La historia de Joel conmueve y no tiene la petulancia de que sirva de ejemplo para otros jóvenes, pero sí genera la incomodidad suficiente para dejar poco margen a la indiferencia y a la comodidad de pensar que “esos problemas no son nuestros”.
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Sin saberlo, Joel ha viajado en la barca de Caronte; como en la obra del Dante ha navegado en distintos círculos del infierno, empezando su viaje en la selva, solo que esta selva es de cemento y de andurriales.
Por uno de estos andurriales, en una precaria y abandonada construcción, nos vamos a encontrar una mañana de invierno; hay un “duelo” invisible entre mis prejuicios y su desconfianza y eso ha puesto a prueba mis pocas dotes periodísticas. La primera dificultad es que las preguntas que necesito hacerle para entender su contexto y parte de sus decisiones no suenen a interrogatorio policial; la otra dificultad (prejuicio puro) es poder lograr interpretar cuáles de sus respuestas son verdaderas y cuáles están teñidas de fantasía. En ambos casos, sé que serán respuestas de sobrevivencia.
Si bien hace dos meses acordamos la entrevista a instancia de su madre, que quería se conociera su experiencia (“pues nadie de los que hablan tiene idea de cómo es la justa”, me dijo su madre indignada), no quería exponerse, por elemental seguridad. Se tranquilizó cuando le dije que era una nota escrita y sin fotos, aunque estemos en plena época de dominio también de información del “phonosapiens”.
“El Joel” ya me espera con su madre en el sitio (tapera) acordado; para sus 19 años pasa por un joven de más edad, una mirada sin brillo que nunca mira a los ojos y que observa el piso mientras habla en busca de unas pocas palabras.
El gorro Nike encima de la capucha del canguro es casi un uniforme, como muchos de los jóvenes de su barrio; la visera es el horizonte de su mundo. Sospecho que las manos dentro del bolsillo del canguro se están frotando y que no las sacará en toda la entrevista, salvo para armar un tabaco.
Él no sabe que unos días antes estuve en su casa, una humildísima vivienda con pretensiones de hogar donde la humedad exhala el aroma de una dura pobreza. Su madre lo tranquiliza (mentira piadosa) cuando le dice que yo no sé dónde viven y lo calmo a medias cuando le digo (verdad necesaria) que me aseguré de que nadie me siguiera.
Ahora estamos sentados casi rodillas contra rodillas con el Joel, mientras su madre, sentada sobre unos bloques, “campanea” el exterior.
***
“Valor”
La “barca de Caronte” navegó con Joel y otros botijas aún con la moña desatada y las túnicas manchadas, desviando su curso para arribar a la orilla de los estudios secundarios. Descendieron en el potrero donde el picadito de pelota (picando envenenada) es más atractivo que un aburrido salón de clase y una excusa para postergar la llegada a la casa que ya no contiene sus ímpetus juveniles, el hastío de la “competencia” con los hermanos y los rezongos maternos.
Es difícil hacerle preguntas a Joel, que desde una desconfianza adherida a su piel te “escanea” todo el tiempo, pero para eso estamos acá, así que, en lo que creo fue una baja de su guardia, le estampo, en un tono que intenta ser amigable:
¿Cómo pasas de querer ser Messi a casi convertirte en soldado de Pablo Escobar?
(Sonríe entre dientes, entiende la ironía, mira a la madre que también siente el “sacudón” de la pregunta).
¿Qué Pablo Escobar valor? Acá nos juntamos con los pibes y jugábamos hasta tarde en la noche y después nos sentábamos en la esquina a descansar, rescatar unas monedas y algún vino o algo pa’ tomar. A veces jugaba con nosotros el X que andaba en moto y nosotro lo rejunábamos porque ni los botones podían con él. Y un día, dándole a una coca con caña, nos dio un porro para probar y ta.
Empezaste a consumir...
Y sí, una vuelta un porro, otra un nevado (marihuana con algo de polvo de cocaína) y así hasta que le entramos a dar al bazuco (pasta base).
¿Y la guita para comprar?
(Mira a la madre antes de responder, pero acordamos que la madre no está para aprobar ni recriminar sus dichos).
Y las primeras veces le pedía a mi vieja sin decirle pa que era, y luego si podía le agarraba guita sin que supiera.
(La madre me pide permiso para irse a su casa y esperarlo ahí; las confesiones rememoran ardores de heridas abiertas).
¿Y cuando no tenías plata?
Ellos te seguían dando pero después hay que pagar y ahí caí en la mala.
¿Qué es la mala?
La mala, robaba cosas de casa para vender hasta que la vieja se dio cuenta y me dijo me fuera de casa o que me internaba, entonces yo llegaba a la boca porque quería volver a consumir y si no iba a la boca los tipos me paraban en la calle y me pedían la guita, o igual me daban a pagar después.
Te tenían controlado.
Y si, sabían dónde paraba, con quién andaba, dónde vivía…
¿Y tus amigos del fútbol?
Ellos se hicieron perros de la boca, salían a chorear, a vender, a cobrar deudas.
¿A vos te cobraron?
No porque los de “la boca” no querían que yo siguiera de amigo de ellos pero como ellos me conocían les daba lástima hacerme algo.
¿Cuánto debías?
