Jean-Luc Godard según Susan Sontag. En este fragmento de un artículo escrito cuando Godard recién había realizado sus primeras películas, Sontag pone su obra a la altura de las de Joyce, Picasso o Stravinsky, entre otros artistas esenciales del siglo pasado. El ensayo acaba de ser rescatado en la antología "Obra imprescindible" (Random House).
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Titulado simplemente "Godard", este ensayo fue publicado originalmente en inglés en la revista Partisan Review en 1968, aunque apareció un año antes en castellano, traducido por Edgardo Cozarinsky, en la revista Sur. Rescatado inicialmente en la hoy inhallable antología Estilos radicales (1984), en traducción de Eduardo Goligorsky, se puede leer completo en el contundente volumen que su hijo David Rieff acaba de compilar especialmente para los lectores de habla hispana.
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La obra de Godard –a diferencia de la obra de la mayoría de los directores de cine, cuya evolución artística es mucho menos personal y experimental– merece, o más bien exige, que se la vea íntegramente. Uno de los aspectos más modernos del arte de Godard consiste en que el valor final de cada una de sus películas procede del lugar que ocupa en una empresa de más envergadura, en la labor de toda una vida. Cada película es, en cierto sentido, un fragmento que, en razón de la continuidad estilística de la obra de Godard, arroja luz sobre los otros.
En verdad, prácticamente ningún otro director, con excepción de Bresson, puede competir con el historial de Godard en el sentido de haber filmado solo películas que llevan el sello inconfundible e insobornable de su autor (Compárese a Godard en este contexto con dos de sus contemporáneos más talentosos: Resnais, quien, después de haber dirigido la sublime Muriel, fue capaz de rebajarse a la altura de La guerra ha terminado, y Truffaut, que pudo rematar Jules y Jim con La piel suave, cuando en ambos casos solo se trataba del cuarto largometraje de cada uno de estos directores). El hecho de que Godard sea incuestionablemente el director más influyente de su generación se debe sin duda, en gran parte, a que se mostró incapaz de adulterar su propia sensibilidad, sin dejar de ser por ello evidentemente imprevisible. El espectador va a ver una nueva película de Bresson con la casi certeza de que se encontrará con una obra maestra. Y va a ver la última de Godard preparado para encontrarse con algo simultáneamente acabado y caótico, “una obra en desarrollo” que se resiste a la admiración fácil. Las cualidades que convierten a Godard, a diferencia de Bresson, en un héroe cultural (y en uno de los artistas más eximios de esta época, como Bresson) son precisamente sus energías ingentes, su obvia predisposición a asumir riesgos, el singular individualismo con que domina un arte corporativo y drásticamente comercializado.
Pero Godard no es solo un iconoclasta inteligente. Es un “destructor” deliberado del cine, no el primero que ha conocido este arte, pero sí, por cierto, el más tenaz, prolífico y oportuno. Su actitud respecto de las reglas consagradas de la técnica cinematográfica como el corte discreto, la coherencia del punto de vista y la claridad argumental, es comparable a la actitud de repudio de Schoenberg respecto del lenguaje tonal que predominaba en la música alrededor de 1910 cuando él entró en su período atonal, o a la actitud de desafío que adoptaron los cubistas frente a reglas sacralizadas de la pintura tales como la figuración realista y el espacio pictórico tridimensional.
Los grandes héroes culturales de nuestra época han compartido dos cualidades: todos han sido ascéticos en algún sentido ejemplar, y también han sido grandes destructores. Este perfil común ha permitido que se materializaran dos actitudes distintas, pero igualmente acuciantes, frente a la “cultura” misma. Algunos –como Duchamp,Wittgenstein y Cage– identifican su arte y pensamiento con una actitud desdeñosa respecto de la cultura oficial y el pasado, o por lo menos sustentan una posición irónica de ignorancia o incomprensión. Otros –como Joyce, Picasso, Stravinsky y Godard– exhiben una hipertrofia del apetito por la cultura (aunque a menudo su avidez es mayor por los detritos culturales que por los logros consagrados en los museos); y hurgan en los basureros de la cultura, al mismo tiempo que proclaman que nada es ajeno a su arte.
