Acabo de ver la película Argentina, 1985, dirigida por Santiago Mitre y protagonizada por Ricardo Darín y Peter Lanzani. Me sonó, si es que los filmes nos inspiran sonidos, a una especie de bofetada. También a un grito desconsolado. Uno de esos gritos largos, que cada tanto pega la historia, y que para los uruguayos debería ser escuchado como el eco mayor de la vergüenza. Por lo que pudimos hacer y no hicimos. Por lo que pudimos legislar y no legislamos. Por lo que pudimos votar y no votamos.
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El ciclo de las dictaduras del Cono Sur, por los años 70 y 80, fue un zarpazo brutal que golpeó muy especialmente a Brasil primero, y luego a Argentina, a Uruguay y a Chile, motivado en el objetivo principal de bloquear el camino de las hondas transformaciones populares en pro de los sectores sociales tradicionalmente excluidos, oprimidos, explotados. Impedir un auténtico desarrollo productivo de todos estos pueblos, echar abajo toda posibilidad de una reforma agraria, de nacionalizar empresas extranjeras, de instaurar aunque fuera un mínimo de igualdad y de justicia social. Esa era la consigna. Cortar de raíz, apenas echara un tímido brote, todo intento de emular a la revolución cubana. Para ello se movilizó el ejército, con la complicidad de las elites políticas y económicas, en el contexto del famoso Plan Cóndor, campaña de represión política y de terrorismo de estado impulsada por Estados Unidos.
De la mano de ese Plan, implementado a conciencia por las dictaduras referidas, llegaron a los respectivos países la vigilancia, el seguimiento, la detención, la tortura, las desapariciones y los asesinatos. La película Argentina, 1985 viene a mostrar el día después de aquellos horrores. Hurga, del mismo modo que hurgó el fiscal Julio Strassera junto a su equipo de trabajo, entre los escombros de lo que pudo rescatarse. Elige ángulos, enfoques y miradas, pero no deja de lado la exhibición del horror, en toda su crudeza, a través de dos o tres pinceladas maestras. Muestra también el manto espeso de la impunidad, que no obstante, gracias a un esfuerzo titánico por parte de las instituciones y de la sociedad argentina, pudo ser derrotado, por lo menos en parte. La bofetada y el sentimiento de vergüenza, que muchos uruguayos han sentido sin la menor duda -yo me cuento entre ellos, por rabia, por impotencia, por profundo sentimiento de injusticia-, es uno de los resultados anímicos que uno se lleva al levantarse de la butaca. Hay quienes prefieren olvidarse de esos hechos, bien porque no los han vivido, bien porque, pese a haberlos presenciado, creen que echando tierra sobre ellos, lograrán conjurarlos, desterrarlos para siempre jamás, o en todo caso, hacer que otros los olviden, no piensen en ellos, o no imaginen siquiera -supremo anhelo de los cómplices de la violencia-, que alguna vez pudieron existir.
Pero, como bien dice Hegel, el espíritu universal, que viene a ser la vida ética de un pueblo, en tanto que es la verdad inmediata, tiene que progresar hasta la conciencia de sí, o sea hasta su autoconocimiento. Se trata de un viaje singular y dramático, medido en años, en siglos y en milenios, en pos de la libertad, supremo anhelo y objetivo de la humanidad. Con Hegel o sin Hegel, está claro que el anhelo de alcanzar la verdad, que es a su vez una de las formas de la libertad, es inseparable de la condición humana. Si bajamos a tierra estas ideas, si acudimos al cine, si vemos la película Argentina, 1985, probablemente nos enfrentemos al dilema de hierro de aquel momento histórico. Juzgar, por parte de los tribunales civiles, a los criminales y terroristas de Estado. Si no a todos, por lo menos a algunos de los integrantes de su plana mayor. Juzgarlos con los solos instrumentos del Poder Judicial, que no se vale de metralletas, chanchitas, submarinos ni vuelos de la muerte. Esgrimir, en suma, el valor del derecho, de la ética, de las razones, frente al imperio de la muerte y de la fuerza bruta, y el abuso de quienes se creen los dueños de los demás, solo porque se sientan sobre cajones de balas. Se ha dicho que el filme es un contundente rechazo hacia la violencia perpetrada por los gobiernos, y es cierto, pero ese comentario es tan desvaído, tan edulcorado, tan inconsciente en el fondo -en especial por esa referencia global a los “gobiernos”, en lugar de referirse por lo menos a “dictaduras”, ya que no a los feroces y sangrientos regímenes de facto- que resulta más desacertado que feliz. Antes o después de ver esta película, muchos acudirán a la búsqueda virtual para saber quiénes fueron sujetos como Videla, Galtieri o Massera. También, ojalá, para enterarse de quién fue el fiscal Julio Strassera, tan bien interpretado por Ricardo Darín, casi sin una sola estridencia, ni altibajo, ni desborde sentimental o caricaturesco.