Por A.L.
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Uno. Llevan trece años como dúo y la frescura musical -si es que algo así existe- sigue intacta. En escena y en el estudio de grabación logran un ensamble fluido, preciso, swingueado. Una trama de técnicas e ideas musicales que se ajusta como en un juego. La concentración de ambos no se aprecia como resultado de un esfuerzo desmedido: es el disfrute que envuelve la escucha, la seduce, y le confiere el pleno derecho de gozarse sin vueltas de ese disfrute, de tentar a la imaginación con la idea de que “uno es parte” de ese toque aunque lo que efectivamente suena, en el reverso de la imaginación, sea complejo -a veces muy complejo-, intrincado, en lo técnico y en lo formal al punto de que su “reproducción” sea casi imposible. Un misterio, lo inefable, que desafía siempre a la comprensión y aprehensión de lo musical.
Los dos son orientales. Hugo Fattoruso, de acá, del lado oriental del río Uruguay, de Montevideo, del barrio La Comercial; el que lleva en la música demasiadas décadas como para repasarlas en detalle, pero que se mueve, habla, mira como pibe de barrio para quien el tiempo no es lineal ni contable en años. Yahiro Tomohiro es de allá, del otro oriente, de los misterios de Japón, que se funde con los sets de percusiones, que se fascinó con la música de Hugo -Los Shakers, Opa- en los setenta, en Gran Canarias, que varios años después lo conoció, como de casualidad, en Japón, y, conversa va, conversa viene, terminó de costurar una idea sencilla y potente a la vez: tocar juntos.
La idea, ya sabemos, funcionó y muy bien. De ahí, de esa idea, se ensambló Dos Orientales, el dúo, y surgieron tres discos –Dos Orientales (2010), Orienta (2013) y Tercer viaje (2016)-, toques acá, en Uruguay, toques allá, en Japón, y en otros derroteros orientales y no tan orientales. Y el nombre, Dos Orientales, se convirtió en marca, signo de virtuosismo y de swing, y en problema para los catalogadores de oficio: ¿es jazz, es fusión, le cabe esa horrible etiqueta de ‘world music’, o es, sin etiqueta pomposa y rebuscada para la góndola disquera, la música de Hugo y Tomohiro y que el goce te ampare?
Dos (y orientales). Esta historia, aquí reducida a unas pocas líneas, no sólo fascinó a esa entidad definida como “público”. Lo hizo también con tres jóvenes realizadoras de audiovisuales: Sofía Córdoba, Sofía Casanova y Florencia Arbiza, las responsables del documental Dos orientales, que sigue, afortunadamente, en cartelera.
La idea germinal de este documental surgió en 2013. Sofía Casanova cuenta que todo comenzó tras la realización de un DVD dedicado al percusionista y compositor Tatita Márquez. Después, un concierto del dúo de orientales en la Sala Zitarrosa marcó el primer paso hacia esta realización. Había que arropar esos registros con otras historias. Había que ir a Japón con Hugo y Tomohiro para capturar lo que pasaba musicalmente, las respuestas de un público hasta ese momento desconocido. Había, también, que contar con otros testimonios de aquí y de allá, de quienes tuvieron -y tienen- lazos directos, afectivos, musicales, con el dúo. Y había que volver, otra vez, a Japón. Una locura, un desafío económico. Había que salir a buscar fondos, pedir préstamos, idear un proyecto de crowdfunding, apostar por algún fondo oficial. Fueron varios años de esfuerzos, incluso de incertidumbres, pero resultó: el documental ya está en la pantalla grande.
Tres. Y en esa pantalla grande, las realizadoras asumieron la posta y, con buen tino en lo técnico, en lo artístico, le ganaron la pulseada a los clisés del género documental. En primer plano ubicaron a la música de Dos Orientales con fino tratamiento que rescata una musicalidad imbatible. Y esa música se ensambla -como Hugo y Tomohiro- en las historias narradas por los entrevistados, por la edición de las imágenes en movimiento. Pero, como se dijo, zafando de los clisés, “limpiaron” la narración de las anécdotas pintorescas y, muchas veces, absurdas, que poco o nada dicen del núcleo del proyecto.
Dos orientales, el documental, seduce durante sus escasos setenta minutos. La música es su principal imán perceptivo. La trama, el complemento. Y de tal ensamble de lenguajes, donde el misterio se concentra en la obra musical, no es descabellado afirmar que “uno se queda con ganas de más”. O con su expresión quizás más concreta y posible: “verlo otra vez”.
La pregunta amplia, difusa, quizás sólo retórica, que movilizó a las realizadoras no se responde. ¿Qué diferencias, qué cosas en común, hay en esta historia de dos experiencias de “lo oriental”? El primer acercamiento: hay sólo diferencias, diferencias con espesor simbólico, que negocian un acercamiento. Hay una frontera. Tomohiro se moviliza, se emociona, se acerca a los toques de tambores afromontevideanos; intenta una aproximación a sus técnicas y “se pierde”, insiste, le saca algunos piques, los hace propios y lo sigue intentando. Hugo se fascina con lo japonés, con sus disciplinas, con sus formas de dirimir interrogantes morales, con sus ciudades, sus bosques, con las amenazas de los osos, con sus rutas; pero no juega a la cita de postal: sigue haciendo sus músicas, sigue componiendo y afirmando, cada vez que puede, que la reunión con Tomohiro funciona, que su colega y amigo es “tremendo arreglador”, que logra sacarle otras partidas y posibilidades a su música.
Y no hay otras respuestas. Ambos músicos están del lado oriental de “cosas” diferentes. En las diferencias, resulta del documental, se potencia lo musical, la potencia expresiva de acercarse a lo inexplicable de esos artefactos fascinantes llamados música.