Del apetito cultural en esta escala nace la creación de obras que pertenecen a la categoría de los epítomes subjetivos: despreocupadamente enciclopédicas, antológicas, formal y temáticamente eclécticas, y marcadas por la impronta de una rápida rotación de estilos y formas. Así, una de las características más notables de la obra de Godard consiste en sus audaces esfuerzos de hibridación. Las mezclas despreocupadas de tonalidades, temas y técnicas narrativas que practica Godard sugieren algo parecido a la amalgama de Brecht y Robbe-Grillet, Gene Kelly y Francis Ponge, Gertrude Stein y David Riesman, Orwell y Robert Rauschenberg, Boulez y Raymond Chandler, Hegel y el rock and roll. En su obra se acoplan libremente técnicas tomadas de la literatura, el teatro, la pintura y la televisión, junto con alusiones ingeniosas e impertinentes a la historia del mismísimo cine. A menudo los elementos parecen contradictorios, como cuando (en películas recientes) se combina lo que Richard Roud llama “un método narrativo de fragmentación/collage”, extraído de la pintura y la poesía avanzadas, con la estética desnuda, escudriñadora y neorrealista de la televisión (por ejemplo, las entrevistas, filmadas en primer plano frontal y plano medio, en Una mujer casada, Masculino, femenino y Dos o tres cosas); o cuando Godard utiliza composiciones visuales muy estilizadas (por ejemplo, los azules y rojos reiterativos en Una mujer es una mujer, El desprecio, Pierrot el loco, La china y Week-end) al mismo tiempo que parece ansioso por subrayar el aire de improvisación y por emprender una búsqueda incansable de las manifestaciones “naturales” de la personalidad que se desarrollan frente al ojo insobornable de la cámara. Pero aunque por principio todas estas fusiones sean chocantes, los resultados que obtiene Godard desembocan en algo armonioso, plástica y éticamente seductor, y reconfortante desde el punto de vista emocional.
El aspecto conscientemente reflexivo de las películas de Godard es la clave de sus energías. Su obra constituye una meditación formidable sobre las posibilidades del cine, lo cual ratifica lo que ya he alegado, o sea, que ingresa en la historia del cine como su primera figura premeditadamente destructora. Dicho en otros términos, se puede observar que Godard es probablemente el primer director de gran envergadura que se dedica al cine en el ámbito de la producción comercial con un propósito explícitamente crítico. “Sigo siendo tan crítico como lo era en la época de Cahiers du Cinéma”, ha afirmado (Godard escribió con regularidad para esa revista entre 1956 y 1959, y aún colabora esporádicamente en ella ). “La única diferencia estriba en que en lugar de escribir críticas, ahora las filmo”. En otro contexto, describe El soldadito como “autocrítica”, y esta palabra también se aplica a todas las películas de Godard.
Pero el hecho de que las películas de Godard hablen en primera persona, y contengan reflexiones esmeradas y a menudo humorísticas sobre el cine como medio, no refleja un capricho personal sino el desarrollo de una tendencia consolidada de las artes a volverse más conscientes de sí, más referidas a sí mismas. Las películas de Godard, como todo conjunto de obras importantes ceñidas a los cánones de la cultura moderna, son sencillamente lo que son y también son acontecimientos que empujan a su público a reconsiderar el sentido y la magnitud del arte que representan: no son solo obras de arte, sino actividades metaartísticas encaminadas a recomponer la sensibilidad total del público. Lejos de deplorar esta tendencia, pienso que el futuro más prometedor del cine como arte coincide con esta orientación. Pero las condiciones en que el cine perdura como arte serio hacia las postrimerías del siglo xx, aumentando su preocupación por sí mismo y su espíritu crítico, sigue permitiendo una vasta gama de variaciones. El método de Godard está muy alejado de las estructuras solemnes, exquisitamente conscientes y autodestructivas de Persona, la gran película de Bergman. Los procedimientos de Godard son mucho más festivos, juguetones, a menudo ingeniosos, unas veces impertinentes y otras solo cándidos. Como cualquier polemista experto (cosa que Bergman no es), Godard tiene el coraje de simplificarse a sí mismo. Esta cualidad simplificadora que se manifiesta en muchas obras de Godard es tanto una suerte de generosidad para con su público como una agresión contra este. Y, en parte, no es más que el excedente de una sensibilidad inagotablemente vivaz.
