La dicotomía es, como hace más de medio siglo, entre pueblo y oligarquía, entre los uruguayos que viven de sus ingresos y los que viven de renta y detentan la propiedad privada de los medios de producción desde hace casi dos siglos. Es también, entre los que lucharon contra la dictadura y hasta se inmolaron por sus ideas, y quienes fueron funcionales al gobierno autoritario porque convenía a sus intereses de clase.
El dilema es entre planes sociales para pobres y planes sociales para ricos. Para pobres son las transferencias monetarias, que comenzaron con los gobiernos del Frente Amplio, a través del Plan de Asistencia a la Emergencia Social, para afrontar los más deletéreos efectos de la devastadora crisis del 2002, el Plan de Equidad y los sistemáticos programas de formación profesional y en oficios para acceder a oportunidades laborales dignas. Esas políticas fueron sociales, pero también alcanzaron al mundo del trabajo cuando se aprobó la Ley de Negociación Colectiva que restableció la negociación tripartita. La consecuencia fue el sustantivo crecimiento de los salarios y de las jubilaciones, que están atadas a estos porque se ajustan en función del Índice Medios de Salarios.
Los quince años del ciclo progresista también le otorgaron nuevos derechos a las mujeres, a los homosexuales y a las lesbianas y hasta a los transexuales, recurrentemente denostados como mera y marginal “basura” de la sociedad. En cambio, las políticas sociales para los ricos que se aplicaron estos cinco años y que extendieron privilegios son las exoneraciones impositivas o renuncias fiscales, que equivalen en total a 6 puntos del Producto Bruto Interno, que suman más de 4.000 millones de dólares anuales, lo cual representa el 24 % del presupuesto de la ANEP. Algunas de ellas tienen relación al IVA 0 % y 10 % asignado a los productos de primera necesidad, o con los monotributistas. Estas, obviamente, no se discuten. Sin embargo, los otros 3 puntos, que suman 3.500 millones de dólares anuales, son para el goce de las empresas más lucrativas, a partir de tres grandes ejes: la vivienda promovida (Ley 18.795), que es mucho más una ley de impulso a la industria y de generación de empleo que de soluciones habitacionales; las inversiones estimuladas (Ley 16.906), que consisten en exoneraciones a las grandes inversiones privadas y la ley de zonas francas (Ley 15.921), que exime de contribuciones a capitales privados monstruosos, casi siempre extranjeros, o a empresas privadas que venden servicios educativos, cuyos fines de lucro son evidentes.
Obviamente, muchas de estas exoneraciones o renuncias fiscales —que son las más altas de la región— corresponden básicamente al impuesto al patrimonio y al impuesto a la renta de las actividades económicas, que suman la cifra realmente escalofriante antes mencionada. Pese a que durante la pandemia el propio FMI recomendó gravar la riqueza para amortiguar los estragos de la crisis social, este Gobierno —aunque fue siempre obsecuente con el imperialismo financiero— ignoró la sugerencia y siguió privilegiando a las clases altas.
Por supuesto, estas dádivas deberían ser revisadas, con el propósito de evaluar si realmente tienen retorno, por ejemplo, en generación de empleo de calidad. Tomando en cuenta que la mayor parte de las fuentes de trabajo creadas durante este período corresponden al sector agropecuario, es obvio que el impacto ha sido escaso o nulo, porque los peones rurales perciben retribuciones de indigencia.
Incluso, hay más de 300.000 trabajadores no registrados en el BPS y 550.000 que perciben menos de 25.000 pesos mensuales. En los primeros tres años de este período, se operó una transferencia de 7.000 millones de dólares de la clase trabajadora al capital, lo cual constituye una grosera rapiña.
Con apenas poco más de medio punto de un PBI de más de 70.000 millones de dólares, se podría comenzar a revertir el dramático panorama de la pobreza infantil y con idéntica asignación de recursos se podría solventar el déficit de la seguridad social. Es decir, pase lo que pase el domingo, no sería necesario aumentar los impuestos ni rebajar las prestaciones sociales, como advierte con indisimulable alarma el oficialismo, fiel a su teoría de que sólo si crece la torta hay derrame. Con el actual panorama crece la torta pero los sectores más deprimidos y muchos trabajadores y jubilados sólo consumen migajas de este crecimiento económico.
En efecto, mientras el bloque conservador sólo promueve continuidad sin soluciones imaginativas o con propuestas oportunistas, la oposición izquierdista está firmemente parada sobre la realidad e interpreta cabalmente las demandas colectivas. Esas mismas demandas son las que reclaman seguridad ante el récord de asesinatos, la ola de tiroteos y las rapiñas y los robos que no registra la estadística, que sólo trabaja con denuncias. Como el fenómeno de la delincuencia es multicausal, exige respuestas multidisciplinarias, que pasan por soluciones de fondo que contemplen la complejidad de los contextos, ya que con el garrote de la fracasada LUC, el aumento de las penas y el incremento de la población carcelaria que creció un 50 % y empeoró el hacinamiento, no es suficiente.
A la hora de sufragar con responsabilidad, cada uruguayo deberá evaluar si llega a fin de mes, si pudo ahorrar, si su salario o su jubilación le alcanza para cubrir el presupuesto familiar y si vive tranquilo y sin miedo. También deberá pensar si está dispuesto a seguir financiando a una oligarquía parásita que, mientras casi 350.000 uruguayos viven bajo la línea de pobreza, se sigue enriqueciendo.
El pueblo decidirá si quiere seguir siendo parte del pelotón de sacrificados ciclistas o aspira a alcanzar a quienes lideran la carrera y arrebatarles la malla oro.