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Columna destacada | América Latina | guerra |

Tomar las riendas

América Latina y el fin de la historia

El atrevimiento de tomar decisiones en interés de nuestro propio destino ya se ha pagado con sangre, pero no deberíamos resignarnos a ser los eternos títeres del vasto escenario mundial

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Había una vez, en los ámbitos siderales del tiempo y del espacio, un mundo dividido en dos bloques, liderados por las dos superpotencias que aparecieron sobre los escombros de la segunda guerra mundial. Estas potencias se sostenían en el equilibrio del terror, práctica más vieja que la humanidad, pero que sigue resultando eficiente. Estados Unidos y la Unión Soviética se apropiaron, cada uno, de sendas tajadas de planeta, y provocaron en su competencia carnívora muchos más males que los ocasionados por las dos guerras mundiales juntas. La gente se alineó a fondo en este o en aquel bloque, decidida a considerar como enemigos mortales a sus contrarios. Empezó el reino de la nueva inquisición, de uno y de otro lado del mostrador. Hubo quienes se entusiasmaron hasta el delirio con la religión de sus amos, y así aparecieron teóricos como el fervoroso Francis Fukuyama, que llegó a preconizar “el fin de la historia”, a través del nacimiento de un pensamiento único donde el “ideal de la democracia liberal no puede ser superado”.

Difícil que la historia se termine, sin embargo, por lo menos mientras continúe en la tierra el animal humano. En la Guerra Fría (imaginemos una gran mesa de negociaciones erizada de alambres de púas, y con todas las armas a la vista, mientras brotan otras múltiples guerras en cada lado de los bloques) se estableció que el diablo o el maligno residía en el bando opuesto. Y algo más: empezó a quedar en evidencia que una parte gigantesca del planeta no creía en el cacareado (y falso) modelo occidental de democracia, y sospechaba que ese capitalismo (el particular capitalismo histórico de occidente, que en el mejor de los casos es uno entre tantos) no dudaría para siempre. Desde hace un tiempo le toca el turno de jugar a Asia, y más concretamente a China, que salió de su tradicional aislamiento para patear el tablero de los convencionalismos tan duramente construidos. Desde hace al menos cinco años, China es la única economía del mundo que ha crecido. ¿Será China capitalista, además de ser comunista? ¿O es más acertado hablar, en su caso, de “autoritarismo de mercado”?

Más allá de los rótulos, está claro que la patada al tablero mundial ha sido demoledora. En occidente bien lo saben. El socialismo o comunismo chino, así como su peculiar sistema económico, constituye actualmente el desafío más profundo para esos conceptos que han sido sacralizados a despecho de la realidad. Me refiero la democracia liberal y al orden internacional surgido durante la guerra fría. Si atendemos a la creciente alarma de la Unión Europea, y a su apresuramiento por marcar presencia en su vieja reserva de riquezas (América Latina) para que la garra del tigre chino no se quede con ella, ¿Estaremos asistiendo a una nueva guerra fría, de características muy distintas, entablada entre el bloque occidental y China?

Yo creo que la cosa va mucho más allá. China, que todo lo ve y todo lo analiza, no parece dispuesta a entrar en la dinámica de la ya caduca Guerra Fría entre el capitalismo a lo yanqui y el socialismo a la soviética. No. No le interesa amoldarse a semejantes esquemas, en los que jamás quiso entrar, sino barajar y dar de nuevo, en el más completo sentido. Sabe que está rozando la cumbre de la economía mundial, y esto no es nada nuevo, si pensamos que desde hace dos mil años se considera la cumbre de la civilización, a despecho de los mezquinos desprecios occidentales. Si hubiera un fin de la historia, éste no tendría su centro en Estados Unidos, ni siquiera en Europa occidental o en Rusia, sino en la vieja y temible China. Ahora resulta que a nosotros, los uruguayos, también nos deslumbra. Ahora resulta que no importa el “palo” ideológico de nadie, con tal de que se nos asegure la “fariña”, según descarnada expresión que supo usar un político uruguayo del siglo XIX. Deberíamos reflexionar en esto. A la hora de encresparnos de furia contra el pseudo comunismo de algunos países latinoamericanos, no vacilamos en condenar a tal o cual régimen, tachándolo de dictadura. Tampoco vacilamos en ponernos del lado de Estados Unidos, aunque sea de manera pasiva o implícita, en su criminal carrera bélica contra sus “enemigos”, en el mundo entero y más específicamente en Oriente Medio, y en este, su “patio trasero”. Los mismos que se hicieron cómplices del bloqueo a Cuba -por dictatorial, por comunista, por violadora de los derechos humanos- miraron para el costado cuando Estados Unidos apoyó a Pinochet en Chile, y hoy sostienen fervorosos sueños de prosperidad en relación al gigante chino.

Mientras tanto, Biden se desespera. “Debemos demostrar que la democracia aún funciona”, dijo en su primer discurso ante el congreso como presidente. Poco después, en su primera gira internacional, dijo que “mi viaje a Europa va de que Estados Unidos reanime las democracias del mundo”. Pero esta vieja retórica está gastada. Nadie cree, en el fondo, que Estados Unidos sea capaz de liderar transformación alguna, y mucho menos lo cree la Unión Europea, que ahora se acordó de América Latina, en la que ya puso la mira China, con beneplácitos variados por parte de algunos gobiernos, entre ellos el nuestro. Así las cosas, a nadie se le ocurre que América Latina pueda, por fin, bastarse a sí misma; mirar para adentro y aprovechar la oportunidad de crisis para esbozar, al menos, un intento de unión que redunde en provecho propio. Si hay un fin de la historia, ése podría ser el fin de las rémoras coloniales, que los americanos llevamos tatuadas a sangre y fuego en el pecho y en la conciencia. Se trata de la construcción de un proyecto narrativo divergente de la línea dominante, la cual ha sido desde siempre la injerencia extranjera con fines de expoliación. Un proyecto arduo y en buena medida utópico, pero no imposible, ya que la utopía no significa únicamente un sueño impracticable. Fue Bolívar quien más avanzó en los planes integracionistas de la que denominó América Meridional, para distinguirla de su homónima del norte. En su Carta de Jamaica, de 1815, dijo que “Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un sólo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse”. Sea cual sea el rumbo que decida tomar América en pos de su fortalecimiento y de su unión, es evidente que el mayor obstáculo para lograrlo no depende de la diversidad de climas, geografía o de culturas, porque entonces también habría sido imposible para China o para Rusia, o para la misma Unión Europea. La mayor piedra en el zapato es nuestra cabeza, nuestra rémora colonial, que nos impide mirarnos a nosotros mismos y nos obliga a rendir culto a quien sea, con tal de que provenga del extranjero. El atrevimiento de tomar decisiones en interés de nuestro propio destino ya se ha pagado con sangre, pero no deberíamos resignarnos a ser los eternos títeres del vasto escenario mundial, y mucho menos en la presente coyuntura de crisis de los grandes relatos (ya no del comunismo, sino de la democracia liberal capitalista) y de los roles supremos en ese asunto de mandar en el mundo. Para que algún día América Latina se vuelva vieja de veras y logre asumir sus propias riendas, hay que comenzar desde ahora la tarea.

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