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El dedo en la tecla y la banalidad del mal

Por Marcia Collazo.

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El vendaval electoral, que aún no ha terminado, cedió de todos modos un poco de su protagonismo en favor de las otras cosas que la vida sigue demandando. Por ejemplo, se calmó un tanto la furia, el odio y la ofuscación que colmaban las redes sociales, al punto de hacer detestable y desesperante asomarse a ellas. Ya dije en anterior artículo que la costumbre del agravio y del insulto es, en el mejor de los casos, un exabrupto dirigido en primer lugar a la imagen del ofensor y no a la del ofendido. Agrego ahora que la violencia desatada en las redes es en muchos sentidos una suerte de banalidad del mal, término acuñado por Hanna Arendt cuando se realizó, en Israel, en 1961, el juicio al alemán Adolf Eichmann, acusado de genocidio contra el pueblo judío.

La noticia de la captura de Eichmann y de su posterior juicio causó honda sensación en el mundo entero. Acusado de perpetrar crímenes contra la humanidad, fue ejecutado en 1962. ¿Era culpable Eichmann de aquello que se le imputaba? Ciertamente. Sin embargo, en opinión de Arendt, los móviles de su actuar no residieron en un impulso de monstruosa y retorcida maldad, ni eran el producto de una mente enferma, sino que se trataba de un ser humano «normal». Eichmann era, simplemente, un sujeto preocupado por su propia carrera administrativa, y guiado por su propio interés, dentro de un sistema de reglas que obedeció más o menos ciegamente, sin detenerse a reflexionar por un instante en las consecuencias de sus actos.

¿Era posible que semejante genocida fuera una persona común y corriente, de tantas como pueblan el mundo? Las implicancias de tal afirmación son terribles. Cualquiera podía (y puede) convertirse en un Eichmann. Cualquiera es capaz de cometer los actos más deleznables y miserables de este mundo. Arendt fue, bueno es precisarlo, ferozmente criticada por haber enunciado su teoría acerca de la banalidad del mal. Sin embargo, la filósofa no se refería a la banalidad (ligereza) de las ideologías totalitarias ni de las fuerzas oscuras que laten detrás de estas, sino a la tendencia de la gente común a aceptar, casi sin más, cualquier afirmación que provenga de una autoridad.

Muchos experimentos y películas se han hecho desde entonces a propósito de la teoría de Arendt, entre ellos el de Milgram, en el que un participante debía lastimar a otro, mediante descargas eléctricas, porque así se lo ordenaba un investigador universitario. Aunque las descargas eran simuladas, el 65% de los participantes (que obviamente desconocía la simulación) continuaba «torturando» al otro sujeto, que aparentaba aullar de dolor, llegando a aplicarle un promedio de 300 voltios de descarga, solo porque un tercero (el Maestro) le ordenaba imperativamente que continuara, en nombre de la ciencia, y le advertía que el experimento estaba siendo grabado.

Varias posibles tesis se desprenden de ese fenómeno, siempre basándonos en Arendt: primero, el conformismo (yo hago lo que hago y me comporto de esta manera, porque es más fácil obedecer a la fuerza, al partido, a la jerarquía o a los líderes, antes que tomar mis propias decisiones); segundo, la cosificación, en el sentido de que el individuo se considera a sí mismo una cosa que obedece, y no un sujeto que elige y es responsable de sus propios actos; tercero, la ausencia de una guía ética o moral autónoma. Se actúa, incluso en las atrocidades mayores, como fue la matanza de judíos en los campos de concentración, no por maldad pura, sino por un sentimiento de colectividad que anula, precisamente, la propia reflexión moral. ¿Pensaban los administrativos de los campos de concentración que los nazis eran malas personas? No, responde Arendt. Ni siquiera se lo cuestionaban. Si al Fhürer le parecía bueno, entonces era bueno.

