tengo compañeras que sí les sucedió y que tuvieron que vivir momentos complejos. Y allí también necesitamos que intervengan las psicólogas o las asistentes sociales”.

Soy eso

“Para mí, ser enfermera es eso, sentirme útil, hacer algo por los demás sin ninguna especulación, sin nada más que poder aportar un granito de arena a alguien para mejorar su vida. Aunque no le solucione la vida, al menos que se la podamos mejorar un poquito. A lo largo de los años me he encontrado con muchos niños y niñas a los que se les han vulnerado sus derechos. Y en ocasiones, después me los he encontrado en el barrio, en la escuela, en otros lugares y una trata de imaginar que algo pudo cambiar, que su vida tal vez ahora podrá ser mejor”.

El paso del tiempo ha hecho que el trabajo de enfermería cambie, se actualice y algunas prácticas hayan evolucionado. Lo que no cambia es el ser humano. “La muerte de un bebé o una criatura siempre es espantosa. Hay momentos que te quedan grabados para siempre, como cuando una doctora trataba de reanimar a un bebe que ya estaba muerto. Y ella no se resignaba y no paraba y eso siguió hasta que otra doctora le dijo que ya estaba, que no había más nada que hacer. Eso te destroza. Ver al equipo que dio todo, que hizo todo lo posible y que no pudo salvar esa vida es devastador. Hay muchas cosas duras que hemos vivido, que impactan; ver a un niño de un año que tiene aspecto y talla de tres meses, desnutrido, deshidratado, muy deteriorado, es durísimo”.

No obstante, también la enfermería tiene sus recovecos generacionales, según Janet. “Cuando comencé éramos más equipo, más solidarios y colaborábamos más entre nosotros. Ahora las nuevas generaciones cambiaron mucho, vienen con otra cabeza a la hora de trabajar y sus prioridades son otras. Está claro que nadie trabaja gratis pero no se puede lucrar con la salud. Nos pagan poco, pero cuando estudias sabes que no vas a ser bancario. Las nuevas generaciones no quieren trabajar los sábados, ni los domingos, no quieren trabajar en las fiestas tradicionales ni los feriados. La vieja guardia trabajaba todos los días, veíamos los fuegos artificiales en las fiestas o desde las ventanas del hospital o desde la puerta, mientras esperaba el ómnibus que me llevaba a casa”.

El presente

“El Pereira Rossell es todo, es parte de mi vida. Y el sindicato también lo es. El sindicato no es perfecto porque está conformado por personas que tenemos nuestros errores. Si la sociedad es machista, el sindicato también lo será. Adentro del sindicato hay vanidades, competencia, rivalidad y contradicciones, lo mismo que en la sociedad. Pero hay un compañerismo fuerte, que termina prevaleciendo. Y la solidaridad es imponente. Y no lo digo por ser la presidenta de la Departamental de Montevideo, lo digo porque creo que también es mi casa. Trato de ser la misma que siempre fui, escuchar, dar una mano, tratar de ayudar, y evitar los conflictos”.

Hoy Janet empieza a pensar en la jubilación, recuerda con mayor certeza lo bueno que lo malo que le ha tocado en la vida y casi ni menciona el accidente que vivió en el hospital, que la tuvo expectante por un pinchazo fortuito, mientras duró la espera para saber si se había contagiado de HIV. En cambio, prefiere seguir pensando en lo que vendrá y en las personas que necesitarán una mano. “Ahí estaré”, dice con su sonrisa de siempre.

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