La compleja relación con la literatura acompaña al cine desde sus inicios, incluso en su primera etapa sin sonido sincronizado en la que los textos aparecían intermitentemente entre las escenas para aportar algún diálogo o el contexto de una acción. La incorporación de sonido permitió aunar los diálogos a las imágenes o incluso anexar una voz en off, aunque el recurso, muy vinculado al cine noir, se imponía cuando los vericuetos de la trama no quedaban bien resueltos. El manotazo de ahogado solía agregarse en la etapa de edición para intentar solucionar el problema. Se sabe que hay películas memorables que le deben mucho a esa utilización in extremis, como también ejemplos de un embarre mayor.
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Si bien hay guiones originales que fueron escritos solo con el objetivo de la realización de un filme, muchas veces se trata de adaptaciones de novelas o cuentos llevados a la pantalla luego de una serie de cambios que suelen ser difíciles de aceptar para quienes escribieron pensando en la literatura.
De la misma forma también hay algunos que llegan a editarse como piezas literarias cuando fueron creados como guion. En esas rarezas brilla el guion escrito por Paul Auster para la película Smoke (Cigarros en su distribución en Latinoamérica y España), más allá de que el punto de partida había sido un cuento publicado por el escritor en la edición navideña de 1993 de The New York Times. Leído en el periódico por el director Wayne Wang, terminó siendo un gran filme con la inolvidable actuación de Harvey Keitel y William Hurt. Aquel guion fue editado luego en libro de la prestigiosa colección Anagrama, incluyendo el cuento original y el guion de la segunda parte, titulada Blue in the face, que en estos lares solo se pudo ver en VHS por aquellos años.
Inadaptados
Cada vez que le preguntaban a Alfred Hitchcock sobre los problemas y riesgos de la adaptación de obras literarias al cine, solía contestar con la anécdota de las dos cabras que estaban comiéndose unos rollos de celuloide y, cuando terminan, una le pregunta a la otra “¿Cómo estaba?”. Y la cabra le contesta: “Bien… pero la novela era mejor”.
Se sabe que la lista de escritores que se han sentido traicionados por la versión cinematográfica es larga, ya que si la adaptación es mala, eso es malo, pero si es buena, es peor. Así es como lo cuenta en su Diccionario de cine el gran director español Fernando Trueba (Belle Époque-La niña de tus ojos o la reciente El olvido que seremos, entre otras) en el apartado de adaptaciones, donde rememora una carta que ilustra esa difícil y hasta perversa relación entre cine y literatura.
Trueba transcribe la genial carta que el escritor y dramaturgo Preston Sturges (quien después se integró al cine como guionista y director) envió al director de la película de la Universal Studios que había adaptado su obra teatral. La misiva decía así: “Querido Sr. Lemmle: Acabo de ver la versión filmada de Estrictamente inmortal y quiero decirle cuán decepcionado estoy. Yo pensaba que la película comenzaría en una mansión colonial con sesenta y cuatro columnas y un ejército de lacayos en librea y avanzaría lujosamente entre baños romanos, gin-parties y más baños romanos hasta un emocionante final con una persecución de coches en la cima de una montaña y un dorado amanecer bañando los rostros de los dos amantes hechizados cada uno por la belleza del otro.
Esto es lo que yo esperaba. En lugar de eso, lo único que vi fue mi obra. Confieso que maravillosamente hecha; confieso que el reparto era magnífico; confieso que el pequeño Sydney Fox puede lograr con su encanto que los pájaros se vayan de los árboles y vuelvan de nuevo, pero su producción me dejó triste y desilusionado.
Entré a la sala de proyección con un sentimiento muy superior y una crítica en cada bolsillo y ahora me encuentro profundamente interesado y admirado por mi propia obra. No puede haber nada más bajo. Estoy muy decepcionado.
Cordialmente suyo, Preston Sturges.
Entre función y función
Este ciclo de charlas se realiza los martes a la hora 20 en el hall de entrada del complejo de Cinemateca Uruguaya (Bartolomé Mitre y Reconquista). Integra el conjunto de actividades que celebran el 70 aniversario de la institución provocando un cruce entre cine y literatura a través de la mirada de escritores nacionales, ya sobre cómo influyó en sus textos o incluso sobre la experiencia de quienes han incursionado como guionistas.
Hasta ahora se han realizado las dos primeras charlas. Ambas tuvieron derivas bien diferentes. Mientras que en la apertura del ciclo, a cargo de Inés Bortagaray junto a Gabriela Escobar, el eje estuvo más centrado en la literatura, la segunda, a cargo de Pablo Casacuberta y Martín Bentancor, discurrió hacia el universo audiovisual actual y los vericuetos del consumo de imágenes en movimiento a través de las diferentes plataformas y dispositivos, desmitificando varios prejuicios de las generaciones mayores respecto del uso que los más jóvenes hacen con las nuevas herramientas tecnológicas.