En una escala mínima, sin comparación posible con un genocidio, sucede algo similar cuando nos hacemos «cómplices» de maldades y ruindades varias cometidas contra el prójimo en un programa de televisión o en la radio (los programas de Petinatti son un buen ejemplo de ello). Los conductores de ómnibus o los taxistas escuchan complacidos la edulcorada voz del conductor radial, que se dedica a denigrar hasta el colmo a sus desgraciadas víctimas, como si se tratara de un asunto tremendamente divertido.

Una especie de barra brava emite risotadas y ruiditos burlones detrás, y eso también divierte. Supongo que los escuchas no se cuestionan las implicaciones morales del asunto; no las ven, no se acuerdan, no hallan la relación. Supongo que no piensan en el escarnio a la intimidad y a la dignidad de la persona «entrevistada», o si lo hacen, se dirán que si la persona en cuestión acepta dicho escarnio, ellos no tienen por qué oponerse. Saben que no es así, sin embargo.

Parece de sentido común que, aun cuando alguien acepte ser violentado y vituperado (manoseado, diríamos) nosotros no deberíamos participar de ese espectáculo, sino, por el contrario, intentar impedirlo o, por lo menos, cambiar el dial o el canal. En definitiva, parece que Arendt tenía razón. La violencia como espectáculo funciona y da buenos réditos, porque la gente participa de ella y se convierte en audiencia dócil y entusiasta. Se me podrá responder que no por ello esos espectadores se transforman en genocidas. Y sin embargo, aunque no se trate del mismo resultado, sí se trata del mismo germen. En chiquito, pero germen al fin.

Se ha instaurado, en la cultura de masas y especialmente en el fenómeno de las redes sociales, una suerte de apología del sadismo, según la cual, en nombre de una supuesta ideología o autoridad o líder, muchos sienten auténtico placer al ver sufrir a alguien o al intentar provocarle daño. Si no hay un tercero encargado de causar ese sufrimiento, ellos mismos lo ejercen, a través de comentarios burlones, violentos y ofensivos, e incluso cargados de amenazas, que llegan a configurar delitos contra la personalidad física y moral del ser humano.

Otro rasgo de la banalidad del mal, muy extendido en las redes (Eichmann lo padecía), es el de erigirse en jueces todopoderosos e implacables de las vidas ajenas. Muchos se desgañitan adoptando una falsa autoridad moral desde la cual vociferan contra supuestos crímenes y pecados, y claman por castigos que, de llevarse a cabo, resultarían atroces. Es cierto que la situación internacional no ayuda. El propio presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, no deja de emitir terribles mensajes contra la humanidad, desde su grito de tolerancia cero con los inmigrantes hasta su escarnio contra media humanidad. En América Latina le salió un digno emulador, en la figura de Jair Bolsonaro, y otro no tan brillante, pero igualmente esforzado, encarnado en el chileno Piñera.

Lo denunciado en su momento por Arendt se cumple a rajatabla en la actualidad. Hay además otro ingrediente de la banalidad del mal, vinculado a la cosificación ya mencionada. La pretendida comunicación por las redes sociales no es tal. La gente no se mira físicamente, no se toca, no comparte ninguna sensación vital de acercamiento y de contacto real. Lo que se produce es, salvando las distancias, lo que existía en el marco de los regímenes totalitarios: soledad, desconexión, aislamiento; soledad, indiferencia, sumisión. Es hora de romper esa cadena perversa. Para hacerlo es suficiente con meditar dos o tres segundos antes de poner el dedo en la tecla. No parece demasiado, ¿verdad?Cabe otra posibilidad, es cierto, aunque no se trate ya de la banalidad del mal. Me refiero al mecanismo de defensa.

Como dice la escritora Olga Tokarczuk, ganadora del Premio Nobel: «Empezábamos a comprender que si no fuera por la sublimación, la represión y los demás trucos con que nos obsequiamos a nosotros mismos, si se pudiese mirar al mundo sin protección alguna, valiente y honradamente, se nos partiría el corazón».

 

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