La actitud que Godard introduce en el medio cinematográfico recibe a menudo la denominación despectiva de “literaria”. Generalmente, esta imputación da a entender –como cuando Satie fue acusado de componer música literaria o Magritte de pintar cuadros literarios– que el autor se preocupa por las ideas, por la conceptualización, a expensas de la integridad sensual y de la fuerza emocional de la obra, o en términos más amplios, que tiene el hábito (una suerte de mal gusto, según se supone) de violar la unidad esencial de una forma determinada de arte mediante la introducción en ella de elementos ajenos. Es innegable que Godard se ha consagrado valerosamente a la empresa de representar o encarnar ideas abstractas como ningún cineasta lo ha hecho antes que él. En varias películas incluso intervienen intelectuales invitados: un personaje de ficción tropieza con un filósofo de carne y hueso (la heroína de Vivir su vida interroga en un café a Brice Parain sobre el lenguaje y la sinceridad; en La china, la joven maoísta discute en un tren con Francis Jeanson sobre la ética del terrorismo); un crítico y cineasta recita un monólogo especulativo (Roger Leenhardt, vehemente y comprometedor, sobre la inteligencia, en Una mujer casada); un veterano portentoso de la historia del cine tiene la oportunidad de reinventar su imagen personal un poco empañada (Fritz Lang interpretándose a sí mismo, una figura del coro meditando sobre poesía alemana, Homero, el cine y la integridad moral, en El desprecio). Por su parte, muchos de los personajes de Godard musitan aforismos para sus adentros o entablan discusiones con sus amigos sobre temas como la diferencia entre la derecha y la izquierda, la naturaleza del cine, el misterio del lenguaje y el vacío espiritual que se oculta tras las satisfacciones de la sociedad de consumo. Además, las películas de Godard no solo están pletóricas de ideas, sino que muchos de sus personajes tienen una ostensible cultura literaria. En verdad, a juzgar por las múltiples referencias a libros, menciones de nombres de escritores, y citas y extractos más largos de textos literarios que aparecen en sus películas, Godard parece estar empeñado en una interminable competencia con el hecho mismo de la literatura, competencia que él intenta resolver mediante la incorporación de la literatura y las identidades literarias a su películas. Y, aparte del uso original que hace de ella como objeto cinematográfico, Godard se interesa por la literatura como modelo para el cine y como medio para revitalizarlo y crearle alternativas. La relación entre el cine y la literatura es un tema que aflora reiteradamente en las entrevistas que concede y en sus propios escritos críticos. Una de las diferencias que subraya Godard consiste en que la literatura existe “como arte desde el principio”, pero el cine no. Sin embargo, también observa una fuerte semejanza entre los dos artes: que “nosotros, los novelistas y los cineastas, estamos condenados a analizar el mundo, lo real; no así los pintores y los músicos”.
Al encarar el cine como algo que es sobre todo un ejercicio de la inteligencia, Godard descarta cualquier distinción tajante entre inteligencia “literaria” y “visual” (o cinematográfica). Si la película es, según la definición lacónica de Godard, el “análisis” de algo “mediante imágenes y sonidos”, no es en modo alguno incongruente convertir la literatura en sujeto del análisis cinematográfico. Aunque este tipo de material pueda parecer ajeno al cine, por lo menos cuando aparece con tamaña profusión, Godard argumentaría indudablemente que los libros y otros vehículos de la conciencia cultural forman parte del mundo, y por tanto pertenecen al ámbito del cine. En verdad, al poner en el mismo plano el hecho de que las personas leen, piensan y van seriamente al cine, y el hecho de que lloran, corren y hacen el amor, Godard ha descubierto una nueva veta de lirismo y patetismo para el cine: en el espíritu libresco, en la auténtica pasión cultural, en la inexperiencia intelectual, en la desgracia de alguien que se estrangula con sus propios pensamientos (La secuencia de doce minutos en Los carabineros en que los soldados desempaquetan sus trofeos fotográficos es un ejemplo de la forma original en que Godard aborda un tema más familiar: la poesía del analfabetismo zafio). Lo que quiere demostrar es que ningún material es, por naturaleza, imposible de asimilar. Pero lo que hace falta es que la literatura se transforme realmente en material, como todo lo demás. Solo se pueden suministrar extractos literarios, fragmentos de literatura. Para que el cine pueda absorberla, la literatura debe ser desmantelada o dividida en unidades irregulares; entonces Godard puede apoderarse de una porción del “contenido” intelectual de cualquier libro (de ficción o no ficción); escoger del acervo público de la cultura cualquier tono de voz discordante (noble o vulgar); invocar en un instante cualquier diagnóstico del malestar contemporáneo que sea pertinente, por el tema, para su narración, aunque no sea coherente con la capacidad psicológica o la competencia mental de los personajes, ya demostrada.
Así, en la medida en que las películas de Godard son “literarias” en determinado sentido, resulta evidente que su alianza con la literatura descansa sobre intereses muy distintos de los que vincularon a los anteriores cineastas experimentales a los textos avanzados de su tiempo. Si Godard envidia la literatura, no es tanto por las innovaciones formales que se registraron en el siglo xx como por la cantidad ingente de ideas explícitas que se acomodan dentro de las formas literarias en prosa. Cualesquiera que sean los aportes que Godard pueda haber extraído de la lectura de Faulkner, Beckett o Maiakovski para practicar innovaciones formales en el cine, el hecho de introducir en sus películas un marcado gusto literario (¿propio?) le sirve sobre todo como medio para asumir una voz más pública o para elaborar enunciados más generales. En tanto que el cine vanguardista ha sido por tradición esencialmente “poético” (películas como las que filmaron los surrealistas en los años veinte y treinta, inspiradas por la emancipación de la poesía moderna respecto de la narración argumental y del discurso secuencial para pasar a la presentación directa y a la asociación sensual y polivalente de ideas e imágenes), Godard ha creado un cine primordialmente antipoético, entre cuyos principales modelos literarios se cuenta el ensayo en prosa. Godard ha llegado a decir: “Me considero un ensayista. Escribo ensayos con forma de novelas, o novelas con forma de ensayos”.
