Todos también recordaban que ese mismo hombre, con esa historia y antecedentes, fue acusado por Mao Zedong de “impenitente seguidor del camino capitalista” que “rehúsa corregirse”, y se convirtió en la víctima más ilustre de la Gran Revolución Cultural Proletaria, la tragedia humana, política e ideológica más grande de la historia de la Nueva China.
Lo que muy pocos sabían era que ese hombre, registrado por su padre con el nombre de Deng Xiaoping, bautizado por su pueblo como el “Pequeño Timonel” y tres veces purgado por la dirección de su propio partido, se convertiría en uno de los estadistas más importantes del siglo XX, y que su informe a esa III Sesión Plenaria del XI Comité Central se convertiría en uno de los acontecimientos políticos, económicos, sociales e ideológicos más importantes de la historia milenaria de China (y de la centenaria del PCCh), y, por sus alcances y consecuencias, del mundo que hoy nos toca vivir.
Y así ocurrió. El discurso pronunciado por Deng Xiaoping, titulado “Emancipar la mente, buscar la verdad de los hechos y unirse todos para mirar al futuro”, alumbró el proceso de Reforma y Apertura, la mayor revolución económica de la historia; sentó las bases para la construcción del “socialismo con características chinas” y puso proa para hacer de la República Popular de China, según reconoció Naciones Unidas, el “más grande milagro de crecimiento económico del siglo XX, y quizás de toda la historia”.
“Estamos haciendo algo que China nunca hizo antes, ni siquiera hizo en sus miles de años de historia. Las reformas en marcha tendrían un impacto no solo doméstico sino mundial”. “Si no comenzamos las reformas y las 4 modernizaciones (agricultura, industria, defensa y ciencia y tecnología), entonces nuestro objetivo de modernizar el socialismo será sepultado”, proclamaba el reformador al momento de lanzar su gran estrategia de desarrollo.
Los años del Gran Salto Adelante (1958-1962) y la década de la Revolución Cultural (1966-1976) habían hecho del país entonces el más poblado del planeta una gran masa de cientos de millones de pobres, adoctrinados y aislados del resto del mundo. La gran tarea de Deng fue convertir esas fuerzas destructivas en energía constructiva para edificar una nueva China y romper con el centralismo y verticalismo económico, institucional, ideológico y cultural de los 30 años anteriores a la Reforma y Apertura.
El espíritu “emancipador” penetró en todos los ámbitos de la sociedad. Las ciencias, el arte y la academia comenzaron a experimentar una mayor libertad. Por sobre todas las cosas, la “emancipación de las mentes” supuso una liberación de los dogmas que envenenaron la ideología del movimiento comunista internacional y la innovación teórica y práctica del marxismo leninismo hasta entonces jamás alcanzada.
Un milagro con características chinas
Sinófilos y sinófobos, propios y extraños, todos coinciden en que el proceso de reformas y modernización de la economía china, concebido y liderado por Deng Xiaoping, es el padre de lo que hoy se conoce como “milagro económico chino”, que produjo resultados nunca antes alcanzados por país alguno.
La economía política y la sociología enseñan que los resultados de cualquier modelo de crecimiento deben juzgarse en su capacidad de mejorar la vida de su gente. Nada en China ha cambiado tan rápido o tan completamente durante la era de las reformas como lo ha hecho la sociedad y ninguna sociedad ha experimentado una transformación tan profunda.
Ningún otro acontecimiento en la historia del hombre ha mejorado en tan corto tiempo la situación de un porcentaje tan grande de su población y de la humanidad como el “socialismo con características chinas” de Deng Xiaoping. Una sociedad agraria, preindustrial, pobre, poco educada, dependiente del Estado para satisfacer sus necesidades básicas de consumo y aislada del mundo se convirtió en una nación urbanizada, industrializada, cada vez más rica, altamente educada, integrada al mundo y con un mercado donde comprar y vender los más variados bienes y servicios. China consiguió en treinta años lo que a Inglaterra y a Estados Unidos les llevó doscientos.
Un país predominantemente rural y agrícola con una industria ineficiente y débil, donde uno de cada cuatro vivían por debajo de la línea de pobreza; un país aislado del resto de la economía mundial, ni siquiera miembro del Consejo de Asistencia Económica Mutua (Comecon), la organización de cooperación económica compuesta por los países comunistas y promovida y liderada por la Unión Soviética después de la Segunda Guerra Mundial. Así resumía la situación económica Deng en la víspera del lanzamiento de las reformas de 1978: “Somos tan pobres y estamos tan atrasados que, por ser sincero, no llegamos a satisfacer las expectativas de nuestro pueblo. El mundo se pregunta cuánto tiempo puede resistir el pueblo chino”.
Así estaba China cuando, en la recordada III Sesión Plenaria, Deng propuso cruzar el Rubicón y emprendió el camino sin retorno de la liberalización del sistema económico y la apertura al exterior, una de las más innovadoras y disruptivas transformaciones de China y de la historia moderna.
