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Artigas, el general traicionado

Por Marcia Collazo.

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Días pasados tuve la oportunidad de asistir a uno de los tantos debates que surgen, de manera tan espontánea como virulenta, en las redes sociales. Me tocó ser, en esta ocasión, la involuntaria disparadora de tal discusión. Publiqué una información sobre un curso a dictar, que lleva el título “Artigas, el general traicionado” y se mencionaba, entre muchos sucedidos, el caso de Genaro Perugorría y el de Fructuoso Rivera. Con respecto a Perugorría la cosa transcurrió sin mayores novedades.

Pero en cuanto a Rivera, florecieron en las redes comentarios que iban desde la supuesta sorpresa hasta la más franca indignación ante la mera posibilidad de que alguien se atreviera a asociar la figura de Rivera con la de un traidor. Dejaré de lado las lamentables expresiones de falta de respeto, burla, sarcasmo y otras formas de ironía, de las que algunos opinantes dieron muestras, ya que todas ellas constituyen fenómenos de violencia y, como tales, excluyen cualquier asomo de diálogo mínimamente racional. Me referiré en cambio a la palabra traición que, de acuerdo a la Real Academia Española, significa “falta que se comete quebrantando la fidelidad o lealtad que se debe guardar o tener”.

También se ha definido como el acto cometido contra el honor de una persona a la que se ha debido guardar algún tipo de lealtad, o contra la confianza que esa persona ha depositado en quien ha manifestado esa lealtad; o también como una falta contra la seguridad y la independencia del estado. En todos estos sentidos, y seguramente en muchos otros que se entrelazan con las circunstancias históricas de cada caso en particular, existieron sin la menor duda abundantes traiciones a José Artigas, durante el lapso de su actuación como revolucionario, jefe de los orientales, protector de los pueblos libres durante la Liga Federal, combatiente contra las dos invasiones portuguesas –la de 1811 y la de 1816- y contra los propios caudillos federales que terminaron volviéndose en su contra y haciéndola la guerra. Podrían mencionarse, así, los nombres de protagonistas de ese tiempo que, en mayor o menor medida, incurrieron en conductas que consistieron o bien en apartarse de su lado y abandonar las filas de sus ejércitos, o bien en conspirar directamente contra él e incluso planificar su muerte. Este último es el caso de Fructuoso Rivera, a estar a varios documentos, entre ellos la famosa carta, suscrita y firmada de su puño y letra, que dirigió a con fecha 13 de junio de 1820 al gobernador de Entre Ríos, Francisco Ramírez, quien combatía en esos momentos a nuestro prócer.

En dicha misiva expresa Rivera frases como ésta: «Todos los hombres, todos los Patriotas, deben sacrificarse hasta lograr destruir enteramente a Don José Artigas; los males que ha causado al sistema de Libertad e independencia son demasiado conocidos para nuestra desgracia y parece escusado detenerse en comentarlos, cuando nombrando al monstruo parece que se horripilan».

Y agrega: «No tiene otro sistema Artigas, que el de desorden, fiereza y despotismo; es escusado preguntarle cuál es el que sigue. Son muy, son muy marcados sus pasos, y la conducta actual que tiene con esa patriota Provincia justifica sus miras y su Despecho». Expresa posteriormente Rivera, quien revistaba en esos momentos en las filas militares del invasor portugués, en referencia a un supuesto pedido de ayuda que ha recibido de parte de Ramírez: «Con respecto a que yo vaya a ayudarle, puedo asegurarle que lo conseguiré, advirtiéndole que debo alcanzar antes permiso Especial del Cuerpo Representativo de la Provincia para poder pasar a otra, mas tengo fundadas esperanzas de que todos los señores que componen este Cuerpo no se opondrán a sus deseos ni los míos cuando ellos sean ultimar al tirano de nuestra tierra».

El hecho de que Rivera no haya cumplido esa promesa en los hechos –destruir o ultimar a Artigas, según sus palabras textuales- no lo exime del cargo de traición que muchos historiadores le han hecho. Todos los argumentos que se han esgrimido para liberar a Rivera de ese cargo son débiles o francamente inconsistentes. Por ejemplo, se ha pretendido excusarlo alegando que muchos otros, como Manuel Oribe y Juan Antonio Lavalleja, lo abandonaron o se pasaron a filas del invasor, cosa que no inhibe ni anula la propia actuación de Rivera. Se ha dicho también que Rivera le salvó la vida a Artigas, gracias a su intervención –posterior al combate, bueno es precisarlo- tanto en Chapicuy, en junio, como en el Queguay Chico, en julio de 1818. Es que precisamente, esa lealtad que Rivera habría demostrado en ambas ocasiones, no solamente se encuadraba en su deber elemental como soldado y como oficial, sino que vino a refrendar, a robustecer y a configurar lo que más tarde habría de constituir su traición, puesto que no traiciona quien no ha guardado fidelidad. Todo esto, que es muy elemental y que no debería ameritar mayores discusiones y mucho menos indignaciones y estupores, surge de los documentos y también de una abundante producción historiográfica.

Si la historia es, como dice el francés Jules Michelet, “una resurrección”, entonces tiene la virtud de hacer brotar o resurgir los acontecimientos, no con una finalidad meramente anecdótica, sino pedagógica y ética. La historia debería tender a educar, sostiene Michelet, eligiendo y difundiendo episodios de alto valor moral, que puedan operar como ejemplos orientadores de la conducta presente y futura. Esto, por supuesto, no aclara demasiado, sino que más bien añade leña al fuego del debate. Por lo mismo, lo más apropiado es escuchar la voz de la historiografía, que inevitablemente (además de los aportes documentales) también es interpretación y juicio.

En tal sentido la historia está en permanente análisis y revisión crítica, pero en nuestro país ha tenido además sus propias y peculiares formas de elaboración, muy vinculadas a determinadas miradas partidarias, lo cual incide en el surgimiento de debates que se apartan del estricto marco de la ciencia social e ingresan en el territorio de los intereses, emociones y adhesiones de la política. Como señalan Frega, Islas y Reali, “en función de las condiciones de producción del discurso histórico predominantes en el Uruguay de la primera mitad del siglo XX, la mayor parte de los relatos disponibles eran tributarios de escritores que actuaban en la esfera pública en representación de alguna de las agrupaciones político-partidarias”.

Así, determinadas singularidades de la producción historiográfica uruguaya transitaron el difuso territorio que media entre el discurso histórico y el político. A esto se suma la temprana recuperación del caudillismo -como también señalan las autoras aludidas- que habría comenzado con la rehabilitación de Artigas en las últimas décadas del siglo XIX y que se continuó con la instalación pública de las figuras de Rivera y de Lavalleja en el que podríamos llamar panteón de los héroes, con todas las reservas del caso. Y aunque ya a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, comenzó todo un revisionismo sobre los procesos de independencia y el surgimiento de la nación, la tendencia a vincular la historia y la política no nos ha abandonado ni mucho menos, a juzgar por los estallidos emotivos en las redes sociales. Separar actitudes, convicciones, presión social, intenciones y conductas humanas impulsivas de una racionalidad metódica y basada en fundamentos que puedan ser lógicamente explicitados, es hoy por hoy uno de nuestros mayores desafíos, como lo fue hace dos mil quinientos años.

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