Por Germán Ávila
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No hay que olvidar que en las elecciones de 2016 Hillary Clinton ganó por más de dos millones de votos, sin embargo, la mayoría de los votos electorales fueron para Trump. El hoy presidente ya inició una fuerte campaña de desinformación que desvirtúa los resultados que le son contrarios y se autoproclama como presidente antes del conteo final de los votos.
Al cierre de la presente edición, los resultados favorecían ligeramente a Biden, 238 votos contra 213 para Trump. La elección la gana el que llegue a 270. Florida era un estado sobre el que no se tenía mucha certeza hacia cuál candidato se inclinaría. Finalmente, Florida y Texas, dos de los estados con más votos electorales, se inclinaron por Trump, lo que cerró la diferencia que podía tener Biden.
El voto por correo, como en pocas ocasiones antes de esta elección, cumplirá un papel determinante. De la misma manera el voto anticipado ha sido mucho mayor en esta elección que en las anteriores, es por esa razón que Trump teme que los resultados por esta vía le sean desfavorables y anuncia, desde ya, un fraude en su contra.
El reconteo manual de los votos puede durar varios días, hay que recordar que las elecciones que en el año 2000 le dieron la victoria a George W. Bush se definieron casi una semana después del cierre oficial y por un puñado de votos de un condado en la Florida, lo que tuvo al mundo entero al pendiente de los resultados durante varios días.
Esta elección, como ninguna antes, ha mostrado una faceta de la política estadounidense que podría entenderse como inédita. Refleja que Estados Unidos ha pasado de ser un referente ideológico a ser un escenario permeable por las manifestaciones de ese debate, en la misma medida que cualquier otro país del hemisferio, principalmente de Latinoamérica.
Hasta ahora fue normal ver la discusión sobre “los peligros del socialismo” en los debates electorales de países como Colombia, Ecuador, Guatemala o Perú. Pero que los Republicanos enarbolen la influencia del Foro de San Pablo y la posible intervención de personajes como Nicolás Maduro o Gustavo Petro en las elecciones de Estados Unidos muestra que a nivel interno el debate político se ha debilitado profundamente.
Lejos quedaron los tiempos en que las discusiones políticas de Estados Unidos dispersaban en el mundo una postura referente en lo político. Ahora es el debate en el exterior lo que marca parte importante de la agenda interna en Estados Unidos. No hay duda de que ese país continúa teniendo una enorme influencia a nivel internacional, así como unas posibilidades bélicas y de intervención militar extraterritorial que son de cuidado. Pero la solidez monolítica que tenía para desarrollar estos movimientos ya no está.
Una importante parte de esta situación se debe, entre otras razones, a la gestión de Trump. La manera de abordar la política a nivel exterior y a nivel interior, ha sido errática e improvisada. Trump juega para la tribuna y no para ganar el partido, realiza movimientos militares como el asesinato del general iraní Qasem Soleimani en territorio irakí; fue un acto que generó una fuerte crisis entre Irán e Irak, pero que, a diferencia de ocasiones anteriores, no tuvo un desarrollo posterior, no contó con un plan dirigido para fortalecer su presencia en la región.
Lo mismo ocurrió con el encuentro bilateral con Kim Jong-un, que empezó y terminó con una sesión de fotos en la frontera entre las dos Coreas, sin nada que trascendiera en términos diplomáticos o comerciales. Eso sin contar los constantes desatinos que ha tenido Trump respecto a Venezuela, que ha pasado por el apoyo a una figura corrupta e incongruente con cualquier proyecto nacional como Juan Guaidó, la declaratoria del gobierno venezolano como un cartel de drogas que comerciaría la coca proveniente del principal socio comercial de Estados Unidos en la región, que es Colombia, hasta la emisión de recompensas por los funcionarios del gobierno venezolano, lo que desencadenó una serie de aventuras fantásticas por parte de cazarrecompensas de empresas norteamericanas con el apoyo de los gobiernos de Colombia y Brasil, que han salido políticamente mal librados en dichos episodios.
