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Cultura y espectáculos Fordismo algorítmico | hegemonía neoliberal | ocaso nihilista

LA HEGEMONÍA NEOLIBERAL

Fordismo algorítmico y la crisis del sujeto político

El sobregiro de la hegemonía neoliberal hizo colapsar al propio mantra que tranquilizó por décadas a los jerarcas de Occidente: al fin de la historia le llegó su propio fin. Por Mateo Barros y Alexis Schamne Aráoz (Jacobin).

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Caras y Caretas Diario

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La distinción entre lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, es cada vez más difusa.

El relativismo avanza con una consigna catch-all populista: que cada uno crea en lo que quiera, con tal de que les sirva para levantarse a la mañana y transitar el día. Que se abra una iglesia a la medida de cada subjetividad.

El nihilismo trascendió el campo de la filosofía para convertirse en una categoría política. Frente al vacío de un presente en estado de coma, los hombres y las mujeres pugnan por nuevas certezas, echando mano al pasado y al futuro. Florecen católicos entre los ateos y tecnoptimistas en los poros de todas las clases sociales. La huida hacia otras temporalidades expone un aquí y ahora que genera extrañamiento. Un mundo desencantado por la primacía de la razón instrumental que llegó al extremo límite de poner la propia existencia humana dentro de un cálculo de costos.

El sobregiro de la hegemonía neoliberal hizo colapsar al propio mantra que tranquilizó por décadas a los jerarcas de Occidente: al fin de la historia le llegó su propio fin. La agudización de las contradicciones de un capitalismo que prometió la satisfacción infinita de los deseos como contracara de la austeridad comunista terminó desembocando en su fase financiera, depredadora y solo apta para lobos de Wall Street, con deslocalización de la producción a merced de la mano de obra barata del sudeste asiático. Si en el plano material la precarización de las condiciones de vida fue descargando su peso sobre el cuerpo y la mente de los trabajadores, en el plano ideal erosionó por completo la posibilidad del ascenso meritocrático.

El ocaso nihilista de occidente

La pauperización progresiva de una porción cada vez más grande de la población no se tradujo en un cuestionamiento al sistema de producción —por la ausencia de una alternativa sobre la cual volcarse— sino que abrió un interrogante sobre la responsabilidad de un sistema político que no supo, no pudo o no quiso, suturar una fractura expuesta que retomó la metáfora hobbesiana del hombre como lobo del hombre pero bajo la mirada atenta del Estado.

La respuesta de la élite dirigencial puso en evidencia tanto su falta de imaginación como su rapidez de reflejos: ofreció sacrificar a la democracia liberal burguesa que le dio origen y, con ella, a sus postulados igualitaristas o pluralistas. En paralelo, como en una maniobra de pinzas, el resquebrajamiento del relato único abrió paso a la superación malformada de la verdad, a la que ya denominamos cotidianamente con su prefijo post. Lo que era un concepto popular entre académicos y analistas políticos se difuminó rápidamente, constituyendo una nueva normalidad que nos tiene encerrados en una suerte de reversión de la duda cartesiana, en la que la pregunta por lo real y ficcional se enfrenta a cada instante. «Correrle el banquito a la verdad» funcionó para explicar las causas de la insatisfacción material y democrática que el neoliberalismo generó, señalar responsables y delinear salidas. El discurso único y ordenador que barrió con la amenaza roja se balcanizó en un sinfín de realidades a la carta.

Paradójicamente, la democratización a las patadas de la verdad fue un antídoto para el surgimiento de una alternativa colectiva. Argentina hoy es una vidriera de este fenómeno de descomposición a cielo abierto que experimenta occidente. La degradación de la democracia que presenciamos fue antecedida por una degradación en espejo de la política y, en última instancia, de los políticos. ¿Qué nexo une la discusión de la baja de la edad de imputabilidad —que busca apresar a chicos de 13 años sin una sombra de barba en el rostro— y la compra de voluntades en el Congreso de la Nación a cambio de cordones cuneta en provincias desfinanciadas?

Argentina tiene hoy una democracia que es cada vez menos representativa de la complejidad de una nación y cada vez más de intereses particulares y corporativos. Lesionada por la descentralización de los servicios esenciales del Estado (como la salud, la educación, la seguridad y la vivienda, entre otros) y la provincialización de los recursos naturales, ambas medidas impulsadas por el expresidente Carlos S. Menem en los noventa, la idea misma de «nación» se fue escurriendo al tiempo que se consolidaba un sistema de comarcas aisladas en el que quedó estancado el país.

