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Cultura | Magnone | familia | Jobim

Sala Balzo

Estela y Alberto Magnone se presentan "En familia"

Dos músicos de extensa trayectoria, Alberto y Estela Magnone, revisitarán en familia sus obras y las de otros autores en función única en la sala Hugo Balzo.

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Que Estela y Alberto Magnone se reúnan en un escenario, y que titulen el concierto con la escueta expresión “En familia”, no tendría que tener un sentido excepcional. La música ha urdido en sus historias de hermanos una continuidad entre la escena, el estudio de grabación, los ensayos, las giras y sus vidas personales, sus vidas familiares, como para que ninguno de esos ambientes, esos momentos, sea, al menos en la mayoría de sus detalles, muy diferentes entre sí. Con esta condición, hacer y escuchar música en casa es parte de una dinámica intrínseca a lo familiar: así nacieron, así crecieron, así están hoy, a pocos días de la presentación de “En familia”.

A su vez, este evento musical, de fecha única (el domingo 1 de setiembre, a las 20.30, en la sala Hugo Balzo del Auditorio del Sodre), es también algo excepcional. Y esto no deja en evidencia una contradicción con el primero de los sentidos. Es, seguro, una oposición necesaria. Allí, esa sala privilegiada, por su acústica, su equipamiento técnico, su versatilidad, reunirá no solo a Estela y Alberto, al menos durante una buena porción del concierto, sino que contará con la participación de músicos amigos y de varias generaciones con las que comparten el mismo caudal genético-sónico. O sea, será, porque eso vale, un singular revival de “Cantando en familia”, que, aunque ellos quizás ahora no lo vean así, fungió acaso como uno de los germinadores de una historia de consanguinidad musiquera.

***

—En realidad, Alberto y yo habíamos preparado un espectáculo en el que, en principio, íbamos a estar los dos solos.

Esto confiesa Estela, con voz pausada, algo pequeña, con matices graves; contar historias sobre un proyecto de conciertos suele poner ansiosos a los músicos (hay demasiados planes, demasiadas ideas para contar antes de que la música llegue a escena), para Estela es, sin embargo, algo simple.

—Pero, bueno, se nos ocurrió en un momento que, además de toda una parte en la que voy a estar tocando con Alberto, solos en escena, podíamos aprovechar que tenemos mucha familia musical e invitarlos para la otra parte del concierto. Además, nos surgió la idea de invitar también a dos amigos especiales, que no son familia dice Estela y se ríe, son muy buenos músicos y con ellos hemos compartido varios proyectos, como son Laura Canoura y Lolo Iribarne. Después, sí, claro, toda familia, o casi toda, que seremos al final, entonces como catorce.

Y allí, en su repaso de memoria, aparecen todos, casi todos los nombres. Alberto y Laura Canoura, dice, harán “Los hijos de Gardel”, que es un tango compuesto por ambos, y otro tango más, “La trampa”, “que es lo primero que compuse con Alberto”. Después seguirán Lolo Iribarne, Martín y Nicolás Ibarburu, que ya son dos nombres conocidos de la lista familiar; también Bruno Recagno, que es el hijo de Andrés, primo de Estela e histórico bajista (y contrabajista) de varios proyectos clave en las músicas uruguayas; Bruno, aclara, es baterista, pero en esta ocasión tocará el bajo.

Para honrar unas de las tradiciones de esta arborescente familia, el canto coral, la selección de voces será generosa: Mayra Hugo y los hijos que tuvo con Daniel Magnone (el otro hermano de Estela, también músico, virtuoso cantante, que falleció en 2022); el esposo de Lucía, una de las hijas de Mayra y Daniel; también cantará un nieto de Daniel y una nieta de Estela: “Ellos serán los más jóvenes, tienen 10 y 12 años, y cantan en un coro en La Experimental; son chiquitos pero hace tiempo ya que cantan en coro, así que heredaron la tradición familiar”. La lista, seguramente, tendrá cambios, crecerá, pero las marcas familiares serán las mismas.

Lazos

Al leer reseñas biográficas y algunas genealogías resumidas (muchas, ahora, en plan Wikipedia), es muy sencillo crearse esa ilusión de tener en un instante, en dos o tres movimientos del mouse, como una perspectiva cenital, abarcativa, ordenada, de las vidas públicas y notorias. No siempre hay formas de chequear esa información, por lo que esos textos pueden asumirse con generosidad de lectores apurados como una suerte de versión on line de las narrativas de las memorias.

En el caso del “familión” de los Magnone, algo de ese placer de las perspectivas cenitales podría compartir el lugar de privilegio a otro placer: haber sido rozados, encantados al oído, de cerca, por algo más valioso que un repaso de méritos, las experiencias directas con sus músicas.

Y ahí, en esa experiencia, el (aparente) desorden se permite, al menos por unos instantes o unas líneas, darle un tiempo de espera a los rigores musicológicos o críticos o historiográficos o lo que sea que la academia bendiga. Dejar que suene: esto siempre es más saludable que quemar inciensos en la liturgia del orden y disciplina cronológica.

