No es una casualidad que el legendario tango del siglo XX Cambalache, con letra de Enrique Santos Discépolo, haya sido escrito en 1934. Argentina transitaba la Década Infame, primer golpe militar del siglo XX, y nosotros padecíamos al golpista vernáculo Gabriel Terra. Atrás ha quedado aquel terrible y sangriento siglo, pero no sus huevos de serpiente.
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La actualidad sólo viene a demostrar que, aunque la tecnología pueda sorprendernos, atropellarnos y causarnos vértigo, el alma humana, con sus luces y sombras, sus proezas heroicas y sus más ramplonas miserias, sigue siendo la misma. El cinismo —no me refiero, por cierto, a la escuela griega, sino a una actitud de desafío a la justicia, desprecio a la verdad y repudio implícito de los altos valores de la ética— ha ganado terreno en nuestras existencias de una forma tan desvergonzada que, seguramente, causaría pavor en el mismo Santos Discépolo y en tantos agudos observadores (y combatientes) de su época.
Entre tales arrebatos de cinismo se encuentra el laborioso y metódico proceso de dilución, o lisa y llana eliminación, de una multitud de ideas que una vez presidieron las más altas políticas uruguayas en materia social, laboral y educativa y que fueron, por lo mismo, motivo de orgullo y de fama mundial del paisito. Se trata de esos conceptos por los que, ya en 1874, le cerraron su escuela a la maestra anarquista Louise Michel, apodada la Virgen Roja, bajo la acusación de hablar a sus alumnos de “humanidad, justicia, libertad y otras cosas inútiles”.
Nada es nuevo bajo el sol, pero entre nosotros, quiere el destino que esa corriente llamada neoliberalismo (tan aborrecida por unos y tan defendida a capa y espada por otros), hecha a medida para ser aplicada en los países pobres del orbe, haya elaborado también su propio index de palabras prohibidas. El fenómeno ha sido estudiado por el lingüista inglés Norman Fairclough, para quien el capitalismo global es un "proyecto lingüístico" en el que “el lenguaje es parte del nuevo orden” e incluye “la imposición de nuevas representaciones del mundo, nuevos discursos” y “nuevas formas en el uso del lenguaje. Así, el proyecto del nuevo orden es, en parte, un proyecto lingüístico. En consecuencia, la lucha en torno al nuevo orden pasa, en parte, por una lucha desde y acerca del lenguaje” .
Es por eso que, al estudiar los procesos históricos, el análisis de los discursos de época (artículos periodísticos, intervenciones parlamentarias, mensajes de los primeros mandatarios a la población, etc) es uno de los métodos más valiosos a efectos de la comprensión histórica, y sirve, por contraste, para medir la mutación de las mentalidades. Nuestra tierra, siempre dependiente, desde nuestros albores en el período colonial, hasta la hora presente, ha presenciado las acometidas del capitalismo extranjero, primero inglés y después norteamericano. En 1900 dijo José Enrique Rodó, en referencia al coloso del norte y a su influencia, que la admiración hacia los Estados Unidos era un “género de snobismo político” y de “abdicación servil”.
Pueden mencionarse, sin embargo, tres diáfanas excepciones a la regla en materia de liberalismo y neoliberalismo (cuya faz es, sin excepciones, depredadora) en nuestro territorio. La primera fue la revolución oriental, con el vasto proyecto geopolítico artiguista y su poderoso ensayo de justicia social, plasmado en el Reglamento de Tierras de 1815. La segunda tuvo que esperar nada menos que un siglo, y consistió en el primer batllismo (1903-1929). Éste debió enfrentarse a las consecuencias de la modernización, que incluían el alud de empresas extranjeras de servicios, la especulación desenfrenada, el alambramiento de los campos, el nacimiento de los pueblos de ratas y la agudización de la miseria en la mayor parte de la población, urbana y rural, en especial después de la crisis de 1890. Cuando quedó claro el programa económico y social de don Pepe, treparon al cielo las indignaciones, los escándalos y las alarmas de las clases dominantes, acostumbradas al abuso desde los primeros tiempos de la Patria Vieja. Hasta el Foreign Office británico protestó. Pero Batlle se mantuvo firme en su línea, pues si algo puede decirse de él es que no amaba la desigualdad ni la consideraba natural, sino que más bien la aborrecía y se proponía acabar con ella.
