Hasta no hace mucho eran personajes anecdóticos del paisaje urbano: “pordioseros”, “pichi o bichicomes”, el “viejo de la bolsa”, el “loco de la esquina”, “cirujas”; pasaron de ser invisibilizados a irrumpir con una “incómoda” presencia, amuchada sobre todo en las principales avenidas montevideanas.
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Lacalle Pou, Beatriz Argimón y Jorge Larrañaga aún sonríen desde un enorme cartel de lo que alguna vez fue la enorme sede de la lista 404, que ocupa las calles Brandsen, Pablo de María y la avenida 18 de Julio.
El enorme edificio está abandonado desde la campaña electoral del 2019 y, a pesar del sobreviviente cartel que ofrece “Vivir sin miedo y con seguridad”, el miedo y la inseguridad son las sensaciones que viven los vecinos de los aledaños, los que viven en sus domicilios y los que viven por decenas en la calle. El miedo y la inseguridad son elementos cotidianos que viven unos vecinos, de “los otros vecinos”.
Al principio de la gestión de los sonrientes candidatos que luego ocuparon la presidencia y el Ministerio del Interior la solución para los habitantes de la calle fue reciclar un viejo decreto policial de “vagancia”, levantar de la calle a los ambulantes y alojarlos (encerrarlos) en la sede abandonada del club Neptuno.
El proyecto aparentemente quedó suspendido por la pandemia, y la población en situación de calle siguió aumentando; una población conformada por gente ya entrada en edad que hace años está en situación de calle, gente con enfermedades mentales, con problemas de adicción y gente recién liberada de la cárcel.
Se los encuentra viviendo solos y “acampando” con sus escasas pertenencias en diferentes plazas de la ciudad, debajo de frisos de edificios o locales comerciales, o en grupos de entre cinco o más personas.
“El otro”
Su existencia figura en las estadísticas del MIDES y sus identidades en las listas de algunos refugios, de algún plan de “frío polar”, en el parte diario de las seccionales policiales o en los dispositivos de contención municipales.
Pasar de largo ante su presencia (una conducta cotidiana en buena parte de los transeúntes), no debería formar parte de la sensibilidad de un periodista.
Cierto es que nuestras prioridades y nuestra vorágine cotidiana, porque no algún prejuicio no asumido, dificultan un abordaje directo para entablar un diálogo. Pero siempre surge un “santo y seña” (“una moneda pa’ comer”, “sale un tabaco”), que da lugar a una posible conversación para que “el otro” deje de ser un “otro” distante y desconocido.
Al muchacho que todas las mañanas, en la esquina del Libertador y Asunción, me pide una moneda para comer, lo veo desde lejos mientras avanzo hacia él, y con total intencionalidad saco tabaco para armar un cigarro.
– Buen día señor ¿me convida con un tabaco?
– Si dale, ¿cómo vienen las monedas? –. Me habla sin mirarme.
– Alguna se junta, pero yo pido pa comer nomá’, vio. No pido pa’ drogarme ni pa’ el vino –, se justifica.
– ¿Y juntás como para comer algo?
– Y a veces pa’ comprar una leche me da, o algún pan que compro en la panadería que a veces me da algunos bizcochos o algo de comida que les sobra.
– ¿Y cuando la panadería está cerrada?
– Rescato algo en los contenedores
– ¿Vas a alguna olla?
– Iba a una, pero ahora solo dan los jueves de tarde y a veces no da. ¿Tiene una moneda? – me pide, dando por terminada la conversación.
Cerca del mediodía, en Paraguay y 18 de Julio, unos pies con unos championes viejos asoman desde la caja de un televisor; de la otra punta de la caja, unos ronquidos atraviesan unos rulos de un hombre moreno. A unos dos metros del “encartonado”, otros hombres también duermen tapados de pie a cabeza en unas frazadas raídas. Duermen hasta esa hora porque su vida es la noche, la madrugada, donde acechan oportunidades y peligros. A la vuelta, por 18 de Julio, el Hotel Aramaya funge de refugio del MIDES, pero parece no haber capacidad para todos.
En la placita del Libertador y Pozos del Rey, una pareja de no más de 30 años cada uno matea sentados en el piso y aun dentro de las frazadas; una hoguerita a su lado calienta una lata con agua.
Hace dos días pasé por el lugar y vi a la policía, que los estaba convenciendo de irse. Fue el pretexto (ya que no me piden nada) para hablar con ellos.