La lava volcánica del neoliberalismo inundó, también, a las estructuras políticas, y convenció a los socios de ese club de que podían salvarse solos. La desintegración nacional fue una sentencia de muerte para los grandes partidos tradicionales. En el «sálvese quien pueda» no existe el largo plazo: los horizontes temporales se agotan tan rápido que mejor grabar en la retina del vecino una foto del concejal y el ministro con tijera de inauguración en mano que pensar dos abstracciones por encima qué significa justicia social hoy en día y actuar en consecuencia.

Esta democracia de baja intensidad es una olla a presión que solo produce insatisfacción: disputas callejeras de manifestantes contra las fuerzas represivas; decretos presidenciales más largos que el Antiguo Testamento seguidos de vetos a decisiones consensuadas por el Congreso; una justicia tan contaminada políticamente como desprestigiada socialmente; deterioro general de las condiciones de vida de la población y de la provisión de servicios públicos; endeudamiento externo extremo; bajísima estima social a las instituciones intermedias (sindicatos, partidos políticos, medios de comunicación, empresas) son algunos signos de este malestar generalizado, un Frankenstein que se expresa en mayores niveles de antagonismo y apatía en la sociedad.

Es muy probable que la degradación de la política que estamos viviendo, junto a este vaciamiento de la democracia, representen la demolición en prime time del último obstáculo para la consolidación del proyecto económico regresivo que las élites quisieron imponer desde el Consenso de Washington. La experiencia libertaria está mucho más cerca de ser la última estación de la decadente democracia de la derrota que la primera de la post Argentina quebrada.

Un régimen de hiperconexión

Si la nación se desintegró y los partidos mutaron en meros aparatos que funcionan de soporte para aventuras políticas individuales, levantar las paredes para proyectar una recomposición democrática que quiebre la inercia del posibilismo resignado necesariamente requiere posar la mirada sobre las personas. Y, específicamente, sobre aquellos que ejercen la política activamente. Un sinceramiento contraintuitivo de la realpolitik: más que una Moncloa de la planta permanente de la dirigencia que ordene de arriba hacia abajo el trasvasamiento generacional, hace falta encender la pradera de los de a pie para impulsarlo en sentido contrario. Un takeover de los militantes rasos contra el generalato de la rosca.

Sin posibilidad de setear en off la frecuencia nerviosa a la que nos conduce inevitablemente la hiperconectividad, es probable que nuestro cuerpo no sea capaz de disponerse a imaginar algo distinto de lo que le devuelven las pantallas. El primer capítulo del manual de Sociología for Dummies reza que la subjetividad de los individuos guarda relación con el contexto en el que crecen y se desarrollan, con su realidad material y sus relaciones sociales. Como en el postulado del marxismo primario, no es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia. El medioambiente común de nuestra época, particularmente para los nacidos en los años noventa —década del boom de los primeros navegadores, Google y las puntocom— es un régimen de alta frecuencia conectiva: información, expresiones y vínculos están mediados por internet.

«Nunca, acaso, hubo mayor libertad ni mayor sujeción», dice Agustín Valle en Jamás tan cerca, un libro que ilustra con envidiable precisión el paradigma a problematizar. Esta dialéctica —a mayor libertad, mayor sujeción— enloquece, porque nos conduce a la autoexplotación. No obstante, no se trata de jugar la carta ludita en relación a internet, ni asignarle a la técnica la culpa de todos los males del mundo. La red conectiva es un medio por el que circulan afectos y ánimos, algunos incluso contraculturales. El problema radica en cómo el medio ha trastocado el orden de los factores: los métodos, que solían ser un vehículo elegido para alcanzar determinado fin, hoy se han transformado en un fin en sí mismo.

El derrotero de la política está imbricado en este signo de los tiempos: las generaciones pasadas tenían claro que querían cruzar el río, y la discusión se ceñía a si la mejor forma de lograrlo era construyendo un barco o un puente. Hoy no sabemos si queremos cruzar el río, quedarnos en la orilla o construir una represa, pero debatimos circularmente si el barco debe ser de tal o cual color, más ancho o más angosto. Extrapolado a la cuestión de la democracia, esto implica poner el acento en los representantes y no echar luz sobre los representados. Pensar que la democracia transcurre en las instituciones es cosificarla, dice Lefort (y esa es la manía que tiene la ciencia política). Pensar que el cambio social depende de una serie de expresiones rimbombantes en redes sociales es devaluar la praxis política (la manía que tenemos en Twitter). Los métodos comunicacionales han desplazado a los objetivos políticos a un lugar subalterno.