Ahora bien: en referencia a los usos del lenguaje y las listas de palabras prohibidas, ¿recurrió Don Pepe a determinados términos e ideas hoy consideradas infames y escandalosas? Sin duda. Puede decirse que todo el ideario batllista, así como las concepciones y fundamentaciones que dieron base a aquel período fermental de nuestra historia, son actualmente indeseables para nuestros actuales conservadores, que han renunciado largamente a todos y cada uno de sus ideales. La oposición a Batlle y a su programa comenzó, en realidad, desde el primer instante. Fue a partir del Alto de Viera de 1916, cuando surgieron las denominadas derechas uruguayas, encarnadas una en el partido colorado, a través de Pedro Manini Ríos, y la otra en el partido nacional, con Luis Alberto de Herrera. Se acusó también a Batlle y Ordóñez de comunista, desde el primer momento, pese a su opinión contraria a la lucha de clases y a la revolución del proletariado. Poco importaba semejante matiz a los conservadores, centrados únicamente en defender sus intereses y privilegios, e imbuidos de un santo pánico a las reivindicaciones de las masas trabajadoras. Batlle creía en la obtención de la justicia social por otros medios, en los que el Estado protector y benefactor jugaba un papel preponderante, y esto bastaba para que la alarma conservadora recrudeciera. Un solo ejemplo alcanza para ilustrar el punto: la primera huelga general del Uruguay ocurrió en mayo de 1911, recién comenzado el segundo mandato de Batlle (1907-1911). Todo comenzó con el conflicto de los tranviarios. Las empresas que ofrecían este servicio estaban en manos de capitales ingleses (la “Sociedad Comercial de Montevideo”) y alemanes (“La Transatlántica”, cuyos gerentes eran los uruguayos Juan Cat y Esteban Elena). Los tranvías eran el principal medio de locomoción de la época, y su paralización acarreaba no solamente perjuicios para los usuarios (único argumento esgrimido hoy por las derechas para demonizar las huelgas), sino además grandes pérdidas económicas. Barrán y Nahum consignan que los obreros “…trabajaban de 10 a 11 horas diarias, sin contar los descansos, quedando «atados» durante 15 horas en total”. Estaban “hasta 8 horas sin comer y sin atender necesidades fisiológicas”. No tenían días libres. Ganaban salarios de hambre, y aseguraban que después de 8 a 10 horas sobre “los pescantes ningún motorman está en condiciones de responder por la vida ajena”. A los reclamos siguen los despidos.
El 22 de mayo se votó la huelga general y los manifestantes se fueron a ver al presidente; aunque chocaron con la Policía, lograron abrirse paso. Hasta entonces el Estado uruguayo había respondido siempre, de forma sistemática, frente a los “disturbios” de la cuestión obrera, de la misma manera: mediante la represión armada y poniéndose del lado de las patronales. Ahora las cosas habían cambiado. Batlle salió al balcón y fue ovacionado con un atronador aplauso. El poeta anarquista Ángel Falco, trepado a un árbol, le habló: “El pueblo, que os conoce, espera de vos que sabréis mantener la actitud de siempre en esta emergencia, ante la batalla (…) entre los huelguistas y las empresas”. El presidente respondió garantizando su apoyo a los trabajadores “mientras os mantengáis en el terreno de la legalidad”. Y agregó unas palabras que hoy sonarían atroces e incendiarias para una buena parte de nuestros políticos en boca de un primer mandatario: “Organizaos, uníos y tratad de conquistar el mejoramiento de vuestras condiciones económicas, que podéis estar seguros que en el Gobierno no tendréis nunca un enemigo”.
Sólo resta decir que, en consonancia con esta actitud, el programa batllista coincidía casi punto por punto, no con algún proyecto conservador, sino con el pliego de reivindicaciones del partido socialista.
Carlos Real de Azúa dirá, en su obra El impulso y su freno, con una mirada fuertemente crítica, por cierto, pues no hace ninguna concesión a nada, que la peculiaridad del batllismo fue “la enérgica acentuación de los elementos compasivos y solidaristas de su ética social (…) un humanismo filantrópico (…) penetrado de altruismo laico”. Nosotros agregamos que se trató no solamente de defender los derechos de los más humildes y excluidos, ni de una particular proyección de la idea de bienestar social y de justicia, ni de la dignidad nacional. Fue además una lucha desde y acerca del lenguaje. Hoy asistimos a otra, bien distinta, cuyos usos y términos no deberíamos desatender a la ligera, puesto que enmascaran prácticas de poder que buscan generar comportamientos, suprimir ciertas ideas y cumplir con determinados objetivos de control en nuestra sociedad.