El cine como educación sentimental
Inés Bortagaray comenzó refiriendo a la educación sentimental que el cine ejerció y ejerce como formación de las personas “sobre cómo querer, cómo no querer, cómo sufrir, cómo ser más o menos desgraciadas o más o menos felices en esas relaciones y cruces entre libros y películas”. Y reflexionó sobre el atractivo de los perdedores en el cine, al punto de afirmar que “no veo cómo un ganador puede ser más interesante que un perdedor” o sobre “las raras”, aludiendo al personaje de Scarlett O´Hara en Lo que el viento se llevó. Porque más allá de la condena en el cine a los personajes ambiciosos, “ver a Scarlett tomando un terrón mientras todo se quema detrás, diciendo que acá está la tierra y que renacerá y renaceré, también hablaba de una fuerza capaz de superar un gran trauma. Y para mí eso también tiene que ver con la educación sentimental”.
Bortagaray recordó, además, su juventud asociada a Cinemateca “para ver el cine muy vinculado a la amistad, a verlo en pandilla con amigos y con mucha discusión, porque había una especie de formación de la identidad muy ligada a la formación cinematográfica, a tal punto que era muy importante pelearse por las películas para entender de qué lado estabas”.
Consultada por cómo cree que influyó su trabajo como guionista en su literatura y viceversa, Bortagaray aclaró que no se formó como guionista y que si bien le parece bueno conocer ciertas reglas, abogó por suplir esa supuesta falta de técnica mediante intuición y trabajo en equipo, además de pensar que “ese imperio de la fórmula que plantea que en tal página debería ocurrir tal cosa o que en tal otra debería gatillar tal otra” tal vez impida procesos más disruptivos y personales a la hora de crear.
Por su parte, Gabriela Escobar recordó que la dicotomía entre ganadores y perdedores en un momento le resultó un maniqueísmo, y fue cuando el cine, en la adolescencia, mediante otras películas en las que no todo es bueno o malo, empezó a ser otra cosa, “una especie de compañía con las preguntas que yo tenía y me expandían”.
En ese camino, recordó la experiencia de ver un filme como Las margaritas (Vera Chitylova, Checoslovaquia, 1966) en la que en ningún lugar está claro dónde están el bien y el mal, sino presentando situaciones más complejas que además reflejaban posturas críticas, más allá de no empatizar con la conducta de las protagonistas.
Descubrimiento de la elipsis
En la segunda charla Pablo Casacuberta contó que entró al cine por la ventana de la animación y las artes plásticas “y recién después empecé a meterme en el cine como un lenguaje”. Cuando vivía en México (hasta los 15 años por el exilio de su familia), tenía una cinemateca enfrente de su casa, lo que le permitió “un acercamiento a películas a las que no le saqué el jugo porque era muy chico”, afirma, “hasta que más tarde comenzó a darse cuenta de otras cosas que las películas tenían”.
Consultado sobre cómo el cine influyó en su escritura, recordó una frase de David Mamet que reza: “A las escenas hay que llegar tarde e irse temprano”, en el sentido de asumir que esos personajes tienen una vida anterior y una posterior a la escena, que al director no le interesó mostrar. Y agregó que “esa idea que viene del cine se fue colando en mi manera de escribir. Ese sentido de la edición y de lo que llaman off-screen space, que está fuera de la pantalla y asumís que existe, es importante en mi manera de escribir”.
Bentancor asumió que miró el cine emitido por la vieja televisión abierta y recién a partir de los 18 años, al venir a estudiar a Montevideo, comenzó a ver cine en el cine, fundamentalmente en Cinemateca, lo que coincidió con sus inicios en la escritura. Así comenzó a escribir en escenas y, sobre todo, en secuencias. Y ante la necesidad de describir, fue comprendiendo que en el armado de una escena cinematográfica y el armado de una escena literaria había mucho para reflexionar y “no es bueno describir todo en detalle, sino dejar que el lector complete”. A lo que Casacuberta acotó la frase de Voltaire: “El secreto para aburrir gente consiste en decirlo todo”.
De generaciones
Casacuberta introdujo el tema de las diferencias generacionales respecto de la experiencia audiovisual y arremetió contra varios mitos y prejuicios. Por ejemplo, niños, adolescentes y jóvenes, que diferencia de los más veteranos en sus respectivas infancias y juventud, tienen la posibilidad de portar en sus bolsillos una cámara capaz de registrar imágenes que algunos, incluso, editan. Y se preguntó si acaso “el cine es menos misterioso para ellos o produce otro tipo de imaginación sobre la posibilidad de hacerlo. Toda esa dimensión mágica no existía cuando era chico. Era lo que veía y no había la posibilidad de intentarlo hacer. Ahora tienen otra manera de relacionarse con el cine”.