Este modo contemporáneo de hacer política nos sustrae de su dimensión elemental: el sentido de ruptura. O, más sencillamente, la ilusión de que algo puede cambiar a partir de nuestro involucramiento. En este sentido, Jacques Rancière distinguió entre «política» y «policía». Llamó política a los desacuerdos y consensos que hacemos en la esfera pública y «orden policial» a la ley, generalmente implícita, que distribuye el orden de posiciones en el plano social: a grandes rasgos, quiénes tienen que trabajar mucho, quiénes pueden trabajar menos, quiénes poseen capital y en qué condiciones vive cada uno de ellos. El término «policía» no alude, en este caso, a la cachiporra ni a los uniformados azules, sino a los puntos de partida y las reglas de juego con las que operan los individuos. La actividad política, dictamina el pensador francés, es siempre un modo de manifestación que deshace las divisiones sensibles del orden policial, esto es, que desregula el estado de las cosas y reasigna las cuotas de poder. ¿En dónde volcamos hoy nuestras exigencias distributivas? Más concretamente, ¿cuál orden es el que debemos romper?

La gramática del mercado mundial excede largamente las posibilidades de coordinación de una sociedad sola o de un país aislado; la concentración de la riqueza en el mundo jamás fue tan alta como en los tiempos que corren, y son precisamente esos billonarios —y las corporaciones globales que comandan— quienes ganan todos los días, a medida que incrementan sus márgenes de renta, mayor autonomía respecto de los Estados-nación y del destino común del género humano. Las corporaciones de la nube, por citar un ejemplo de lo absurdo, se adueñaron de nuestra identidad digital y se enriquecen a partir de la propiedad privada cada vez más fragmentada que hacemos circular por internet.

Muchos argentinos conocen a Marcos Galperín (CEO de Mercadolibre) pero probablemente pocos a Eduardo Saverin, brasileño y cofundador de Facebook, cuya fortuna actual —apalancada sobre nuestros datos— es más grande que las reservas del Banco Central de la República Argentina (US$ 29 000 millones según Forbes). Uno vive en Uruguay, el otro en Singapur, y aunque su posición de oligarcas hi-tech en algún sentido nos pertenezca —hemos trabajado indirectamente para ellos—, prácticamente no tenemos armas para que derrame alguna porción de su riqueza sobre nuestros países.

La cantidad de dinero circulante en el mundo ya ni siquiera está limitada por los Estados o los individuos: ¿qué respaldo tiene el dinero virtual que circula en códigos de blockchain? Spoiler alert: ninguno. En rigor, el capitalismo poscrisis de 2008 tiene al desorden por principio rector, y a los consumidores presos de esa lógica. Estalló el paradigma de la liquidez financiera, pero ese magma no se dispuso a arrasar también con la ficción moderna del sueño americano: que florezcan mil Cositorto, que nazcan cientos de miles de cryptobros. El avance de la tecnología sobre el mercado mundial no produjo más competencia, equilibrio ni justicia social, eso está a las claras. Y, sin embargo, ahí va, en un constante ouroboros de frustración de expectativas: vivo en una ruina circular, donde la única salida es espiral.

¿Será la lógica del algoritmo y de la nube, que establece nichos al tiempo que desdibuja la verdad y la realidad, el orden policial de nuestro tiempo? ¿En dónde termina la frontera del «yo-digital» y empieza la carnadura del «yo-humano»? ¿Dónde situamos el origen de la derrota? Y, sobre todas las cosas, ¿qué hacemos con esta impotencia política tan sobreanalizada como subejecutada? Volviendo a Rancière, si lo que hacemos y decimos queda limitado al fuero íntimo de nuestras casas o locales militantes, no hay transformación posible. Solo si lo hacemos público habrá política. Pero, de nuevo, la cuestión es dónde se ubica la frontera entre lo público y lo privado en nuestra época.

Poética utopía

El régimen de existencia configura al régimen afectivo y determina un estado de ánimo. Nos atraviesa por completo, en todas las dimensiones de nuestra vida, incluso aunque seamos críticos del fenómeno. Caracterizarlo es una tarea difícil, pero utilizando las categorías del siglo XX podemos arriesgar que los fatalistas históricos estaban en lo cierto. Cada vez menos gente cree que «mañana será mejor». Los imaginarios de futuro que proyectamos —si es que nos aventuramos a hacer tal cosa— están cortados con el filo de la misma navaja: el colapso. La posibilidad de múltiples catástrofes (climática, económica, tecnológica o financiera) son una realidad evidente, y lo mismo aplica para la impotencia política con la que las abordamos. Limitarnos a ser agoreros del caos es la anulación de la transformación como variable de la ecuación.