Cuando la palabra disco y el objeto llamado disco y la obra también llamada disco se han arrinconado en el anacronismo, la memoria, de puro terca que es, juega a devolver imágenes de sobres cuadrados, enormes, con fotos y fichas técnicas, con objetos redondos y negros y con surcos y un agujerito en el medio; o las tan portátiles cajitas, que cabían cómodamente en la palma de la mano, con dispositivos que protegían una muy delgada cinta (esa que provocaba imposibles dolores de cabeza cuando se enredaban en los cabezales del reproductor); u otras pequeñas cajas, más delgadas, de material plástico, con objetos también redondos en los que, gracias a la tecnología digital, se atesoraban sonidos, y que se editaban acompañados de librillos con profusa información técnica, letras de canciones, o, simplemente, con una hoja de cuatro caras impresas.

Eran y son los testimonios del proyecto pionero de Travesía, que Estela formó hacia comienzos de los años ochenta del siglo pasado con Mariana Ingold y Mayra Hugo. Después, sus trabajos con Jaime Roos, entre los que se cuenta el formidable disco “Mujer de sal junto a un hombre vuelto carbón” (1985). Después, un pasaje con la banda Níquel, cuyos integrantes también fueron parte de la agrupación de Roos. Después, con Las Tres, junto a Canoura e Ingold; después, el grupo Seda. Después, una profusa carrera solista, con varios títulos discográficos (“Vals prismático”, “Bruma de abril”, “Pies pequeños”, “Telón”, “Siestas de mar de fondo”), de la que se podría subrayar, acaso como resumen, el álbum “Lazos”, de 2022, que fue concebido con la “idea de hacer un recorrido por la carrera, revisando canciones más ocultas, las que no son tan conocidas”, pero que son clave para ella.

Al igual que Estela, Alberto tiene una profusa formación pianística. Desde el lejano 1968, cuando integró el conjunto Mc Gill Clan, en su recorrido musical se han cruzado nombres como los de Thad Jones y Chuck Israels, en España, o los de Jaime Roos, Fernando Cabrera, Eduardo Mateo, Laura Canoura, José Carbajal, Osvaldo Fattoruso, Mariana Ingold, Los Zucará, entre otros, desde su vuelta al país, hacia mediados de los ochenta. Los estilos, los lenguajes (del jazz al tango o al candombe) se cruzaron, al igual que estos nombres, en sus composiciones, en sus arreglos, en sus marcas reconocibles en el toque pianístico.

Estos retazos de memoria, anotados en desorden, sin intención de ser una crítica relación de méritos, nada son si no se anotan como parte de una experiencia familiar en la que lo musical no fue un aditamento al decorado hogareño. Y en eso juegan las generaciones anteriores, el abuelo Oseas Falleri, los padres Dante Magnone Falleri y Estela Ibarburu, sus hermanos, el resto de la familia. Una genealogía urdida con prácticas en la docencia musical, en el canto coral y los festivales de estas formaciones vocales, las reuniones musicales, la ópera, la bossa, el jazz.

Jobim necesario

No abundan los informes estadísticos ni sesudos análisis, como los que se reseñan como “la última novedad científica” en los viejos y queridas revistas o secciones del “cualquiercosario” de un diario, que dictaminen con precisión cómo influyen las discotecas familiares en los músicos o en cualquier melómano. Aun así, todos sabemos que esos discos, esos casetes y, ahora, esas playlist, construyen oídos. Y en el caso de Estela y Alberto, esto es una evidencia que no necesita demostración científica. Ejemplo de ello es la huella que dejó la bossa nova en sus mapas musicales personales, que, este domingo, en la Balzo, tendrá su homenaje en la revisión que harán de este género dedicado al nombre y obra de Antônio Carlos Jobim.

—No me acuerdo muy bien cuando llegó a mi vida la música de Jobim —dice Estela—. Pero, cuando éramos chicos vivíamos en la frontera, en el norte, en Bella Unión, y recibimos mucho folklore argentino pero también mucha música de Brasil. Después, cuando éramos bastante jóvenes, una época en la que estábamos en coros, íbamos mucho a Brasil, donde había un festival internacional de coros, que creo que sigue existiendo, y que se hacía siempre siempre en octubre. Y bueno cuando íbamos ahí lo primero que hacíamos era ir a una disquería a buscar esos discos que acá no llegaban.

—¿Qué músicas buscaban?, ¿cuáles eran esos músicos que les llamaban la atención?

—Había muchos músicos que nos fascinaban. Chico Buarque, Jobim, Vinicius. Era un universo musical atrapante. Y la bossa, desde siempre, tuvo mucho peso, mucho impacto en la música uruguaya. Acordate de Mateo, de Manolo Guardia, Camerata. Y sí, escuchábamos mucha música brasileña, y eso nos marcó mucho, como Joao Gilberto. Seguimos siendo fieles a nuestros amores, que tienen, para nosotros, sus altarcitos, como Los Beatles o Jobim.

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