Tales obras suman, junto con un ángulo personal para comprender y dotar de otros sentidos el lugar habitado, una visión única de una época: recurso sin duda clave para ensamblar las narrativas de una identidad.
El espíritu del lugar
“Cuando hacia 1957 Gurvich se mudó al Cerro, su pintura se vio paulatinamente atravesada por el lugar. El artista es así un intérprete del espíritu del sitio”, escribió el arquitecto Rafael Lorente Mourelle. “Esto se refiere no sólo a los aspectos visuales, sino a sus historias, su gente, sus anécdotas. El Cerro con sus circunstancias es captado y vivido por Gurvich en su vida cotidiana y nos es devuelto a través de su mirada y de su oficio de pintor”.
“No es la ciudad, lo urbano, sino que también aparece lo rural, donde la naturaleza tiene otra presencia. Esto se vincula con su primer viaje a Israel, especialmente con sus vivencias en el kibutz Ramot Menashe, cuya huella profunda en Gurvich marcaría todo su arte posterior”, agrega Lorente.
Cecilia Torres, por su parte, anota: “Las escenas del Cerro, que pintó con encanto, celebran lo doméstico, la vida sencilla en los patios poblados con perros, gatos y gallinas, las cuerdas con ropa secándose al viento, la mujer conversando con un vecino a través de la cerca. Las ramas de los árboles desnudos, finamente elaborados contra el cielo gris del invierno, otorgan poesía y nostalgia a sus composiciones”