Ante el signo de los tiempos que impone la brevedad e inmediatez, Casacuberta recordó que no todo se agota en YouTube o TikTok y que hoy el público total es mayor que antes y hay segmentos, no todos consumirán el fast food audiovisual, habrá muchos que leen o miran con otros tiempos. Así, afirmó que se siente optimista y que “la generación actual con menos de 20 es mejor que la de él”, algo que encendió el debate con el público presente.
Allí surgió la valoración del esfuerzo que antes costaba acceder a tal o cual producto artístico, en comparación con las posibilidades actuales de tener casi todo a la mano.
En ese sentido, Casacuberta observó la falacia de comparar un esfuerzo con un no esfuerzo, cuando lo que hay son distintos tipos de esfuerzo. Hoy un niño o joven termina de ver un filme y, a diferencia de antes, se puede plantear la tarea de intentar hacer algo tan solo con una cámara de un teléfono y utilizando programas de edición para agregar capas y efectos o decorados de fondo. “No necesita hacer el esfuerzo que nosotros hacíamos. Es otro esfuerzo que a nosotros no se nos pasaba por la cabeza y puede ser mucho mayor en tiempo que lo que nos llevaba a ir y viajar para acceder a ver algo. A menudo hay una mirada negativa sobre cuánto descendió el nivel, pero me pregunto si es tan pobre la percepción del cine en Uruguay, por qué ahora se hacen 18 películas por año y en mi infancia la cifra era cero. Algo cambió para bien aunque sea difícil decir en qué y sea algo multifactorial”.
También se aludió al problema de quienes no resisten ver una película entera, atribuido a los más jóvenes, o el condensar la información en muy poco tiempo, simplificando contenidos y reduciendo la reflexión respecto sobre ese hacer. Además, sobrevoló la aseveración de que antes se leía más o se veía más cine.
Casacuberta enarboló su percepción optimista, no sin perspectiva analítica y crítica de los problemas y desafíos actuales, y aportó una reflexión interesante: “La cantidad de películas que se producen por año en el mundo es mucho más grande ahora, y también las que son buenas. La cantidad de libros buenos y la cantidad de personas que leen de forma activa es superior a la de cualquier otro momento. Y si uno se pregunta sobre qué proporción de la población es, no sé con qué demografías estamos comparando”, y agregó: “No sabemos qué va a pasar con la próxima generación, pero por alguna razón hay más películas que nunca y eso no es una información compatible con la afirmación de que la cultura se ha pauperizado y ahora todo el mundo es burro. Los jóvenes harán mejores cosas o no, pero lo interesante para mí es no establecer un estereotipo generacional”.
Y contó su experiencia reciente al realizar un documental sobre el proceso de la robótica en personas menores de 16 años en Uruguay. “Cada vez que me enfrento a un público mayor de 40 años me dicen ‘¿Pero cuántos son?’, ‘¿Cuántos de esos hacen robótica en Uruguay?’. Les digo que son 22.000. Me preguntan cuántos hacen pensamiento computacional y les respondo: 115.000 de un total de 600.000 niños que hay en nuestro país. Por eso creo que a veces se tiende a subestimar el impacto que tienen esas dichosas posibilidades, al mismo tiempo que algunos se aferran a un modelo de herramienta. Cuando Platón escribió el diálogo Fedro, se quejaba sobre cómo habían perdido la capacidad de memorizar libros a partir de escribirlos. Lo que sucedió es que una herramienta desplazó algunas habilidades y generó otras. Por eso soy cauteloso con tener una mirada desalentada, de la misma forma que no hay que tener una mirada complaciente, sino un estado de insatisfacción a la vez que entender que existen dinámicas de accesos y poderlas ensanchar”.
El intercambio en este fermental ciclo que abrió Cinemateca nos recuerda las posibilidades de aprender y crear en la versatilidad actual del audiovisual en nuestro país, sin olvidar los recortes estatales que pretende imponer el gobierno nacional. Por eso viene bien reflexionar desde las intersecciones entre cine y literatura como también desde diálogos intergeneracionales que potencien tanto las artes cinematográficas como el impulso de nuestras letras.
Próximas charlas
23 de agosto
Natalia Mardero y Daniel Mella
30 de agosto
Leonor Courtoisie y Alicia Migdal
6 de setiembre
Roberto Appratto y Manuel Soriano
Cierre
Sábado 24 de setiembre a las 14.00
Gustavo Espinosa y Sandino Núñez
Entrada libre.