El Torpedo Müller, como se lo apodaba, fue un centrodelantero que se destacó en el Bayern Múnich entre mediados de la década del 60 y fines de los años 70.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
Según figura en los anales futboleros, y hasta en Wikipedia, es uno de los seis mayores goleadores de la historia del fútbol, tras anotar 735 goles oficiales.
En copas internacionales es uno de los máximos goleadores europeos, con 66 goles, anotados en 74 partidos.
Siguiendo tales reseñas, se sabe que obtuvo la Bota de Oro de Europa en dos oportunidades -en 1970 con 38 goles y en 1972 con 40 goles-, el Botín de Oro en la Copa Mundial de Fútbol de 1970 con 10 goles y el Balón de Oro al mejor jugador europeo en 1970. Además, fue el máximo goleador de la Eurocopa de 1972 con cuatro goles, siete veces goleador de la Bundesliga y cuatro veces goleador de la Copa de Europa.
Con la selección alemana anotó 68 goles en 62 apariciones, además de ser campeón de Europa en la Eurocopa 1972 -anotando dos goles en la final- y ser campeón del mundo en la Copa Mundial de Fútbol de 1974, en la que anotó el gol de la victoria en la final contra la Naranja Mecánica, como era conocida Holanda, y no Países Bajos, como exigen ahora.
Como jugador del FC Bayern de Múnich (1964 a 1979), Müller ganó cuatro campeonatos alemanes, la Copa DFB cuatro veces, la Copa Campeones de Europa tres veces, la Recopa de Europa una vez y la Copa Intercontinental una vez.
Es el único jugador en la historia que ha marcado en una final de Copa de Europa de Clubes, en una final de Eurocopa y en una final del Mundial de selecciones.
En la actualidad es el tercer máximo anotador de las Copas del Mundo con 14 goles (10 en 1970 y 4 en 1974), solo detrás de Ronaldo (15 goles) y Miroslav Klose (16 goles) habiendo jugado menos mundiales que ellos.
Media vuelta letal
Gerd Müller no tenía un físico espigado. Cuando jugaba con medias bajas parecía algo rechoncho y pachorriento, pero tenía una aceleración brutal en distancias cortas y era letal en el área rival.
Se destacaba por convertir goles desde posiciones poco probables o definir en huecos y situaciones en las que estaba de espaldas al arco pero giraba a gran velocidad.
Su centro de gravedad un poco bajo, por su estatura, le permitía giros y amagues con los que zagueros más altos eran burlados. Era letal sacando disparos potentes de corta distancia, con poco recorrido de la pierna, en un gesto deportivo que parecía vencer las leyes de la biomecánica.
De complexión robusta y músculos potentes, era como un Panzer, pero con un motor de Fórmula 1 con récord de velocidad, no en las rectas largas, sino en las curvas con chicana.
Síndrome
Cuentan que él mismo decía que tras convertir un gol, todos sus compañeros sabían que no debían pasarle el balón tras reanudar el juego, por algunos minutos incluso.
Afirmaba que él quedaba con tal grado de euforia tras un gol propio que no podía resolver bien ni siquiera un pase sencillo, mucho menos definir inmediatamente en la valla contraria.
Es como si llegar al éxtasis emocional al meter un gol -no en vano algunos hablan del gol como orgasmo del fútbol- le impidiera por cierto lapso convertir otro, como si acaso se tratara de una especie de síndrome poscoital masculino luego de llegar al clímax.
Al parecer, Müller se basaba en las estadísticas que expresan de manera contundente que incluso los máximos goleadores no convierten dos goles inmediatos. Hasta quienes meten un hat-trick o más goles en un mismo partido no hacen dos goles en un tiempo muy breve.
Por eso él mismo le ordenaba a sus compañeros del Bayern y de la aelección alemana que no le pasaran la pelota por algunos minutos tras hacer un gol y esperaran obligatoriamente la señal para poder volver a hacerlo.
Los goles en política
En la actividad política, incluso en una vertiginosa campaña electoral, el síndrome Gerd Müller podría explicar más de una conducta ansiosa y bien podría servir de experiencia para no cometer errores, como los de quienes pretenden hacer un gol tras otro, o al menos, otro gol después de haber tenido la suerte de embocar uno.
En estrategias de comunicación política se estudia la comunicación analizando sus picos y valles para entender el imprescindible tiempo que suele necesitarse para dejar que los aciertos se asienten como tales.
Uno de los mayores peligros para los que están en la agenda pública es la sobreexposición. Si en política el mayor riesgo es no aparecer nunca o hacerlo sin alcanzar destaque, la ansiedad de figurar termina siendo una desesperación asumida como necesaria.
En cambio, para quienes ya están instalados, el peligro mayor es sobreexponerse demasiado sin siquiera comprender los tiempos de máximo impacto combinados con la imprescindible retracción inmediata.
Esto lleva a recordarles que si tuvieron la suerte o el mérito de hacer un gol, deben auscultar el tiempo de reacción personal que necesitan para salir de ese estado de euforia que suele nublar la vista y los objetivos a más largo plazo.
No entender su timing personal y el de la sociedad o estadio en que juegan, para asimilarlo, suele llevar a borrar la estela de ese estallido en la hinchada con una jugada torpe, con muy alta probabilidad de fallo, incluso cuando parezca un gol fácil de hacer.
Sin caer en ningún elogio de la moderación que enlentece y desvía, y tratando de esquivar el vértigo de la gambeta intrascendente en pleno goce, se recomienda dejar reposar la euforia personal y la colectiva en las tribunas para poder participar de nuevo en ese ritmo de vértigo que lleva al gol y a la ansiada victoria. Por cierto, un hecho colectivo siempre, aunque a los ojos de los que solo miran la pelota, en el fútbol y en la política, parezca solo una estocada individual.
Con el actual auge, merecido por cierto, porque ya era hora, del “fóbal” femenino, está demás explicar que este síndrome de goleador puede afectar no solo a goleadores ansiosos, sino también a goleadoras.
Vaya si hará falta jugar en equipo, saber tocar para que el balón circule, avanzar en bloque ocupando espacios, abrir la cancha con mucha amplitud para tener esa profundidad que permite, con audacia e intuición, transformar la jugada incluso más anodina en una vertiginosa definición que lo cambia todo al mandarla al fondo de la red. Que así sea.