Hoy, como nunca antes, predomina la ausencia de un destino trascendente; una cultura casi memética del you only live once decanta en la ilusión efímera de que todo empieza y termina en uno mismo. La exaltación de las diferencias y la proliferación de «marcas personales» tiene más incidencia en el plano político de la que pensamos, y arroja como resultado un sinfín de aventuras yoicas: nadie busca un denominador común, puesto que tampoco nadie —ni siquiera los más politizados— cree en la idea de una utopía más grande que nuestra propia existencia. Sin trascendencia, no hay dimensión heroica, no hay fe.

José Carlos Mariategui decía novedosamente que la historia está siempre alcanzada por un mito, por una cosmovisión que otorga sentido a las acciones de las personas. Sin el mito, el ser humano no tiene sentido histórico, afirmaba; la existencia de personas «poseídas e iluminadas por una creencia superior», argumentaba, era necesaria para alcanzar un horizonte de transformación exitoso que pueda intervenir en el desarrollo de la historia. Esa creencia superior no necesariamente tiene que ser un Dios o un elemento sagrado: el horizonte socialista supo tener un mito potente —la revolución— que condujo el accionar de hombres y mujeres hacia una esperanza suprahumana, hacia un futuro distinto.

Nuestra generación se quedó sin mito, sin héroes, apenas con algunos mártires. Y esa resignación inconsciente, propia del lugar de la víctima y la fatal esperanza (pasión triste que debemos arrancarnos con la pulsión activa de algún contrario) tiñe nuestra práctica política cotidiana. ¿A qué causa le estoy entregando mis días? ¿Qué horizonte nuevo puede construir nuestra militancia? ¿A dónde van nuestros tuits y el inagotable fluir de clips y streamings? En los años 1990, el protagonismo de la televisión entre las masas inyectó en la política el vicio de mediatizar para resolver. La llegada del networking terminó de solidificar la preeminencia de la comunicación por sobre las demás herramientas: todo se resuelve con una «movida» de prensa, con una entrevista o una editorial, una operación o un bait. Narrar es la única forma de representar en la autosatisfacción del sesgo informativo (el paroxismo lo vimos en la experiencia de Podemos: de los medios a ocupar sillones en el Congreso español, y de vuelta a los medios, derrotados pero explicados).

Asistimos al nacimiento de un fordismo algorítmico. A donde quiera que miremos, vemos cómo se montan estudios de streaming como fábricas que producen recortes en serie para las redes sociales. Queramos o no, la sujeción a las views y las interacciones pervierte la discusión política: no digo tanto lo que pienso, sino lo que el algoritmo quiere que diga. La búsqueda permanente de la frase que se hace título por encima de la reflexión honesta. El star system de las redes y las plataformas modificó las aspiraciones de la militancia: de querer ser un cuadro integral a consagrarse como columnistas.

Negar la pregnancia de las redes es un sinsentido; gran parte de nuestro tiempo conectados transcurre allí. Sin embargo, conviene advertir la potencia que tiene romper esa distancia: poder reemplazar el sentido de la inmediatez, por el calor del encuentro; la repetición, por el ejercicio creativo; lo impostado, por lo auténtico. La imaginación política está subsumida a la anatomía del instante. Para ir a más, debemos poner en valor el camino. Subir al pico de la montaña, ganar perspectiva y detenerse sobre las huellas. Más emociones orgánicas y menos ecos virtuales.

En este presente dónde la nostalgia garpa, lo que hay que rescatar del pasado no son las respuestas a un mundo que quedó en los libros de historia. Ningún programa político se escribió para una época distinta a la que le dio origen. Desentrañar lo inmanente es ir más allá de la letra muerta para captar aquello que está en la esencia de todo momento de ruptura: el sentido poético de la política. Ese sentido poético es el antídoto contra el liberalismo que reina a derecha e izquierda del espectro político. Es la potencia de lo creativo, la materia prima de la radicalidad necesaria para una nueva utopía. Frente al principio de diferenciación, reivindicar el anonimato del colectivo. La clase no murió, solo se anuló el orgullo de ser uno más de los que van por la mañana y vuelven por la tarde. Ser, con los demás, es la forma de vencer al tiempo.

FUENTE: Jacobin.

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