Me presento, me miran con desconfianza, no estiran la mano para saludar. Quieren asegurarse de que no van a salir en la tele ni en los diarios. Se tranquilizan cuando les digo que no voy a sacar fotos ni voy a dar sus nombres verdaderos si no quieren.
– Nosotros teníamos un terrenito en un asentamiento en el Cofrisa (Las Piedras, Canelones), pero se nos prendió fuego el ranchito – empieza a contar Janet, que se convierte en vocera de la pareja, mientras Mario cuida el fuego, ceba y asiente con la cabeza lo que dice su compañera.
– ¿Y no les dio para armarse otro rancho?
– Lo que pasa es que el que teníamos era de nailon y unos palos que habíamos requechado, pero además no nos llevábamos muy bien con los vecinos.
– ¿Y algún refugio?
– La policía vino la otra vez y nos desarmó la carpa. Nos dijo que nos teníamos que ir y que nos iban a mandar unos asistentes, pero no nos dejan ir como pareja, tenemos que ir separados, él al de hombres y yo al de mujeres.
– Y volvieron acá.
– Si, pero hasta que vengan los milicos, y ahí nos iremos.
– ¿A dónde?
– Donde nos agarre la noche, como siempre - dice Mario que habla por primera vez.
Por Pozos del Rey hay un refugio donde hombres y mujeres esperan durante el día para poder ingresar. El temor a los robos y a perder las “pertenencias” y los problemas de convivencia son barreras que se interponen a la decisión de ir a un refugio.
Hay dudas que la precaución evita preguntar para no incomodar; uno de ellos es el tema de cómo se resuelve la higiene y las necesidades fisiológicas y, aunque uno pueda imaginar que las calles son un gran baño público, no puede dejar de pensar hasta qué niveles el Estado es capaz de dejar caer en degradación a estos ciudadanos.
La organización Ni Todo Está Perdido (NITEP), que es uno de los colectivos que trabaja con gente en situación de calle e integra alguna mesa institucional como la de la Intendencia de Montevideo, ha reclamado la posibilidad de poder contar con baños químicos. Pero hasta el momento no se ha efectivizado.
Nancy no debe tener más de 25 años y deambula por la zona del Antel Arena cuando me pide plata. Su mirada está como extraviada y, aunque me habla y sostiene la conversación, está como viviendo otra realidad en su mundo interior.
– ¡Ey don! ¿no salen 20 pesos para comer algo? – me pide, interceptándome el paso con una “Pipa” de pasta en la mano (un inhalador para el asma oficia de pipa).
– ¿No será para droga no? - le pregunto “provocándola”.
– No, don, le juro que es posta para comer algo.
Le doy un billete de 20 y veo que un muchacho desde los canteros de Centenario observa la escena; notoriamente está con ella. Nancy me da las gracias y se va rápido junto al hombre; luego, en una casa de una comisión barrial, me entero del nombre de la muchacha, que es conocida en el barrio, que hace dos años que está en situación de calle y que hace una semana llegó toda golpeada luego que en la madrugada unos hombres bajaran de una camioneta y la empezaran a golpear, hasta que el muchacho que “vive” con ella llegó y logró que se fueran.
Elsa es afrodescendiente y “vive” en la calle Piedras; cuenta que está allí porque tenía unos lugares mejores, pero “los pastosos” (menciona ella) la corrieron. Casi como una confesión me dice que “los negritos chicos” vivían con ella, pero se los llevaron del Iname (INAU). De todos modos, el punto elegido es “estratégico”: le queda cerca de la Emergencia del Maciel, donde a veces, en un descuido, logra quedarse a dormir; a pocas cuadras de una de las Ollas y de una de las pensiones donde, aunque no le dan para vivir, le dan agua.
Llega el momento de entregar la nota “escrita” en el pensamiento; de pasada, rumbo a la redacción, compro un refuerzo de salame y queso que voy comiendo en el camino.
En la plaza Cagancha un hombre alto me espeta a boca de jarro:
– “¿Me da un pedazo, que tengo hambre?”
Pienso que me da cosa darle algo mordido y le ofrezco unas monedas que acepta; no camino tres metros, que otro hombre me dice:
– “Don ¿me convida, que estoy cagado de hambre?”
Le entrego el refuerzo.
En un banco del monumento al gaucho, un hombre de unos 50 años pide comida a todo el que pasa.