El nuevo modelo de desarrollo sacó a más de 800 millones de personas de la pobreza, la mayor reducción de las iniquidades de los tiempos modernos. Y en 2021, celebrando el centenario de la fundación del PCCh, Xi Jinping anunció oficialmente Urbi et Orbi que China, por primera vez en su milenaria historia, había erradicado totalmente la pobreza absoluta.
En 1978 cada uno de los chinos recibía un ingreso promedio de poco más de 200 dólares, uno de los más bajos del mundo; 76 veces menos que el de Estados Unidos, 81 veces menos que el de Alemania y 66 menos que el de Japón, y en una clasificación de 190 países se ubicaba al mismo nivel de Zaire. En tan solo 40 años, la mitad de la vida promedio de una persona, se transformó en una economía de ingresos medios per cápita superior a los 12.000 dólares y, según las proyecciones del Banco Mundial para 2049, su PIB per cápita será dos tercios del de Estados Unidos.
Entre 1978 y 2016, la esperanza de vida que resume el efecto combinado de políticas económicas, sociales, sanitarias y educativas aumentó diez años y la mortalidad infantil se redujo en un 80 por ciento.
A finales de la década de los setenta, el PIB de China representaba apenas el 1 por ciento del mundial, hoy es la segunda economía del mundo y la primera si se mide en términos de Paridad de Poder Adquisitivo, y representa casi el 20 por ciento del total de la producción anual del planeta, según los índices del Banco Mundial. Al comienzo de las reformas, su PIB era apenas el 1 % del de Estados Unidos, siempre según el Banco Mundial; en dólares corrientes la economía del gigante asiático es más del 70 % de la superpotencia norteamericana.
Sus importaciones y exportaciones eran del 0.8 por ciento del volumen total del comercio global. En 2009 superó a Alemania como mayor potencia exportadora y en 2013 a Estados Unidos como mayor potencia comercial (Financial Times 2014). Su producción industrial, equivalente en el año 2000 a la cuarta parte de la de Estados Unidos, superó en 2017 la de Estados Unidos y Japón juntos. Desde hace años el mundo le debe más de un tercio de su crecimiento anual a la economía china.
Hoy es el segundo país importador a escala global, uno de los principales inversores internacionales y receptor de Inversión Extranjera Directa. Luego de Japón, la República Popular también es el segundo acreedor de Estados Unidos y principal tenedor de reservas internacionales.
Ese fue el gran legado de Deng Xiaoping: una Segunda Revolución, una nueva “Larga Marcha” que, así como la primera, encabezada por Mao, llevó a los comunistas chinos al poder. Ésta cambió para siempre los destinos de la nación, sus relaciones con el resto del mundo, y sacudió las teorías económicas y políticas hasta entonces dominantes.
Occidente debió rendirse a la evidencia de que un Partido Comunista fuera capaz de implementar la más extraordinaria y exitosa transformación económica y social de la historia.
En este casi medio siglo desde su inicio, la reforma “denguiana” y sus dos hijos pródigos, la economía socialista de mercado y el socialismo con características chinas, son parte del programa de estudio de las facultades de economía y ciencia políticas de casi todas las universidades del mundo y una referencia ineludible en cualquier análisis, conferencia o debate sobre China y su protagonismo internacional.
Sin embargo, reflexionar sobre las reformas de China no es solo un tema académico.
A pesar de que los comunistas chinos no se cansan de repetir que su sistema “con características chinas” es único, intransferible e irrepetible, su éxito económico hace que muchos países lo vean como un ejemplo a seguir, un modelo de desarrollo que podría ayudarlos a pasar de la pobreza a la riqueza en tan solo una generación.
Es el caso de África donde China se ha convertido en su principal socio económico multiplicando por 100 el volumen de negocios entre 1992 y 2008. Según las última encuestas de Afrobarometer y Gallup, el 60 % de los consultados en 16 países africanos consideraron que la influencia china es "algo" o "muy positiva” (y tan solo un 14 % creen que es “negativa”), y donde sus líderes tienen muy presente que hace sólo treinta años China era tan pobre como Malawi. Si África pudiera lograr al menos la mitad del éxito económico de China, el continente se transformaría.
Esta semana Beijing fue la capital de África. Líderes de 53 países (todos menos el minúsculo Reino de Esuatini) y la Comisión de la Unión Africana celebraron la reunión cumbre 2024 del Foro para la Cooperación entre China y África (FOCAC por sus siglas en inglés), el mayor evento diplomático organizado por China pospandemia con la mayor asistencia de líderes extranjeros.
El tema de la cumbre fue “Unir esfuerzos para avanzar en la modernización y construir una comunidad China-África de alto nivel con un futuro compartido”. El objetivo: la construcción del mejor modelo de desarrollo, siempre “con características africanas”.