Ellos me hablaban como de cincuenta lucas, que para mí me estaban choreando.
Te encajaron intereses.
Capa, yo que sé, una cantidad de guita.
¿Lo pagaste?
Y… me hicieron ir a hablar con el de “la boca” que me dijeron estaba recaliente conmigo; yo fui apretado porque ellos andan calzados y ya sabía de cuentos que habían roto a otros botijas por eso.
¿Qué te dijo?
Que tenía que pagar para tal día, que no me iban a dar más pero que igual tenía que pagar.
***
El Cautivo
Cuenta Joel que la duda de si ir o no a “la boca” se le fue cuando los perros en moto lo marcaban, pasaban por su casa, se le acercaban en la calle y lo saludaban con un: “A ver cuándo pagás, gil”.
El recibimiento en “la boca” fue tajante de entrada; un cachetazo de recibimiento y una determinación clara de que la deuda la pagaba su familia así fuera con entregar la casa. Joel sabía que no podía plantear eso en su casa, por lo que les ofreció como alternativa trabajar para “la boca”.
“Primero la guita”, le respondieron.
Joel no fue a su casa esa noche, deambuló de madrugada y durmió bajo el friso de un caserón viejo, con el roncar de las motos desvelando el sueño y temblando más de miedo que de frío. Su madre tomó esa nueva ausencia a dormir en su casa como una mala señal, pero los vecinos le aconsejaron no ir a la policía que, según ellos, saben dónde está cada “boca” y no hace nada.
Joel deambuló toda la mañana y los pibes de la barra apenas lo saludaban, como quienes se cuidan de un leproso; al mediodía uno de los “perros” le dijo que fuera a la tarde a la “boca”, que estaban viendo de arreglar. Cuando llegó navegando en un mar de desconfianza, el trajinar de gente entrando y saliendo a comprar era bastante menor que otros días; “el jefe” no estaba pero sus principales perros que le dijeron se sentara a esperarlo y, para su sorpresa (o aumento de desconfianza), lo invitaron con un porro.
El “Capanga” llegó a la hora visiblemente excitado; le preguntó si había conseguido la plata o si había arreglado con la familia alguna forma de pago; mintió tratando de ganar tiempo, diciendo que había hablado con su madre, pero uno de los perros lo delató diciendo que no había ido a su casa.
“Me puso la nueve en la cabeza mientras me apretaba el cuello con la otra mano y me dijo que hasta que mi familia no apareciera con la guita me quedaba en la boca; yo pensé que era joda pero me llevo con la nueve siempre en la cabeza como para un patio que tienen en el fondo y ahí los perros me entraron a dar patadas, piñazos, me dieron con un fierro, unos palos, quedé todo roto”.
¿Cuántos días estuviste ahí?
Habrán sido como tres días, yo hacía caso a todo porque tenía miedo de que lastimaran a mi vieja o a mis hermanos.
¿Qué tenías que hacer?
Ellos me decían que una vez que mi vieja pagara la deuda tenía que trabajar para ellos pero que ellos me tenían que probar, porque me decían que era un cagón que no me animaba a arrastrar a una vieja o andar calzado, que tenía que aprovechar que era menor pero que no me daban los huevos.
¿Pero qué hiciste? Porque supongo que un fierro no te iban a dar.
Al otro día de estar ahí trajeron de pesado a un botija que les debía; ya venía bastante roto y lo llevaron derecho pal fondo, era de noche. El botija lloraba de dolor y lo tenían rodeado; el “jefe” me decía: “A ver si tenés huevos, puntéalo”, y me dio un cuchillo, pero como yo temblaba me lo sacó y ahí creo le dio como dos o tres puntazos, porque el pibe gritaba de dolor, pero yo no quise ni mirar.
Me volvieron al cuarto donde estaba y escuché que al rato lo sacaban y dijeron algo de quemarlo o algo así.
¿Quemarlo de pegarle unos tiros?
O prenderlo fuego, no sé; nunca más lo vi al botija.
(Un silencio denso esconde otros recuerdos más tétricos y que no se anima a contar).
¿Y cuándo saliste y por qué?
Y como a los tres días, pero me dijeron que ahora trabajaba para ellos y que si me cortaba solo iba a terminar como el Brian (creo que era el botija al que le pegaron en el fondo) y se iban a quedar con la casa de mi vieja.
***
Golpes fortuitos
La madre de Joel consiguió la guita para el “rescate” de su hijo y, aunque sabía por oídas dónde estaba “la boca”, no se animó a denunciar a la Policía. No es sencillo vivir en un barrio donde los “perros patrullan” a toda hora y hacen evidentes sus marcamientos.
El fin del cautiverio de Joel terminó gracias a la “guerra”; el dueño de la “boca” resultó preso en un operativo policial por otros asuntos, pero esto desató una disputa por el poder del territorio con bastante hemoglobina de los bandos en disputa, donde la peor parte, entre cárcel y ajustes de cuentas, la llevó la banda que lo tuvo retenido.
Aunque aún Joel a veces viaja en la popa de la barca de Caronte, se fue con su familia a vivir a otra zona, lo suficientemente lejos como para creer, fe mediante, que es posible retomar el camino de aquel gurí que, sentía, jugaba como Messi.