Lo que resulta de esa invitación a la interacción es un misterio. Y bienvenido sea. En tiempos en que las certezas han naufragado en la comodidad de lo “lindo”, en objetos e ideas de rápida digestión —u objetos e ideas que ya vienen predigeridos o son tan simpáticos y adictivos como un snack—, el misterio, así como las interrogantes que necesariamente dispara, generan “demasiadas” incomodidades.
Tocar, mover, asombrar, molestar, despistar, provocar: una (mínima) lista de verbos que, además de operar a contrapelo del estado actual e hipercontrolado del gusto, son las herramientas —quizás precarias o provisorias— para lidiar con eso, el misterio, que se resiste empecinadamente a revelar sus entresijos.
Y Lanzarini no esquiva ese otro valor del arte: juega con él, lo revuelve, lo pone casi al límite.
Su trazo esforzado, visceral, pone las formas que gesta en el borde de lo grotesco y así provoca el sarcasmo, la ironía. Las máquinas, los artefactos lumínicos, son convertidos en cómplices de la interrogación. Al mover los pedales, cadenas, ruedas, platos, piñones, se encienden las lámparas estratégicamente ubicadas para iluminar porciones de rostros, cuerpos, miradas, gestos, letras, dibujados en las paredes. Además de la sorpresa, esta acción, puede generar el desconcierto: la luz puede encenderse en un lugar inesperado, alejado del punto en el que se puso en acción el artefacto, por lo que el espectador actuante tiene que forzar un poco más la búsqueda y el trabajo interpretativo.
Pero en esa porción de pared iluminada, el dibujo no conduce una certeza revelada. Allí hay que esforzarse un poco más, hay que aceptar y jugar con la nebulosa de sentido, hay que generar nuevas preguntas para que el misterio se alimente y reconfigure los sentidos que se engarzan con experiencias personales.
“Esta compleja coreografía de miradas enlazadas y cruzadas exige continuos reposicionamientos y permite que haga el arte lo que mejor sabe: avistar, relampagueante, la cuota del absurdo de la condición humana”, escribió con meridiana claridad el curador Ticio Escobar. “Ese momento oscuro y fructuoso solo puede ser vislumbrado, que no alcanzado, por la imaginación poética del arte, la basada en el delirio”. Y aquí, en “Electrocardiograma escultórico”, el concepto de delirio es clave: “Recordemos que este término deriva del latín delirare, ‘salir del surco’ —explicó Escobar—. Desobedeciendo los límites del cauce instituido, el arte puede iluminar por un instante el otro lado de la pared y el más allá de los aparatos: el fuera de escena. Y puede, así, reconocer el absurdo que cobija ese no-lugar y nutrirse de sus verdades clandestinas. Por eso, el delirio esconde potencias insurrectas”.
La búsqueda del sentido
Este proyecto, contó Ricardo Lanzarini, es único aunque los conceptos que lo sostienen tengan raíces expandidas en su obra anterio, como el formidable trabajo en proceso titulado “Colección Job” —con dibujos y juegos de transparencias realizados en los pequeños y tradicionales librillos con hojillas blancas para armar cigarrillos—, el “Baile interminable” o “Academia del arte”.
Tal condición, agregó, le ha permitido explorar a fondo la amalgama de dibujo e intervención en otros espacios, como en la 18ª Bienal de Sídney, la 5ª Bienal de Arte Contemporáneo de Moscú, la 4ª Trienal Poli/Gráfica de San Juan de Puerto Rico o la 21ª Bienal de Arte Paiz de Guatemala. Y en cada caso, los recursos materiales, las formas, el diálogo entre zonas en sombra y zonas iluminadas, han descubierto historias y sentidos tan diferentes como movilizadores.
En el trabajo con estas estructuras que ocupan el espacio de la sala —reflexionó Lanzarini—, al igual que con los dibujos, se descubre ese borde que está entre lo reconocible y lo que desconcierta. Se reconocen los mecanismos de una bicicleta, pero a la vez hay formas desnaturalizadas, como una cadena extremadamente larga, o estructuras enormes que sostienen todo el mecanismo: “Son como fragmentos extraños; se reconocen pero a la vez se confunden y eso es lo que me interesa”. A su vez, estas estructuras están en el límite de lo frágil: se pueden desmoronar o fallar en cualquier momento. Sin embargo, esta fragilidad deviene imponente, en algún caso avasallante. Un doble juego que mucho tiene que ver con la producción de significados y sentidos.
“También están estas líneas que van y vienen por toda la sala —sigue el artista— que actúan como vías o formas para irradiar este ‘electrocardiograma’, como una forma de hurgar, de medir, de auscultar, el pulso vital, y también para crear una experiencia de la distancia, del espacio”.
Los dibujos, acaso la variable más distintiva en la obra de Lanzarini, sitúan la percepción en otro borde. Son reconocibles las figuras humanas, sus movimientos, pero sus corporalidades resultan desmesuradas, a veces violentas, a veces irónicas. Lo humano desborda la réplica de “lo real” para alcanzar otro estado donde los trazos —con su grosor, textura, grano— esbozan periplos dramáticos que provocan cuestionamientos a las figuras estereotipadas de militares, artistas, burócratas, religiosos.
La idea, dice Lanzarini, es, ante todo, buscar un sentido, algo que de alguna forma interrogue el estado de cosas de lo real, tanto hacia el propio artista y sus acciones, sus trabajos, como hacia la comunidad de receptores. Nada de esto valdría la pena —enfatiza— si solo se hiciera por el gusto, por alguna forma superficial de lo bello.