La disputa electoral en Estados Unidos hasta hace algún tiempo diferenciaba el proyecto republicano del demócrata en la manera de administrar ese país como punta de lanza de la política económica de la derecha a nivel global. Estaba en disputa con una Europa que se vio en la necesidad de materializar la unión de los países que la componen geográficamente para tener herramientas de mayor contrapeso en un terreno que, luego de la caída del campo socialista, vio la desnudez del sistema capitalista con un fuerte auge del imperialismo “globalizante” como su manifestación más cruda.
Estados Unidos fue el abanderado del discurso de la globalización como la nueva realidad política y económica. La posibilidad de que existieran empresas con presencia global, ya no solo en términos de consumo, sino también de producción, ayudó a consolidar el discurso de la “aldea global”, donde los ciudadanos serían también ciudadanos globales.
La realidad no terminó mucho en revelarse y las elecciones que están por definirse en Estados Unidos pondrán a un presidente que encabezará un modelo que deberá sostener un discurso que ya probó no ser verdad. Lo único globalizado fue el modelo de acumulación del gran capital, que pudo moverse con libertad gracias a la reducción del papel de los Estados en las lógicas del mercado.
Lo que realmente ocurrió fue que el capital aprovechó que las fronteras se hicieron más difusas para el mercado y el capital financiero. Islas Caimán, Panamá, Antigua y Barbuda, Belice o Aruba terminaron convertidos en los bancos de capitales ganados en cualquier lugar del mundo por parte de empresas firmemente nacionales. Coca-Cola, Mercedes-Benz, Microsoft o Alí Babá no se convirtieron en empresas globales. Estas empresas continúan fuertemente enraizadas en sus países de origen, pero aprovecharon el escenario para montar sus maquilas en otros países donde pudieron pagar menos salarios, con materias primas más baratas y menos impuestos sobre el capital gracias a los paraísos fiscales.
El modelo ha sido tan nocivo, que incluso Estados Unidos salió perjudicado por él. Las grandes empresas manufactureras e industriales dejaron de ensamblar y fabricar en ese país. Se fueron de allí para otros países donde pagan menores sueldos, con trabajadores no sindicalizados y mayores beneficios tributarios.
Esa fue la razón de la primera victoria de Trump y el hecho de que esté tan cerca de una segunda. Su eslogan en las dos ocasiones ha sido “Hacer grande a Estados Unidos (América) nuevamente” Make great America again. Eso significa que Trump mismo es consciente de que ya no lo es. La promesa de devolverle la vida al corredor industrial de Estados Unidos ha sido parte de la razón por la que tiene el apoyo que tiene en varios estados del centro del país. El modelo capitalista puro y duro dejó millones de damnificados en el país modelo del capitalismo.
Si gana Trump, será un espaldarazo a su forma de gobernar, lo que seguramente traerá consecuencias a nivel interno. La pandemia ha desnudado lo cruel que puede llegar a ser el capitalismo, pero aun así el discurso del sueño americano conserva su hinchada y la eterna promesa de un futuro mejor; así no se sepa cuándo llegará, es más cómoda que generar cambios estructurales o apuestas alternativas.
Estados Unidos está lejos de tener algún gobierno progresista, sin embargo, justo las consecuencias de este modelo sobre la clase trabajadora han hecho que propuestas alternativas se vayan gestando desde abajo, figuras como las de Alexandra Ocasio, Ilhan Omar o el mismo Bernie Sanders, con los niveles de aceptación que han demostrado tener, muestran que el declive de Estados Unidos no es un proceso lineal, sino que tiene variantes importantes.
El voto de las presentes elecciones en Estados Unidos define el presidente, define el administrador del modelo, pero difícilmente definirá una transformación que reposicione ese país como un referente más allá de lo simbólico.