Obsérvese que aquí Godard ha hecho a la novela intercambiable con el cine, lo cual es hasta cierto punto correcto, porque es la tradición de la novela la que más influye sobre el cine, y porque lo que estimula a Godard es el ejemplo de aquello en que últimamente se ha convertido la novela. “Se me ha ocurrido una idea para una novela”, murmura el protagonista de Pierrot el loco en determinado momento, casi burlándose de sí mismo al imitar la voz trémula de Michel Simon. “No se trata de escribir la vida de un hombre, sino solo la vida, la vida misma. Lo que hay entre las personas, el espacio, los sonidos y colores. Debe de existir una manera de lograrlo; Joyce lo intentó, pero uno debe ser capaz de hacerlo mejor”. Por supuesto, Godard habla aquí en su propio nombre, como director, y parece confiar en que el cine podrá lograr lo que la literatura no logra, incapacidad esta de la literatura que se debe en parte a la situación crítica menos favorable en que se coloca cada obra literaria importante. He dicho que la obra de Godard pretende destruir los viejos convencionalismos cinematográficos. Pero esta tarea de demolición la ejecuta con el entusiasmo de alguien que explota una forma artística considerada joven, que está en el umbral de su mayor desarrollo y no en sus postrimerías. Godard interpreta la destrucción de las antiguas normas como un esfuerzo constructivo, lo cual contrasta con la opinión vigente sobre el destino actual de la literatura. Como ha escrito Godard: “Los críticos literarios elogian a menudo obras como Ulises o Fin de partida porque agotan un determinado género, porque cierran las puertas tras él. Pero en cine siempre elogiamos las obras que abren puertas”.
La relación con los modelos que suministra la literatura arroja luz sobre un tramo importante de la historia del cine. El cine, protegido y al mismo tiempo subestimado en virtud de su doble condición de entretenimiento de masas y forma artística, continúa siendo el último bastión de los valores de la novela y el teatro decimonónicos, incluso para muchas de las personas a las que les han parecido accesibles y agradables posnovelas tales como Ulises, Entre actos, El innombrable, El almuerzo desnudo y Pálido fuego, y los dramas corrosivamente desdramatizados de Beckett, Pinter y los happenings. Por tanto, la crítica habitual enfilada contra Godard sostiene que sus argumentos carecen de dramatismo y son arbitrarios, a menudo sencillamente incoherentes; y que generalmente sus películas son frías desde el punto de vista emocional, estáticas si se exceptúa una superficie ajetreada por movimientos absurdos, recargadas de ideas desprovistas de dramatismo, e innecesariamente oscuras. Lo que sus detractores no entienden, desde luego, es que Godard no desea hacer lo que ellos le reprochan que no hace. Así, el público interpretó al principio los cortes bruscos de Sin aliento como una señal de inexperiencia, o como una burla perversa de las reglas axiomáticas de la técnica cinematográfica. Pero en realidad, lo que parecía ser una detención involuntaria de la cámara durante pocos segundos en el curso de una toma y una reanudación posterior del rodaje, era un efecto que Godard obtenía deliberadamente en la mesa de cortes mediante el cercenamiento de tramos de una toma perfectamente continua (Sin embargo, si hoy viéramos la misma película, los cortes que antes resultaban molestos y las extravagancias de la cámara manual pasarían casi inadvertidos, porque actualmente todo el mundo imita estas técnicas). No menos deliberado es el desprecio de Godard por los convencionalismos formales de la narración cinematográfica que se inspiran en la novela decimonónica: hechos que se suceden siguiendo la concatenación de causa y efecto, escenas culminantes, desenlaces lógicos. Hace varios años, en el Festival de Cine de Cannes, Godard entabló una discusión con Georges Franju, uno de los cineastas veteranos más talentosos y personales de Francia. “Pero seguramente, monsieur Godard”, se cuenta que dijo el exasperado Franju, “usted admitirá por lo menos que es necesario que sus películas tengan principio, nudo y desenlace”. “Desde luego”, respondió Godard. “Pero no necesariamente en ese orden”.
Por Susan Sontag (vía Radar)